26, lunes. Octubre. Refutación de las reuniones. Práctica del epigrama 25


Las reuniones son peligrosas, en general. Las reuniones de consejo de administración son especialmente peligrosas. Forma parte de la tragedia de los nuevos tiempos. Antes, este aspecto se resolvía mejor. Los responsables de cualquier empresa se reunirían para no cambiar nada. La reunión en sí misma justificaba la dedicación a la compañía. La reunión era una forma de empujar un coche que carecía de ruedas. El no avanzar aseguraba el funcionamiento del motor, que era lo importante. Algo que, por desgracia, desapareció con los tiempos benévolos. Ahora ocurre lo contrario. La reunión tiene que cambiar todo para justificar que se ha realizado con diligencia. La mayor parte de lo que se modifica no necesita ninguna modificación, y a menudo una reunión sustituye A por B, y luego, en otra, B por A. Para que la modificación sea computada como tal necesita la existencia de personal afectado. Por ejemplo, todos los que trabajan en la primera planta, que ocupen la segunda. Y al revés. Estas son las modificaciones que más gustan. Es como empujar a cuatro personas sentadas en sendas sillas desde la explanada hacia la autopista plagada de camiones tráiler como si se arrastrara un vehículo con ellas dentro.

20, martes. Octubre. Paul Strand, profesor de poesía fotográfica

Visito la muestra de un fotógrafo del siglo XX, Paul Strand (1890-1976) y nada más entrar descubro que ha sido mi maestro de fotografía durante todos estos años. Como si en lugar de ir a una sala de exposiciones hubiera acudido a la academia donde imparte sus clases quien tanto me ha enseñado sin que hasta hoy fuera consciente. Quiero decir, lo que me gusta que la cámara recoja —en la captura de objetos, situaciones, fragmentos de espacios y paisajes— y el esfuerzo por adecuarlo a una manera de mirar personal, alejada de los estereotipos, Strand ya lo hizo décadas atrás, claro, y lo entregó como legado. Y también algunos aspectos —tanto los relacionados con motivos singulares, como con las distancias y los encuadres— que creía haber descubierto por mí mismo, compruebo en el aula de Paul Strand que los aprendí de él sin ni siquiera ser consciente de debérselo. Esta grata sensación, casi de anagnórisis, que rara vez me ha sucedido en literatura, acostumbra a pasarme con cierta frecuencia en fotografía, disciplina en la que soy escasamente erudito.

Sus composiciones resultan admirables. Aciertan a convertir en significativos los fragmentos de realidad que uno encuentra a su alrededor sin saber qué hacer con ellos. Contemplo la fotografía de un lago en las islas Hébridas, al oeste de Escocia («Loch Skiport. Isle of South Uist. Outer Hebrides»). De 1954. Y recuerdo la fotografía que acababa de hacer la semana anterior en la bahía de Llançà, que de tan cerrada suele parecer también un lago. Para la mía quise la misma distribución de los espacios en la imagen, le di a la línea de la montaña idéntica función de marco, no alrededor, sino en medio, como ocurre en los dípticos, y busqué establecer un diálogo similar entre un mar en calma y un cielo en movimiento. ¿Soy o no soy su discípulo? ¿No he aprendido a mirar viendo sus fotografías, aunque no supiera que las había visto antes? Paul Strand no solo le proporciona una ascendencia a lo que se pueda experimentar desde la ingenuidad fotográfica, su forma de reflexionar en imágenes también ofrece un repertorio de significados al hecho de mirar a través del visor.

Aunque quizá no haya acudido a su curso de fotografía solo para descubrir lo que ya sabía, sino para algo menos narcisista. Avanzo por la sala y me pregunto qué sentido tiene guardar con tanto esmero —en cajas de cristal enmarcado— estas meras teselas rescatadas del prodigioso mosaico de la realidad que ya jamás podrán representar. El fotógrafo parece una suerte de arqueólogo que armado con piqueta y cepillo revuelve entre los cascotes del tiempo hasta encontrar algo que inmediatamente guarda en un sobre de papel. O quizá solo sea el geólogo que recorre el monte martillo en mano y se acurruca en un rincón e infringe a la roca una muesca. Recoge luego con primor las fracciones desprendidas y las introduce con cuidado en una bolsa de plástico opaco. Uno y otro, más tarde, vacían sus descubrimientos sobre una mesa en sus respectivos estudios. Este lugar en la época de Paul Strand se denominaba laboratorio y entre cubetas, líquidos, pinzas y ampliadora, bajo una luz segura, se producía la metamorfosis alquímica de la fotografía. Que carece de cualquier alquimia porque la transformación es idéntica a la que consiguen arqueólogo y geólogo en sus análisis: obtiene conocimiento.

Cada fotografía de Paul Strand es una nimia, casi espuria, muestra de la existencia, pero capaz de devolverle a ese todo inconmensurable de donde procede, pero ya sin formar parte de él, algo de lo que este carece: un significado metafísico. La dimensión de este significado va, literalmente, más allá de la física de lo existente, y le añade a lo mostrado el valor de su comprensión humana, incluso cuando resulte esencialmente incomprensible —como el espejismo de la trascendencia o la oscuridad de la muerte—. En su Carta a los Estudiantes, la que empieza con el adagio casi revolucionario de «Todos somos estudiantes», Paul Strand lo dejó meridianamente claro: «Sobre todo mirad las cosas que os rodean, vuestro mundo inmediato. Si os sentís vivos es que significa algo para vosotros, y si os interesáis lo suficiente por la fotografía y sabéis cómo utilizarla, querréis fotografiar ese significado». Desde Strand, los fotógrafos no enseñan, aprenden; y la fotografía no describe, piensa. A veces poéticamente, otras en la estela misma de la filosofía.  

Paul Strand, 1954

JAC, 2020


14, miércoles. Octubre. Clásicos y Antiguos. Práctica del epigrama 24

 


A veces me entretengo buscándoles trabajo contemporáneo a los clásicos. A Eurípides, por ejemplo, le iría como anillo al dedo un puesto de asesor de presidente, o presidenta, de gobierno. O de jefe de la oposición, da igual. Les escribiría unas réplicas oscuras y perversas para sus reuniones secretas. Aunque, si lo pienso un poco mejor, creo que a él no le convencería el hermetismo de su cometido. Creo que preferiría ser productor de TV5. El teatro clásico griego no solo nos dejó autores memorables, sino modos diversos de comprender el mundo. Esquilo, por ejemplo, llevó al teatro sus obsesiones y experiencias como hombre sabio que ha obtenido el conocimiento que dan las guerras, sin que le importara demasiado el público al que iban destinadas sus obras. Sófocles, por el contrario, sí pensó en la audiencia, un ente al que era necesario entrenar para que supiera interesarse por los conflictos más abstractos de la mitología, algo que logró con creces. Sófocles creó un público capaz de comprender los vericuetos del alma humana. Y Eurípides, al cabo, desde el principio le dio a la audiencia exactamente lo que quería ver. Igual que hacen tantos políticos, tantos escritores y tantos canales de televisión. Fue el artista a la medida de los deseos de un público. De hecho, continúan siendo los tres caminos posibles de la creación frente a la sociedad. A mí me gusta pensarme entre los herederos de Esquilo, con la diferencia (trivial) de que nunca consigo interesar a nadie en aquello que me interesa.

6, martes. Octubre. A vueltas con la mascarilla

 


Consciente de que carezco de la mínima autoridad sanitaria para hablar de este asunto, no consigo evitar la tentación de abordarlo desde el punto de vista del entomólogo de paradojas. Porque la realidad pandémica del momento presente está asaeteada por dos contradicciones tan enormes que parecen una plaga.
    A seis meses del inicio de medidas severas contra la expansión del virus y a tres meses del final del Estado de Emergencia, la situación presenta la siguiente paradoja: el país más estricto en cuanto a la normativa de uso de la mascarilla (en ambos aspectos, la norma y su cumplimiento por la ciudadanía) es el que más altos índices de contagio del virus ofrece. Paradoja que, para demostrar su entidad, ofrece la misma contradicción vuelta del revés: los países menos estrictos en el uso de la mascarilla (circunscribiéndola solo a situaciones de proximidad e interior) ofrecen índices de contagio inferiores.
      En este caso el oxímoron cuyo nudo hay que resolver es el de una precaución que objetivamente empeora la situación. La experiencia de uso y norma de la mascarilla se podría resumir en los siguientes puntos:
1. La mascarilla es obligatoria en todos los usos sociales desde el final del Estado de Emergencia. Primero, si no existía alternativa a la distancia social y sin penalización; pero inmediatamente, tras el traslado de la responsabilidad sanitaria del Gobierno central a los gobiernos autonómicos, se endureció la normativa extendiendo el uso obligatorio a todas las situaciones y bajo pena económica por incumplimiento. 
2. La observación de la ciudadanía de esta normativa (sea por convicción o por miedo a la pena) ha sido completa. En las calles, los parques, los paseos y hasta los caminos de extrarradio el uso de la mascarilla es absoluto. Casi sin excepciones. Incluso es común ver pasear a una persona sola por un paraje natural, en mitad de los campos, con mascarilla. 
3. Una noticia reciente informa de la celebración de un botellón multitudinario, de unas doscientas personas, en la zona de un museo de arte contemporáneo. La intervención de la policía implica varias multas por consumo de alcohol, por grupos de más de seis personas y cuatro multas por no llevar mascarilla. Lo que implica un 98% de cumplimiento de esta norma por parte de personas dispuestas a infringir otras normas. 
4. Esta normativa autonómica tiene una excepción. En las terrazas de los bares se puede prescindir de su uso. Y dentro de la gran paradoja, se descubre una pequeña paradoja. Las personas que caminan por la calle, con la habitual distancia hacia los otros transeúntes, lo hacen con mascarilla, y aquellas que están en la misma acera sentadas junto a otras personas, pueden no llevarla. 
5. Un hecho que también resulta habitual, ligado al anterior, es que las personas que caminan hacia un bar o restaurante lo hacen con mascarilla, pero en cuanto entran y se sientan en una mesa del establecimiento, se la quitan. 
6. Otro hecho que también resulta habitual es que personas que caminan con la mascarilla al encontrar y saludar a conocidos, aunque respeten la precaución de no darse la mano ni besarse, para compensarlo se bajan la mascarilla para que la sonrisa de saludo sea visible para la otra persona.
      Por otra parte, en el reverso de la paradoja, en los países con menores índices de contagio, se observa que: 
1. En la calle el uso de las mascarillas es discrecional. Algunas personas se protegen con ella, pero otras no. 
2. Cuando las personas sin mascarilla acceden a cualquier interior o mantienen una mínima conversación casual, inmediatamente se colocan la mascarilla como medio de protección.
      Creo que no resulta difícil vincular al uso de la mascarilla la idea implícita del peligro del que defiende. Del modo de protegerse con mascarilla en España se deduce un mal genérico (lo que justifica el uso en todas las situaciones), un mal absoluto (incluso en la soledad el campo existe una amenaza) y un mal de ubicación desconocida (como si fluyera con el aire). Por el contrario, de este hábito mismo de uso se puede deducir que el mal desaparece en situaciones concretas (en terrazas, en bares) y ante personas conocidas (frente a los que las personas no tienen miedo de relajar el uso). Es decir, el uso de las mascarillas parece antes una protección social que sanitaria.
      En los países donde el uso de la mascarilla no es obligatorio en todas las situaciones, la identificación del mal del que protege se parece más a una amenaza vírica: es un mal concreto (se transmite solo en interacciones) y es un mal que acrecientan las situaciones de riesgo (proximidad, contacto, interior), con indiferencia de si se trata de conocidos o desconocidos.
     En el uso obligatorio de la mascarilla en España (España) —como escribía siempre en sus crónicas José-Miguel Ullán— se establece una relación entre inseguridad y ámbito desconocido, y por el contrario, entre seguridad y ámbito conocido, que al cabo resulta contraproducente como protección ante la infección de un virus respiratorio. La obligación a protegerse del desconocido genérico relaja la protección ante el conocido concreto, cuando este factor resulta enteramente baladí. Y, si no, ahí están los datos: un país que se desprotege sobreprotegiéndose.



3, sábado. Octubre. Ideas sobre el amor. Práctica del epigrama 23

 


Leo en un librito de Alain Badiou su definición del amor: «la experiencia dialéctica íntima de la diferencia y de su poder mágico en lo que respecta a un trayecto del mundo rescatado de la soledad». Me resulta una idea algo confusa. Por dos razones. Primero por la heterogénea reunión de términos —en especial los adjetivos (dialéctica, mágica…)— parece más fruto de una impericia que de un pensamiento, como quien, al poner la mesa, coloca juntos una cuchara de aluminio y un tenedor de plata. Y segundo, porque la misma afirmación podría realizarse perfectamente al revés. No dice Badiou «mundo» rescatado, sino «trayecto del mundo». Es como quien comparte asiento en un autobús. O, más filosóficamente, en un tren. Y en cualquier «trayecto» de asiento compartido, lo normal es que el mejor momento sea cuando la otra persona se levanta para bajarse en una parada anterior. Y entonces parece más agradable estar sentado solo en un asiento que antes ocupaban dos personas. Experiencia que como resultado desembocaría en un principio opuesto al de Badiou: «La soledad es un mundo rescatado de los convencionalismos del amor». Y si tienen razón los constructores de edificios, que cada vez más ofrecen pisos más escuetos, un retrato más fiable de la idea del amor en nuestra época.

29, martes. Septiembre. Otoño. Práctica del epigrama 22

 


Aquello que no entra en las preferencias que elige la gente cuando se le pregunta—por ejemplo, el verano es la estación que más les gusta— posee siempre algún encanto secreto. El otoño, por ejemplo.  Nadie elige el otoño como su estación predilecta. Elegir es, de hecho, un espejismo. No se trata de contrastarlo con la vida real, sino con el idilio que las personas mantienen consigo mismas. No quiero usar la palabra fantasía porque realmente no lo es. La fantasía tiene un componente poético y no hay poesía en los tópicos. Las estaciones se viven, dentro y fuera del calendario. Es posible que tampoco yo eligiera el otoño si alguien me lo preguntara una tarde aburrida, pero es la época del año a la que mejor me acomodo. La huida del calor, de la insistente repetición de los días de verano. La llegada de los cielos nubosos, matizados, la lluvia súbita, el insumiso viento. El otoño se vive con otra profundidad. Una intensidad felizmente no estadística, es decir, aquella que no suele entrar en las preferencias que elige la gente cuando se le pregunta.




28, lunes. Septiembre. Cuaderno de notas sobre Egon Schiele

 


1. Me impresionan los cuerpos incrustados unos dentro de otros de Egon Schiele. Los pintó encajados en todas las posiciones imaginables. Su pintura es un completísimo manual de abrazos. Y es curioso cómo todos los cuerpos que dibujó, tan exageradamente contrahechos, alambicados y extravagantes, resultan más reales en la contemplación, no sé, que los cuerpos perfectos de Ingres, que parecen de cómic. La realidad requiere una gran distorsión para mostrarse tal cual es. La descripción realista ha acabado por no decir nada sobre lo real.


2. Egon Schiele murió el jueves 31 de octubre de 1918 en Viena a la una de la mañana. El lunes anterior había fallecido Edith, su mujer, embarazada de seis meses. Ambos padecieron la devastadora pandemia de la gripe de 1918. Tenía veintiocho años.


3. Se conocen dos fotografías de Egon Schiele en el lecho de muerte (Totenbett), firmadas por la fotógrafa alemana Martha Fein. Una captada de frente, desde el lateral derecho; otra de perfil, desde el izquierdo. Por la extraña posición del pintor, el brazo doblado sobre los hombros y una mano en la nuca, y la otra mano, cerrada, sobre el mentón, parece dormido. Incluso tranquilo en su sueño. Tiene el pelo corto, levemente despeinado, barba de varios días y los ojos cerrados. Viste una camisa de dormir blanca. No se parece a ninguno de sus autorretratos. Se diría que es un hombre de unos cuarenta años.


4. Busco el dato y lo encuentro sin ninguna dificultad: Schiele pintó 340 cuadros y dejó unos 2.800 dibujos en poco más de una década; casi un dibujo diario, casi tres cuadros al mes. Una parte esencial de esta obra (41 pinturas y 188 dibujos) se puede contemplar en el Museo Leopold de Viena.


5. Schiele había nacido en una estación de ferrocarril, junto al Danubio. En Tulln an der Donau. A finales de la primavera de 1890. Su padre era el jefe de estación. Y también él podría haberlo sido —en la infancia ya lo sabía todo sobre los trenes— de no haberse quedado huérfano a los quince años y ya entonces más interesado en lápices y tubos de óleo que en el humo de las locomotoras.


6. Schiele aprendió dibujo en Viena, donde llegó de adolescente, sobre los cuadros de Klimt (1862-1918), pero emprendió el camino opuesto al del maestro. Mientras Klimt ascendía hacia la sublimación áurea del cuerpo y de su erotismo, Schiele profundizaba en el desgarro.


7. Con veinte años le escribe a un familiar: «Quiero salir muy pronto de Viena. Qué espantosa es la vida aquí... En Viena reinan las sombras, la ciudad es negra... tengo que ver algo nuevo…, quiero paladear aguas oscuras y árboles que se quiebran, ver vientos salvajes; quiero mirar asombrado verjas mohosas». Fuera de Viena tampoco le resultó fácil. Ni se dedicó a pintar árboles ni verjas.


8. Instala su primer estudio en Krumau, Bohemia, actualmente en Chequia, localidad natal de su madre. Un castillo junto al Moldava, una iglesia gótica y una gran plaza empedrada rodeada de edificios estilo imperio. Tiene veinte o veintiún años y se dibuja a sí mismo y a sus amigos desnudos. Luego conoce a Wally Neuzil, que ha cumplido 17 y aparece también desnuda o abrazada a otras jóvenes. A los vecinos no le gusta lo que imaginan que ocurre en la casa donde vive el pintor y su amante y modelo. Le maldicen y le niegan el saludo, primero. Luego, la entrada en las tiendas, hasta que se ve forzado a abandonar Krumau.


9. En Neulengbach, un pueblo al oeste de Viena, Egon Schiele y Wally se instalan en una casa de las afueras. En 1911. Solo unos meses más tarde, el 13 de abril de 1912, es arrestado por una arbitraria acusación de secuestro de una niña de 13 años. Egon y Wally solo habían dado cobijo a la niña, que se había escapado de casa. Pero en el registro del taller encuentran multitud de dibujos de desnudos y añaden la acusación de pornografía. Es encerrado en la prisión de los juzgados del pueblo, donde es retenido hasta finales de mes, y luego es trasladado al calabozo de Sankt Pölten, la capital del distrito, donde permanece hasta el 8 de mayo. Un total de veinticuatro días, «o quinientas setenta y seis horas. ¡Una eternidad!»


10. Durante el tiempo del encierro Egon Schiele escribió un pequeño diario —trece hojas, al parecer— y pintó una serie de escalofriantes acuarelas. La más célebre es la titulada «La naranja era la única luz», donde aboceta un camastro sombrío, sobre cuyas líneas solo colorea una almohada con marrones y una manta con gises azulados, y en medio brilla el color naranja de la fruta que le había regalado Wally. Con carácter póstumo el crítico de arte y amigo Arthur Roessler publicó un «Diario de prisión» de Schiele que en parte es apócrifo, basado en los recuerdos verbales del artista, y en parte puede contener fragmentos del diario auténtico del pintor, sin que se sepa cuáles son unas u otras. La aparición de este apócrifo abre las puertas a quien quiera evocar literariamente el encierro de Egon Schiele en primera persona, como se propone la serie de autorretratos que he escrito.


11. El productor inglés Adam Gee ha contado cómo visitó en 1984 todos los lugares de Schiele, en especial Neulengbach, donde «no había ni rastro de Schiele»: «When I went to ask the way to his studio I was told people didn’t talk about him» (Cuando fui a preguntar el camino a su estudio me dijeron que la gente no hablaba de él). Hoy, tres décadas después hay un espacio céntrico de la ciudad dedicado a su memoria, el Egon Schiele-Platz, con un busto en piedra, un pequeño museo, una calle Egon-Schielestasse , que desemboca en la calle dedicada a Wally, Neuzilgasse, «El callejón de Neuzil» (sin el nombre).  La casa donde vivieron Egon y Wally fue derruida en los años 60. En su localidad natal existe otro museo, inaugurado en 1990, en el edificio de la antigua prisión de Tulln.


12. Existen pintores que crean espacios artísticos cerrados, con independencia de la calidad, universos impermeables. Son ellos mismos y solo cabe admirarlos. Egon Schiele es exactamente lo contrario. Su arte es el de la permeabilidad constante. Cualquiera que se detenga frente a una pintura puede permanecer en su interior y percibirse a sí mismo.


13. Las figuras que pinta Schiele son fundamentalmente autorretratos, pero no es un gesto narcisista, ni siquiera una actitud de solipsismo. Antes parece todo lo contrario: una manera de facilitar el tránsito del observador al interior del cuadro. Su identidad con él. El propósito del autorretrato es que el rostro y el cuerpo que reaparece en dibujos y pinturas le resulte tan familiar al observador como su propio rostro, de modo que el observador no se sienta alguien ajeno a la crónica íntima del pintor, sino un yo ante sí mismo, como ocurre frente a un espejo. 


14. Schiele no usaba espejos para pintar sus autorretratos, y ese gesto técnico es casi una metáfora: el espejo es el cuadro, pero no devuelve la imagen del pintor, sino la de quien lo contempla. Schiele pintó el autorretrato de cada persona que mira el cuadro. Su yo es el autorretrato existencial de cualquier yo que no sienta la pintura como un género decorativo, sino como un nombrar lo verdadero.


21, lunes. Septiembre. Una exposición de Carlos Velilla

 


Los cuadros de Carlos Velilla (1950) expuestos en La Casa de la Paraula de Santa Coloma de Farners bajo el título «Pla Seqüència» son una poética del color. O quizá más en concreto, de lo inestable que late en el color. No es el color como relleno de las líneas trazadas por el carboncillo, obviamente; pero tampoco el color esparcido por el lienzo para evocar la evanescencia de lo que desaparece (de hecho, el color es en estos cuadros una aparición). Ni siquiera se utiliza para sugerir el movimiento, que es siempre el argumento esencial de la pintura. Estas son las gramáticas al uso del color, análogas a las que ordenan lo que se pronuncia. La poesía va siempre más allá, busca situarse en el extremo del lenguaje, donde decir se confunde con no (lograr) decir. Velilla sitúa el color bajo el amparo extremo de la poética. La misma que acoge a las palabras cuando son concebidas como inestabilidad. Como acaso. Como luz oscura. Pero el pintor no escribe en estos lienzos contemplados, al pintar los colores los conduce al lugar donde pierden su función (igual que las palabras en un poema) gramatical. Los sitúa donde su significar —el significado de un color es la acumulación de lo sustantivo que ha coloreado— permanece desasido de todo cuanto pueda ser sustantivo. El color que nada colorea al colorear. Que carece de condición, o mejor, que la desconoce al tratar de conocerla. Estos cuadros son apariciones y son latencias. De lo que se sabe (el color) y al mismo tiempo se ignora (lo coloreado). Un pie que al caminar se posa sobre un suelo que no es capaz de sostener el paso. Este hundimiento, esta inestabilidad, que lo es de visión y de pensamiento, describen el acto de mirar la pintura. Una fuga encuadrada en una tela que, de repente, arrastra la mirada que la observa hacia su intemperie cromática. 

14, lunes. Septiembre. De los lectores. Práctica del epigrama 21


Estoy de acuerdo en que la función esencial de la escritura es su posterior lectura. No estoy seguro, sin embargo, de que lo más importante para la vida de un libro sea el hecho de que tenga o haya tenido «lectores». Nunca he descubierto ningún interés en este concepto. Primero porque se suele confundir la figura del lector con la del comprador de libros. Recuerdo que a principios de los años 80 un ensayista alemán, que tuvo éxito con uno de sus libros, se pagó una encuesta para saber con exactitud qué tanto por ciento de compradores habían leído el libro. El resultado se me quedó grabado como una cita: un 20%.  Como buen aficionado a las librerías de viejo, por otra parte, he visto tantos libros con el punto en la página veinte, corroborado por las arrugas del lomo. En segundo lugar, porque es imposible resumir lecturas y lectores en un único significado. Nada hay a veces más heterogéneo que dos lecturas de un mismo libro, aunque ningún crítico se dé por aludido. Ayer, por casualidad, vi una entretenida comedia romántica norteamericana, en el canal Sundance, protagonizada por un novelista. Me gusta ver películas con escritores, porque no hay otro subgénero que presente mayores dosis de ficción. Su título: «5 to 7», dirigida en 2015 por Victor Levin. Una típica comedia romántica, con drama y moraleja final. Y delicioso guion, eso sí. Pero lo mejor aguardaba en la última frase, pronunciada por una voz fuera de la pantalla (detesto los narradores en cine, aunque en este caso tuve que cambiar de opinión), que decía algo así como: «...puedes estar seguro de que la novela que acabas de leer fue escrita para un único lector», afirmación que documentaba perfectamente la película. Y de repente, este concepto sí lo entendí. Quien más se preocupó por estas cuestiones fue el poeta estadounidense Wallace Stevens (1879-1955): qué hace genial al artista, qué caminos conducen al éxito y qué relación mantener con la sociedad. Para formarse una idea de estos asuntos acumuló citas sobre el asunto en un cuaderno que se ha conservado y publicado: Sur plusieurs beaux sujects (1998). En una de estas citas anotadas, extraída de la reseña de un libro de jardinería (dudo que exista una fuente filosófica más peculiar), se lee: «El arte de la vida… consiste ante todo en la creación de un entorno en el que uno disfrute de cierta importancia». Una idea a la que la época actual le ha dado la vuelta imponiendo que «hay que ser muy importante para una multitud de desconocidos». Y he aquí el principio de la desesperada soledad y acomplejamiento de tantas personas que con mucho menos podrían ser felices. 

8, martes. Septiembre. Práctica del epigrama, 20



Un amigo se lamenta de la moda en la que se ha convertido la escritura de aforismos. En una antología a finales del XX, el autor consignaba una docena de libros del género publicados en todo el siglo. Hoy eso debe de ser lo que se publica cada mes. Menos, en todo caso, que los libros de poemas y las novelas que aparecen. De todas formas, sí existe un «boom», que es como se denomina en historia la irrupción conjunta de un fenómeno literario. Los efectos de esa explosión multitudinaria y unánime son siempre dobles: hay escritores que se apuntan al boom con entusiasmo, muchos; y hay escritores, pocos, que se alejan del boom cuanto pueden. Como mi amigo, que me cuenta que ya no escribe aforismos, sino solo textos fragmentarios. Pondré un ejemplo doble de la actitud ante el boom, el de Néstor Sánchez (1935-2003), ascendido por el éxito de la novela hispanoamericana en los años 60 y desertor (hasta las últimas consecuencias) de ese éxito en los años 70. También yo confieso haber publicado en pleno boom aforístico un libro de aforismos. ¿Serán ahora los epigramas una forma de salir corriendo de la explosión, o mi manera de acercarme más a su epicentro? Quién sabe.

30, domingo. Agosto. Teoría del lector. Práctica del epigrama, 19



Ya he sido en otra época algo más goloso de lo que aún soy. Ahora me modero. El poeta Alberto Pimenta me enseñó en Lisboa la manera adecuada de ser goloso. Mi amigo adoraba el chocolate. En el supermercado podía pasar media hora mirando y memorizando cada tableta: origen, composición, tanto por ciento de cacao. Un erudito. Cuando iba a comprar con él y quería darle un poco de prisa, cogía una que me parecía buena y la colocaba en el carro. ¡No, qué herejía había cometido! La sacaba de inmediato y la devolvía a su estante. Nunca lo vi comprar chocolate. Un día me contó que de niño le encantaba, pero no podía comerlo porque era un producto caro, que en su casa solo compraban en contadas ocasiones y se servía como excepción. Eso sublimó su pasión por el chocolate ya para siempre. Pero ahora que conseguir una tableta es algo común, podría incluir chocolate en todas las comidas, lo que resultaría, por cierto, poco conveniente para su salud. Se libera, me confesó aquel día, del intenso deseo de chocolate intentado saberlo todo, pero sin consumirlo. Y así, también, cuando come una pastilla convierte el día en festivo. Como esos poetas que no son lo suficientemente buenos para publicar su obra y se convierten en admirables estudiosos de obras ajenas. Algo así. Aquel día, cuando me lo contó, no entendí nada, claro. Era joven —él entonces rondaba mi edad actual— y no quería saber nada de restricciones. Pero con el tiempo recordé la lección y he comprobado su utilidad: de lo que me gusta termino sabiendo mucho, pero consumo lo mínimo, de modo que aquello con lo que disfruto constituya siempre un acto singular. No una adicción. ¿Qué gracia tiene comerse un helado cada tarde? Mejor solo aquel día en el que el helado lo convierte en un acontecimiento.

25, martes. Agosto. Didáctica del oxímoron. Práctica del epigrama, 18



Llevo el coche al mecánico. Me atiende en el concesionario un tipo con un mono moderno, impoluto, que deja ver debajo camisa blanca y corbata. Le miro las manos y me da la impresión de que si su hijo le pidiera que le arreglara la bicicleta le daría cincuenta euros para que fuera al mecánico. Es curioso, nadie querría ser atendido por un médico con las manos sucias y creo que un mecánico con las manos limpias produce una desconfianza semejante. Recuerdo a los mecánicos de coches de antes, en una imagen casi cinematográfica por su precisión. Mi padre arrimaba el morro del coche a la puerta umbría del taller (titulado siempre con el nombre de pila del mecánico) y de las sombras aparecía un tipo avinagrado, con un mono lleno de grasa, limpiándose las manos sucias con un extraño trapo formado por jirones o recortes de una tela algodonosa, un trapo plural en su composición, pero unánime en la cantidad de grasa acumulada en cada uno de los flecos. Y mientras se acercaba y gruñía algo parecido a una pregunta, el mecánico seguía limpiándose concienzudamente las manos con la suciedad personificada en la tela. Creo que no he olvidado la escena por el carácter didáctico que tenía. Ahí aprendí, antes que en Góngora, el impactante valor del oxímoron.