La
plaza del Norte contribuye con su grano de arena a la desorientación esencial
de la ciudad. Tampoco es una plaza de la ciudad,
sino de Gracia, cuando era un pueblo desde el que, en días claros, se veía
a lo lejos la muralla de otro mundo que ya amenazaba con expandirse sobre la
llanura agrícola. A diferencia de aquel monstruo que acabó por atrapar a la
villa provinciana, y que desconoce lo que es una plaza, Gracia es un pueblo
organizado alrededor de sus plazas. Pero la del Norte tampoco está al norte de
Gracia, si acaso al noreste, que es donde los ciudadanos de esta ciudad sitúan
el norte, veo, ya desde antiguo. Por eso cuando los barceloneses consultan un
mapa de Google orientado no reconocen nada. Viven su ciudad con su particular sentido,
más de poblado maya que de campamento romano. Lo que, para ser una ciudad
inscrita sobre un plano tan racional, resulta curioso.
No es la única anomalía de la plaza del
Norte. Es tal cual una plaza ferroviaria. La preside la estación, el edificio
de los Lluïsos, una institución religiosa que ha derivado en una entidad
cultural. Enfrente, al otro lado de la plaza, una serie uniformada de bloques
menestrales evoca el alojamiento para el personal ferroviario. En medio, dos
líneas paralelas de bancos de madera, bajo la umbría de nostálgicas acacias, no
podía reproducir con mayor exactitud el orden de una sala de espera. Una plaza
ferroviaria por donde no pasa ninguna línea de trenes.
Si regresara a la infancia de repente,
creo que elegiría la plaza del Norte para que me llevaran mis padres a la
salida del colegio. Es la que más se parece a las plazas donde disfruté de
niño. La zona de juegos infantiles está rodeada por una cerca de madera,
discreta y práctica, sin asomo de remilgados diseños, y el interior preserva el
oro de la infancia: un pavimento de abundante arena. Quizá se refería a esta
plaza, la de la infancia recuperada en el significado de sus arreglos
urbanísticos, Salvador Espriu cuando escribió «I com m’agradaria
d’allunyar-me’n, / nord ellà» («Cómo desearía partir / hacia el norte») en el
más famoso de sus poemas, aquel donde reconoce «Però no he de seguir mai el meu
somni» («Pero no cumpliré mi sueño») porque por un presente nómada en el tiempo
no es necesario que pasen trenes que alejen del lugar.