En la radio escucho una anécdota
musical que me emociona. Hablan de James Taylor. En mitad de
un concierto le pidió que subiera al escenario a su amiga Carole King, que
estaba entre el público escuchándole. Carole King era entonces, sobre todo,
compositora, y Taylor había cantado alguna de sus canciones. En aquella ocasión
los dos interpretaron una pieza nueva, aún desconocida, «You’ve Got A Friend».
Meses más tarde Taylor, en el estudio de grabación, había cerrado ya el nuevo
álbum cuando el ingeniero de sonido descubrió que quedaban unos minutos libres.
El mismo técnico le recordó aquella canción que le había oído cantar junto a
Carole King, y le sugirió que la grabaran con la banda como prueba. Improvisaron
los arreglos y al oír el resultado ya intuyeron que sería el emblema de Mud Slide Slim and the blue horizon. El
disco apareció en abril de 1971. La canción llegó enseguida al número uno. Poco
después se publicaba en la voz de su autora, Carole King, en un disco ya mítico
de la música del siglo XX, Tapestry.
Mi
ejemplar de Tapestry lo conseguí, creo,
en 1973. La memoria suele ser un archivo olvidadizo que solo conserva algunas
postales de uno mismo. Una que guardo intacta es la de aquella mañana de
sábado. El anterior había ido al centro con mis padres a comprar un tocadiscos.
Imagino la lata que les habría dado. El vendedor incluyó en la adquisición un
disco de James Last, un adalid de la música orquestal, y mi padre sacó del
desván uno de sus sueños de adolescencia y se llevó un LP de Carlos Gardel.
Aquella semana, entre Last y Gardel, casi consiguen hacerme odiar la música,
pese a lo extraordinariamente bien que sonaba mi tocadiscos, el único que tuve
mientras duró la primera vida del vinilo. Al sábado siguiente reuní 300
pesetas, ignoro de dónde las sacaría, y me fui a un supermercado, un modelo de
comercio entonces novedoso, de hecho, el primero que se abría en el barrio, en
la esquina de Capitán Arenas con Manuel Girona. Había visto que en una esquina,
bajo los ventanales que daban a la calle, había un aparador con discos. De
madera lacada en blanco. Allí pasé las horas estudiando todos los discos. Dudo
que tuviera entonces ninguna otra información más allá de la obvia (Beatles o
Rollings). Podría haber comprado un disco de cualquier grupo que conociera de
nombre, pero algo, ya no puedo recordar qué, me condujo a elegir el disco de
una cantante absolutamente desconocida para mí. Carole King. No sé ahora si me atrajo
la cubierta —la serenidad de un interior, el banco de madera, el cojín, las
cortinas, el gato desenfocado, una puerta cerrada al fondo—, o quizá la imagen
de la cantante —sobre todo la melena rizada, parecida a la que tuve cuando
dejaron de obligarme a ir al barbero—. De todas formas, no solo fue mi primer
disco, sino que se ha mantenido durante casi cincuenta años en el número uno de
mi hit parade.
Lo cuento con el halo nostálgico de lo anecdótico, pero al recrearlo me doy cuenta de que hay en la circunstancia ciertas premoniciones. En aquel instante de mi primera decisión importante, me fie más de la intuición en el vacío que del suelo sólido de las referencias proporcionadas por la época. No sé tampoco si este comportamiento poseía en el momento algún componente sociológico. Si los adolescentes de los 70 preferían indagar en lo desconocido, o si solo era una rareza mía, que he mantenido toda la vida. En música y en literatura. Para bien y también para mal, pues siempre he preferido encontrar a consolidar. Al menos de la mitad de los libros que he leído carecía de influjo externo para leerlo. Creo que, si aquel día hubiera elegido un disco de los Beatles, ahora esperaría para leer a que aparecieran los best sellers de la temporada. Es decir, sería otra persona. Si Carole King no se hubiera decidido a cantar aquella noche junto a James Taylor quizá su historia musical se hubiera trenzado de otra manera. Hay en lo fortuito siempre detrás un elemento que parece fruto de la necesidad, sin que se consiga saber nunca dónde acaba lo casual, dónde asoma lo esencial, qué decide el devenir de los acontecimientos; si lo eventual moldea el carácter, o lo sustancial condiciona cuanto ocurre. Quiero decir, claro, sin que uno lo sepa sobre sí mismo.