7 de diciembre, jueves. Balada del llanto


En el silencio de la noche, un ladrido basta para despertarlo. Si otro perro le responde, aunque sea a lo lejos, llora. Y ya no hay manera de dormirlo. Enciendo la luz de la lámpara más tenue que tengo. Si abro los postigos de la ventana, el resplandor de la farola ilumina más. Le susurro palabras dulces. Me muevo despacio por la habitación. Dudo. Y rezo para que el susto que ha alertado al perro haya pasado de largo. Y se tumbe, cierre los ojos. Esté calladito. En las noches en calma, no hay ningún otro ruido. Ningún argumento para que no siga durmiendo. Solo si uno ladra. La cerilla que inicia, a veces, el incendio de ladridos. Y cuando se despierta, abre los ojos de par en par. Ríe o llora, según. Quiere que le coja. Levantarse. Jugar. Pero de repente mira la ventana y la oscuridad le asusta. No hay nadie más en casa. Solo estamos el bebé y su madre. A veces me gustaría verme en una fotografía así, bailando con él en brazos en mitad de la noche para tratar de calmarlo. Creo que la imagen me produciría una ternura infinita. La necesito, porque no siempre la experimento mientras protagonizo la escena.

         Pero no hay nadie para fotografiarnos. Ni al bebé, ni a mí. Ni cámara. La aborrecí. Le empecé a hacer fotos, como una posesa, al recién nacido. Hasta que me puse a verlas. En todas estaba solo. Un bebé precioso, muy bonito, pero tumbado en la cuna, en mitad de mi cama, en el sofá, en la alfombra, en el cochecito, en el césped del parque. Yo hacía las fotos y su madre no aparecía por ninguna parte. Un día fui a hacernos un selfi y casi se vuelca desde brazo con el que lo sostenía. Ya no le hago fotos. Que lo guarde la memoria, y si la memoria lo borra con el tiempo, que lo lamente la melancolía, que para eso está. Cuando viene alguien a casa, a verlo, a veces nos hacen fotos juntos. Pero se las llevan. Me da cosa pedírselas. Mendigar una estampita. Si ha quedado bonita me la envías, me atrevo a sugerir. Claro, claro, me dicen. Pero tengo la impresión de que cuando salen de casa las borran de inmediato, para que no ocupen el espacio de las fotos que les gusta hacer. ¿Para qué quieren una foto nuestra, del bebé y mía, si no somos nada suyo?

         A veces, cuando los perros se han lanzado a una sinfonía desaforada de ladridos, y ya nada hay en el mundo que pueda sujetarlo a la cuna, lo levanto y lo paseo por las habitaciones. Le cuento cómo será su vida cuando sea mayor. Habrá unos años hermosos, mientras te lleve de la mano al colegio cada mañana, le explico. Pero cuando crezcas te pelearás conmigo. Querrás dejar los estudios, irte por ahí, vivir tu vida. Enterrarme. Aprovechar que no tienes padre para deshacerte de tu mami, le digo. Te olvidarás de escribirme y yo, como una idiota, abriré cada mañana el buzón que sabré que permanece, como siempre ha estado, vacío. El trabajo te absorberá mucho cuando te telefonee para saber de ti. Me lanzarás promesas, le cuento, igual que de niño le vas a lanzar migas a los peces del estanque, y luego te darás la vuelta y echarás a correr a la caza de una lagartija. Es la vida, le aclaro. Y él me responde: gu gu. Y danzamos, solos en mitad de la noche, los dos completamente despiertos, el ballet de La bella durmiente.

[Cuaderno de ficciones, página 13]