26, jueves. Diciembre. Midiendo la métrica



Con frecuencia, al hablar, una misma palabra posee significados dispares. De hecho, es algo que ocurre con todas las palabras. Esta es la riqueza de la lengua y, a veces, la pobreza de los hablantes, que prefieren los significados contables. Las civilizaciones antiguas, por ejemplo, desconocían la relación palabra-objeto. Nombraban características, esencias, formas de aparecer. Y el mismo vocablo servía para peine y para rastrillo, pongo por caso. La riqueza de la lengua estaba en establecer asociaciones, no en identificar cada cual con su par, como necesitan urgentemente que ocurra los traductores automáticos. Pensaban la lengua igual que ahora los humoristas buscan perversas asociaciones entre las palabras y la realidad. Y también cuando el coloquio se desinhibe, pero prefiero el símil de humorista. El día en el que triunfe la utopía de una palabra igual a un único significado se quedarán, como los traductores, sin trabajo. Y los demás, sin sonrisas ni buenas traducciones.
      Este extenso párrafo que precede ha intentado alejar el inicio del asunto que me he propuesto tratar esta tarde. Es una estrategia diversiva para ver si en el camino descubro otro motivo y me olvido del previsto. Pero no logro engañarme. Lo enunciaré, a ver si me da ánimos: voy a hablar de métrica.
     Con ser palabra de significados restringidos, conviene desde el principio distinguir dos modos de encararla. El renacentista y el neoclásico. La métrica renacentista tenía, a su vez, dos principios cuya enseñanza es posible que no haya caducado del mismo modo que su moda, la ropa acuchillada, continúa vigente. El primero es que la métrica se convirtió en el modo de integrar —entreverar sería palabra más acertada— el significado en todos los niveles del lenguaje, desde el sonido, el ritmo, el léxico —obviamente—, la sintaxis, hasta la estructura. Es decir, el significado dejaba de significar desde las palabras para sonar, ritmar, reiterar y fluir desde el propio lenguaje como una orquesta sin solistas. Visto desde esta perspectiva, la métrica no es un conjunto de reglas, sino el camino para ahondar en la capacidad significativa del lenguaje.
     El segundo principio renacentistas es que la métrica estaba al servicio del poeta para que este alcanzara la mayor perfección y excelencia posible en su obra. Era la pértiga que consigue alzar al atleta varias veces por encima de su altura. 
     La métrica neoclásica —y su nombre no la sitúa solo en el siglo XVIII, el siglo XX ha sido feraz en métricas neoclásicas— prende en la concepción opuesta. Es aquella métrica que, desligada por completo del significado, solo tiene un único fin: cumplir con rigor el conjunto de normas fosilizadas en su manual de uso. Es decir, coloca a los poetas a su servicio. Pese a la inutilidad de sus enseñanzas, no se puede dar por agotada esta especie de métrica fósil. Cada vez que la poesía pierde la confianza en sí misma, recurre al manual de normas. Y no solo la poesía, la política tendría mucho que contar sobre el asunto.
     Realizada esta advertencia, la definición de métrica surge diáfana. Es, literalmente, la partitura del poema. Es decir, cómo quiere el autor que el poema se lea en voz alta. Cómo distribuye acentos y sílabas, dónde coloca las pausas, incluso en qué tempo desea que el poema sea leído y, quizá también, comprendido. Desde este punto de vista, la métrica no puede ser fallida. Puede ser clásica, contemporánea o al libre albedrío, pero siempre reflejará el modo cómo el poeta ha pensado la dicción del poema. El poema sí puede ser fallido, por pobreza en sus recursos o simplicidad en su contenido. Pero no su métrica. Incluso cuando altere las normas de la métrica clásica —por hipermétrico, por ejemplo— responderá siempre a la idea fonética que el poeta mantiene de su poema. Podrá ser un mal poema, pero será por otras razones. Es como quien dice es un mal coche porque está sucio; podrá ser un mal coche, pero los buenos también se ensucian.
     La concepción de la «métrica» resulta, pues, diversa, pero también lo son las rigurosísimas normas que infringe quien no se atiene a las reglas. Voy a poner un ejemplo. En medios medievalistas hubo una cierta polémica de ecdótica en la transcripción de un alejandrino del Libro del Buen Amor que normalmente se lee así «Como al ave que sale de uñas del açor» (801). Un medievalista lo consideró verso hipométrico y propuso en su lugar esta lectura del verso, que entonces sería «métricamente perfecto»: «Como el ave que sale de manos del açor». He contado los términos literales del debate. Pero para la métrica ambos versos son alejandrinos perfectos, aunque uno no lo sea para un especialista en poesía medieval. Porque “de manos” tiene las mismas tres sílabas que “de uñas”, pues siendo la “u-“ inicial tónica, no podrá formar sinalefa —no se puede pronunciar en castellano— con la átona precedente. Como se ve, ni siquiera las normas ya son lo que eran.