8, lunes. Julio. Curso de Cinebase en la fundación Escac



En el cursillo de cine, este año me he apuntado a guion. Los que han elegido dirección se apiñan en una aula de las grandes. En una estrecha y alargada, cuatro gatos quedamos como esparcidos en el espacio. Viajeros en un vagón de metro a deshora. Es la época. A nadie le interesa escribirla. Se conforman con dirigirla. Así nos va. De todas formas, yo mismo me regaño. Te quejas si hay muchas almas y te quejas ahora de que no las haya. Tienes razón, le digo al mí mismo que me habla. Es el inicio lo que cuesta sintiéndose la limosna de los cursos. También al profesor. Le veo tratando de encontrar la nota de entrada de una melodía que aún no suena, aunque los violinistas sostengan su instrumento sobre el hombro.
    El primer ejercicio es escribir una escena que refleje a quien la ha escrito. El primer ejercicio que me plantearon, en el primer cursillo de cine, era un autorretrato fotográfico. Me choca este empeño por hacer que el cine nazca del yo autobiográfico. Por una parte, me parece paradójico. Un trabajo colectivo, en el que hay tantas personas implicadas en la creación con capacidad para deslizar ideas —desde el guionista hasta el montador—, ¿ha de entenderse como un ajuste de cuentas con uno mismo? Incluso la finalidad me parece opuesta, ¿no va la gente al cine para olvidarse de sí mismos durante un par de horas?
   Por otra parte, me resulta contradictorio con mi concepción literaria. He escrito siempre contra el yo. De hecho, tampoco es en contra, sino en busca del yo perdido. Por encima de cualquier coyuntura personal, la escritura arraiga en la concepción contemporánea del sujeto, de la realidad y del entendimiento. El yo de un libro de poemas carece de valor literario como testimonio de un suceso, aunque exista una mayoría de lectores que cuando ocurre algo piensen que eso merece ser contado en un libro, y lo gana solo cuando muestra un modo del presente a la hora de comprender los hechos. El sujeto no está en los sucesos, sino en el mostrarlos. Un ejercicio que indague en el sujeto yerra. Lo valioso de la escritura es la manera cómo el sujeto ha entendido algo, cualquier cosa. El mejor autorretrato es colocar un jarrón con flores y pedir a los aprendices que lo interpreten. A partir de que al unísono los alumnos realicen una lectura naturalista del objeto, el profesor tiene delante la hercúlea tarea de descubrirles qué es un jarrón para una mirada contemporánea.
   De todas formas, soy un alumno y realizo mi ejercicio. Como en estos momentos escribo una serie de textos breves sobre la «práctica del espejo», trato de amoldar al concepto escena lo que he pensado para el concepto texto. «Engrudo» sería una buena descripción del resultado. A cambio obtengo la primera lección. No he venido a un cursillo de poesía, sino de guion. Y acabo de ver la diferencia. El mundo verbal que sostiene el pensamiento poético, por más plástico y concreto que se quiera expresar, no tiene nada que ver con la tarea del guionista. Que tampoco es, como se cree, pensar con imágenes. Si no pensar con la recepción de las imágenes. Y eso es lo radicalmente distinto. Escribir y leer son actividades muy próximas: ambas individuales, sosegadas, incluso solitarias. Quien escribe un poema lo hace en condiciones idénticas a quien lo va a leer. Quien escribe un guion lo hace para un productor que ha de comprar la idea, para un director que ha de traducirla a imágenes, para actrices y actores que han de encarnarla y finalmente para un público que ha de reaccionar de modo colectivo ante las imágenes, incluso aunque las vea por la tele, solo, las recibe como si estuviera rodeado de gente, conocidos y desconocidos, pues la manera de ver el cine es intrínsecamente colectiva (al verla ya se piensa en decir ayer vi una peli…).
     Primera lección aprendida. Todo lo que sé no me sirve de nada para ser guionista. Lo he de desaprender. Escribir una película es practicar la escritura opuesta a un poema. La segunda lección del cursillo tampoco iba a esperar mucho. Hemos formado un equipo para escribir un guion. De los de verdad: el miércoles se lo venderemos al multitudinario grupo de directores —en un pitch—, que lo rodarán el jueves y lo estrenarán el viernes por la tarde, como broche final al cursillo de cine. Formamos el equipo dos profes y una alumna. He de explicar que estos cursos de especialidad son mixtos entre profesores y alumnos de secundaria, quienes previamente han realizado los cursillos anteriores entre iguales, profes con profes y alumnos con alumnos. La alumna se llama Inés y la otra profesora Mary. Y yo. Un equipo de guionistas. Bien. Nos sentamos delante del programa de escritura de guiones. La ley del mínimo esfuerzo, uno clica «personaje» y le sale la lista de los personajes que ha usado, clica encima y ya tiene el nombre en el lugar exacto donde debe ir. No sé por qué no existe algo parecido para escribir poesía. Uno clica «endecasílabo» y se reproduce: Luces que la mañana escribe mansa. Y así.
    El equipo de guionista sigue la idea que ha expuesto Inés. El tema es la frontera de la intimidad. Los personajes, una muchacha afectada en su interior por un problema familiar que se enamora del sociópata de la clase, y, claro, este. Ni conseguimos vislumbrar el conflicto ni mucho menos el final. Pero como pensar en ello nos deja a los tres obnubilados, decidimos empezar a escribir. Las historias, creemos no sé muy bien apoyados en qué autoridad, suelen caminar hacia su propio final. Así que creamos una estructura básica de cinco escenas y empezamos a redactar la primera, que es pan comido. Al pasar a la segunda, la idea es mostrar el acercamiento de los dos personajes a través de un pequeño enamoramiento de clase. Tal vez porque el profe de guion, Mario Monzó, en la víspera nos había dado una pequeña clase magistral sobre los subtextos, recurrimos al subtexto literal más frecuente en una clase, el pasarse notas escritas entre el alumnado. El sociópata atractivo le pasa una nota a la muchacha enamoradiza. El texto de la nota aparece como un escollo frente al Titanic de la escritura. Tomo el mando del teclado y la redacto. «Tienes la sonrisa más bonita de todo el instituto». Hay que hacer un aparte en este momento. La creación colectiva tiene un motor básico: la discusión exhaustiva de cada una de las decisiones; cuanto más nimia, más intenso el debate. La nota. Me toca defenderla. Argumento que en un acercamiento amoroso siempre hay un arranque cursi. Sin cursilería no hay pasión amorosa, defiendo. Nos lo enseñó Shakespeare: «Si profano con mi indigna mano este sagrado santuario…».
    Inés se ha quedado pensando. Ni mi frase para la nota ni mis explicaciones la convencen lo más mínimo. De hecho, a mí tampoco, aunque todavía no lo sepa. Hay una inercia instintiva en defender lo que uno hace como si fuera lo que uno es. Seguimos adelante con la escena y la cerramos de una manera solvente. De pronto, al inicio de la tercera, Inés exclama: Ya lo tengo. En la nota debe poner, eso dice: «Me he enterado de que lees a Hemingway». El debate está servido. La cursilería de la nota anterior, de hecho, ni siquiera es mía, sino de mi aprendizaje. Es la frase con el máximo común denominador en la recepción. Sin embargo, habrá quien no sepa quién es Hemingway, o que solo le suene, o que crea que es pedante citarlo, etcétera. Empiezo a aplicar la lógica del guionista. Inés, la alumna de primero de bachillerato, ni se molesta en rebatírmelo. Esa es la nota que escribe Ana —la protagonista—, dice. No puedo darme por vencido tan pronto y ya esbozo nuevos argumentos en defensa de «la sonrisa más bonita».
     Hasta que de repente me doy cuenta de lo estúpida que es mi frase. Y lo genial que es la suya. Ana, la protagonista, le escribirá otra a su chico: «Creo que tú también» (…lees a Hemingway, y no: tienes la sonrisa etcétera). Y enseguida descubrimos que Hemingway es el motivo recurrente del guion. Es el hilo conductor de la emotividad quebrada que deseamos mostrar. ¡Es el acierto del corto! Segunda lección: cuando uno realiza un trabajo colectivo la destreza no está en pensarlo uno, sino en saber verlo en los demás. Pero esta no es la lección cinematográfica, sino la humana. Lo que descubro en la nota con Hemingway es que la primera lección que había aprendido es falsa: no se puede escribir para la recepción de las imágenes, algo que solo genera chorradas y cursilerías. Que se ha de escribir desde dentro de uno mismo hasta dar con los hilos secretos que mueven las contradicciones de las personas cuando hablan, cuando sienten o cuando ocultándose se muestran.