CARTAS AL s XX | 16 de junio de 1962, sábado. Garota de Ipanema


En aquella época admiraba a un poeta portugués que nadie conocía en Brasil, Fernando Pessoa, aunque se había hecho llamar por otros nombres, como quien huye de que alguien le reconozca. Tenía un alter ego, Álvaro de Campos, que era un poeta futurista y escribía sonetos. Aún recuerdo uno de memoria, en especial unos versos que creía escritos para mí: «Ve a dar después / la noticia a esa extraña Cecily» —¿quién sería mi Cecily?— «Que creía que yo sería grande». ¿Heloísa? Sí, tal vez lo haya sido. ¿Creía Helô que el camarero que le vendía cigarrillos sueltos a diario sería grande? Quienes me rodeaban sí han acabado siendo grandes, los mayores de la música popular brasileña, y grande en especial resultó aquel día que ahora, antes que recuerdo, se ha convertido en la única historia que se puede contar de mi vida. Ni sé las veces que la he explicado. Hasta la muchachita de los cigarrillos ha acabado siendo una celebridad que vende bikinis por todo el mundo. Todos enormes menos yo, el único que estaba seguro que de verdad lo sería.

Sea como haya sido, el caso es que todo empezó por mí. Sin mí, nada de lo que ocurrió hubiera existido. Y no lo digo por las bebidas que les serví aquella tarde, como tantas, a Tom y Vinícius, dos habituales del Bar Varela, en Ipanema, donde trabajaba como camarero. Tom mediaba la treintena, yo era más joven, solo la presentía, y Vinícius era mayor y un escritor conocido. Un señor. Aunque se comportaba como un adolescente. Habían venido a trabajar. La mesa estaba invadida por papeles. Era un sábado de junio. Empezaba entonces el invierno. No había demasiada clientela, así que me distraía oyéndoles discutir.

Vinícius de Moraes, el poeta, había escrito una escena para un musical en la que trabajaban juntos. Se la explicaba a Tom en voz alta y con profusión de gestos. No necesitaba estar encima de ellos para seguir la secuencia. La cosa iba así: el personaje llega cansado de todo, de tantas complicaciones, de la ausencia de poesía, ni pajaritos vuelan por el cielo, con miedo a la vida y con miedo al amor. Y en una tarde así, tan vacía, ve una muchacha preciosa que avanza meciéndose camino del mar. Este era el motivo de la discusión. Tom Jobim aducía que aquella muchacha era de cartón. Que a la legua se veía que no existía. Que no servía como revulsivo de la abulia del personaje. No mostraba vida. Ni alma. Vinícius defendía a brazo partido lo que había imaginado. «Verás —decía—, está hecho polvo, necesita un horizonte. La escena es exactamente eso, una epifanía, ¿no lo ves?». Y Tom reponía: «Claro que lo veo, pero la muchacha que aparece de la nada carece de cuerpo, no existe. Nadie la ve. Ni tu personaje, que la describe con la misma pasión que un funcionario sella una póliza». «En absoluto —clamaba el poeta espoleado porque había dedicado a la administración pública una parte de su vida—, lo decisivo es que el personaje la vea, y a través de él el público será capaz de admirarla en su mente como si fuera de carne y hueso, bien real». Y remataba la faena con un buen ataque: «Además, que sea creíble o no solo depende de tu música, así que ponte las pilas».

De repente Tom se calla, deja de objetar, se queda con la vista perdida, pero no se le ha extraviado. Ahí es donde entro yo en escena. Me llama: «Oh, Paulo, ¿de quién es esa guitarra?». Y señala un bulto que parece olvidado en una esquina del bar, al final de la barra. «Es que después tengo ensayo —le digo—, pero si quieres te la presto». «Claro», afirma. La desenfundo y se la acerco a la mesa. Marca un par de notas y me dice que está bien afinada. Se lo agradezco igual que Álvaro de Campos las palabras de su extraña amiga Cecily. No sé si Tom Jobim también creía que yo sería grande, pero él ya lo era. Como nacido de la nada empieza a tocar, en mi guitarra, un compás de samba, pero más lento, más etéreo, una ensoñación de música con la virtud de arrancar aquel instante del tiempo.

Y como por arte de magia, en aquel exacto instante entra en el bar una jovencita ataviada para adentrarse de inmediato en la playa. Cruza la sala por completo con paso descuidado, pasa delante de la mesa donde Tom rasguea mi guitarra y se detiene al final de la barra, donde le vendo a diario un par de cigarrillos sueltos del paquete que tenemos para estos casos. Me deja en la mano los cruzeiros habituales, se da la vuelta y se dirige hacia la calle con la misma dulzura en el paso que Tom le imprime a las notas en la guitarra, que sigue sonando, casi sin que nadie pulse las cuerdas, porque tanto Vinícius como Tom se han quedado con la boca abierta como si por delante de ellos hubiera atravesado la sala una visión. Y en ese mismo momento, la voz rota de Vinícius, como si estuviera recitando de memoria una letanía, empieza a cantar sobre los compases de Tom: «Mira qué cosa más linda, más llena de gracia, es la muchacha que viene y que pasa con dulce balanceo camino del mar. Moza de cuerpo dorado por el sol de Ipanema, su contoneo es más que un poema, es la cosa más linda que he visto pasar».

«¿Quién es?», me pregunta luego Vinícius enseñándome la servilleta donde ha caligrafiado de cualquier manera todo lo que se le ha ido ocurriendo mientras improvisaba. Como respuesta solo sé balbucir algunas informaciones inconexas: «La llaman Helô, es una vecina a quien sus padres no le dejan fumar». Y el poeta, con los ojos iluminados, clama: «Benditas prohibiciones».