Un escritor no debe hablar de política, al menos como escritor. Eso lo tengo claro. Ahora bien, un escritor tampoco debe dejar de hablar de lo que quiera. También lo tengo claro. En el pulso de ambas verdades hoy decido hablar de democracia.
Un término inflacionario. Cuando era niño descubrí en casa de mis abuelos paternos un fajo enorme —tipo mafioso de película rodada en Brooklyn— de billetes alemanes. Como entonces el prestigio del marco era grande, pensé que había encontrado una fortuna. Lo metí en una caja de zapatos, apreté la tapa para cerrarla y me dispuse a vivir el resto de mi vida de lo hallado. Con el tiempo supe que aquellos billetes no valían nada. Que se imprimían en su época como si fueran papel de periódico. Es una buena metáfora para el término «democracia». Dentro o fuera de una caja de zapatos, no sirve ya para nada. De todas formas, constatando estas cosas, se dice poco.
Lo peligroso de la devaluación de la «democracia» no es su fonética ni su morfología, sino que se desvirtúe su significado. Es posible que estemos entrando, sin darnos cuenta, en una tercera fase histórica del término. La primera versión democrática nos la dieron los griegos. En Grecia tenían claro que el poder era el representante de los ciudadanos, o mejor —aunque eso ahora no importe porque siempre ha sido así— de los considerados como ciudadanos. Esta representación se obtenía en Grecia por sorteo. El azar entregaba el poder a unos ciudadanos para que lo administraran en el nombre de todos. Primera fase. La segunda es nuestra democracia occidental: los ciudadanos (los considerados...) eligen a sus representantes. Y en general, creemos que esta es la democracia que se disfruta en el presente en los países que se denominan democráticos.
Ahora bien, es muy posible que la segunda fase se mantenga en muchos lugares, pero en otras democracias, a ver si me explico, la elección de los representados ha pasado a un segundo plano en el proceso de obtención del poder. En esta tercera fase no parece que lo definitorio sea la elección de los ciudadanos, sino la voluntad del mandatario para serlo. Lo que define a los nuevos electos no es que los hayan votado, sino que ellos han querido ser los elegidos. Los han elegido, pero los electores parecen, en esta nueva fase democrática, no guiados por la razón de las ideas, sino por la voluntad de un individuo para ser el presidente. Es esta voluntad, con un rasgo individual muy definido, el elemento esencial de la elección, mientras los líderes convencionales de los partidos, sometidos a su coyuntura, languidecen con la exclusiva fuerza de las ideas, que ya no parecen interesar a nadie.
Esta tercera fase, reconocida claramente en Estados Unidos, tampoco está lejos de lo que ocurre aquí. Manual de supervivencia titula la peripecia que le ha llevado a la presidencia del gobierno al actual presidente, y si se analiza este proceso con atención, los rasgos definitorios no han sido nunca la existencia de sensibilidades políticas diferenciadas dentro del partido, sino única y exclusivamente la voluntad del actual presidente para serlo de su partido y serlo de su país. Sin esa voluntad omnímoda, que eclipsa incluso a sus propios electores en el partido y en el país, en ambos casos con un protagonismo difuso e inconcreto, sería impensable su elección al cabo de las diversas caídas en desgracia. Son dos casos diferentes. En Estados Unidos, la voluntad del presidente para serlo se mantiene en su acción diaria, por encima del funcionamiento institucional, en España, felizmente, la voluntad es solo una estrategia de ascenso, sin traducción en el comportamiento institucional.
Si se consolida esta tercera fase, en la que lo definitivo no es la elección popular sino la voluntad omnímoda de ser elegido, ya no se podrá seguir hablando, en propiedad, de «democracia», sino de una suerte de autocracia temporal sustentada por un movimiento de masas. Concepto, si me permiten la expresión, muy feo. Por cierto, alguien tendría que explicar por qué el aumento de la inteligencia colectiva parece llevar aparejado, indefectiblemente, el crecimiento de la estupidez colectiva. O por qué razón el aumento de la información colectiva produce desinformación generalizada.