El
poeta norteamericano Robert Creeley (1926-2005) anota en un ensayo
autobiográfico que al principio estaba convencido de que «toda forma, todo ordenamiento de la realidad
implicada, tenía que venir, de algún modo, de la condición misma de la
experiencia que la exigía». He recordado esta formulación al contemplar las
fotografías que Claudia Andujar (1931) les hizo durante décadas, desde 1970
hasta fechas recientes, a los pueblos indígenas de la selva amazónica, y en
especial a la tribu de los Yanomami. La forma
que se espera de una experiencia así
sin duda es la crónica fotográfica, incluso la imagen antropológica. Nada más
lejos de lo que veo en las piezas expuestas en las paredes de la fundación
Mapfre. Filtros de colores estridentes, encuadres y enfoques subjetivos, inquietante
iluminación, capturas de movimiento, dobles exposiciones sobre el mismo
negativo. Creeley cuenta cómo el contacto con otros artistas le hizo «cambiar
de opinión por completo» y le abrió paso hacia una manera de pensar el proceso
artístico «que hizo de la cosa dicha y de la manera de decirla un hecho
integral». Y esta —lo captado por la cámara y la manera de captarlo— es también
la poética formal de Claudia Andujar en el magistral retrato de los Yanomami,
una obra fotográfica integral en la
que la experimentación formal de cada imagen posee el mismo valor que el asunto
etnógrafo que retrata.
La estética que la fotógrafa
suizo-brasileña llevó a los lugares más recónditos de la Amazonia era aquella
con la que la generación joven que en los años 60 y 70 intentaba modificar
desde sus raíces el orden de la visión establecida frente la realidad. De la
misma generación que Creeley, que sus coetáneos Beat, el movimiento hippie y el
arte pop. Lo que singulariza la obra de Andujar es que el peso del tema de sus
imágenes, su impresionante valor etnográfico, adensó también el trabajo formal
de experimentación fotográfica. Y al aumentar la intensidad de lo captado, la
concepción integral del acto fotográfico implica que creciera en la misma
medida el interés formal de la imagen: el lirismo de la ausencia de iluminación
en el blanco y negro, la prodigiosa vitalidad en el color, la libertad de
encuadres y enfoques, las veladuras, los contrastes... Contemplar este trabajo
formal sobre el inquietante universo indígena resulta el motivo de admiración
más relevante de la visita. O, mejor dicho, debería
resultar, porque la exposición no solo presenta las piezas ya históricas, fruto de su convivencia
artística con los Yanomami durante los años 60 y 70, sino la trayectoria de la
fotógrafa y de su país de adopción hasta el presente.
Y es este presente y sus devastadoras presiones
para incorporar la Amazonia a la civilización occidental el que impone sus
argumentos sobre la concepción integral de la artista y obliga a regresar al
punto de inicio, en el que las formas
están condicionadas por las experiencias. Ante tal agresión de la vida
indígena, la fotógrafa ha acabado convirtiéndose en un activista en defensa de
los derechos del pueblo Yanomami. Quien supo captar las singularidades de su
cultura milenaria se ha convertido ahora, muy a pesar suyo, en cronista de su decadencia.
Hay dos fotografías que impacta ver reunidas en una misma sala, disparadas por
una misma persona. En el plazo de su vida Claudia Andujar pudo mostrar tres
yanomamis en plena selva, ataviados con su vestimenta tradicional, apenas un
cordel atado a la cintura para fijar el pene y las pinturas y collares
rituales, en cuerpos sanos y fibrosos.
Una fotografía de 1970 que resume siglos de una civilización propia.
Otra placa, cuarenta años más tarde, muestra a los hijos de aquellos yanomamis
con cuerpos y vestimentas que delatan solo marginalidad de otra civilización,
la occidental. Una constatación que le da a la obra fotográfica de Claudia
Andujar una dimensión que sin duda es la que más lamenta la autora, ser la
última testigo de la desaparición de una civilización en manos de la zafiedad y
de la codicia del presente.