Los documentales pertenecen a un género cinematográfico que no facilita las afirmaciones claras. En general se opina que resultan muy necesarios y que hay que apoyarlos, pero luego nadie va a verlos al cine. Ya los echarán por la tele, se piensa a menudo. Y, de hecho, da pereza ir a ver un documental, pero si al final uno se anima el resultado es casi siempre satisfactorio. En fin, un género esquivo hasta con sus detractores. Es lo que me ocurrió el jueves pasado. Se proyectaba un «pase extra» de «Elliott Erwitt. Silence Sounds Good», película de Adriana Lopez Sanfeliu (1). Menos mal que mis amigos Laura [Pérez Vernetti] y Andrés [Salvarezza] (2), que lo vieron en el pase normal, me avisaron de su interés.
Elliott Erwitt (1928) era para mí, hasta este documental, uno de los grandes fotógrafos contemporáneos. Ahora es también un rostro familiar —a veces amable, otras crispado—, un fantástico conversador y alguien que lucha denodadamente con la edad sabiendo que no conseguirá vencerla, pero de momento puede ir ganando batallas. «Solo soy serio en no tomarme nada en serio», dice de sí mismo, pero no es más que una frase. Su ejemplo es un poco menos retórico y algo más hondo. Erwitt se muestra exigente y riguroso solo en un aspecto, su trabajo. La fotografía. El resto —su casa, su forma de relacionarse, su manera de hablar y hasta de pensar— son de una informalidad que roza el descuido. Un carácter, se diría, muy neoyorquino. Un modelo que aquí a veces llega deteriorado, a través de imitadores que resultan descuidados en la esencia de su trabajo e inoportunamente exigentes en inocuas formalidades.
El documental regala algunas reflexiones sobre el arte que no dejo pasar por alto. La primera es posible que suene a tópico; de hecho, la puede decir cualquier persona, pero en la voz de Elliott Erwitt gana una connotación que estremece. «Una fotografía no es más que una mirada». Se da por sentado que el hecho de que la gente mire es, digamos, objetivo. Igual que se cree que la gente entiende lo mismo al leer lo mismo. O piensa cuando está pensando. Mirar, pensar, leer… lo más arduo que un ser humano tiene que aprender suele estar ausente de cualquier aprendizaje reglado. Se da por hecho. Y así nos va. Me gusta ver cómo miran los adolescentes. Si caminan por el campo, miran al suelo; por la ciudad, miran a un desconocido punto de fuga (4). Si se les obliga a detenerse en un mirador, contemplan su móvil. Es obvio, nadie les ha enseñado a mirar y no son capaces de ver nada. Eso pone nervioso a cualquiera. La cosa empeora, porque en esta época se nutren a todas horas de imágenes, compulsivamente, como quien trata de ocultar que en realidad no entiende nada de lo que ve. Si uno les deja una cámara, inmediatamente posan y se fotografían a sí mismos. Una fotografía es solo el resultado de lo que uno sabe ver cuando mira.
Más adelante Erwitt formula otra definición interesante: «La fotografía es composición, contenido y magia». El interés aparece cuando la directora del documental, y a su vez amiga del fotógrafo, le pide que explique qué es magia. Elliott se niega. Adriana insiste con un argumento algo pedestre: «si lo cuentas en todas las entrevistas que te hacen». Elliott responde que realmente los periodistas siempre le preguntan lo mismo, se irrita y se cierra en banda. ¿Qué magia sería aquella que se pueda explicar?, debe de pensar Erwitt. Y tiene razón. ¿Cómo le denominamos a eso que hace que, ante dos composiciones correctas y un contenido similar, insistamos en mirar solo una de las dos? Magia. Los clásicos, los antiguos, conocían bien el efecto. Destacar era imponer en una reunión de poetas la visión propia ante un tema obligado. Los participantes decían lo mismo, con técnica parecida, pero solo uno enamoraba a todos. Hoy el arte le ha dado la vuelta al calcetín: lo obligado es que nadie lo haya hecho antes. La magia ha pasado a ser una cuestión policial. Si se descubre un precedente, el encanto se devalúa. Cosas de la época.
Aquello que Erwitt dice se ha dicho ya muchas veces, pero él lo repite con magia. Lo que, sin embargo, no se suele decir es lo que espontáneamente suelta mientras su editor y él miran fotos antiguas. Llegan a una donde aparece un niño negro, con una sonrisa espléndida, que está apuntándose con una pistola en la sien. Erwitt la hizo cuando tenía veintipocos años. «Es mi favorita —dice—, es mi favorita porque no tiene significado. Cada uno puede ver en ella lo que quiera ver». Y es cierto. Ante esa foto —niño sonriente con pistola en la sien— uno no sabe qué ha de pensar. Esta es su lección magistral en la película. Una fotografía no es una mirada que crea significados —nos ahogamos en su exuberancia—, sino que los destruye.
Notas:
1. El acento ausente es cosa de la autora, no mío.
2. En su Diario, que leo estos días, veo que Virginia Woolf pone el nombre de sus amigos y el editor contemporáneo añade entre corchetes el apellido. Como mi diario jamás tendrá editor ni comentarista, me toca, como autor —cervantinamente (3)— ser también su editor, así que les pongo yo los corchetes. Y comento en nota al pie: «Laura Pérez Vernetti, dibujante de cómics, y Andrés Salvarezza, fotógrafo, a quienes el autor conoció en un ascensor del Ateneo a principios de siglo».
3. Por el hecho de que Cervantes el único papel que se atribuye a sí mismo es el de haber comprado su libro en un mercadillo. Aunque bien pensado, no solo lo compró, sino que también pagó un traductor. Posiblemente fuera el primer productor de la historia. A falta de productores en la época, tuvo que ingeniárselas.
4. Vivo a cinco minutos del instituto —cruzo tres calles— y mis compañeros, que tardan cuarenta minutos en llegar, me dicen —diciéndoselo a sí mismos—: «te encontrarás con alumnos por la calle». Suelo responderles: Continuamente, aunque rara vez me ven.