30, lunes. Diciembre. ¿Cuándo escriben los escritores? Divertimento de fin de año



A los poetas del Siglo de Oro uno se los imagina siempre en mitad de una vida ajetreada, llena de actividades ajenas a la escritura. El caso de Lope de Vega resulta ejemplar. Apenas pudo hacer algo con su tiempo que no fuera ensuciarse los dedos con la pluma de cálamo. Solo sus comedias, repartidas por los días que vivió, le salen a una media de doscientos versos. No he hecho la estadística de los sonetos, pero tampoco se queda atrás. Sin embargo, si uno piensa en Lope no lo ve jamás quieto, siempre de aquí para allá, siempre con las manos limpias, cortejando a unas, visitando a otras. Cada poeta del Siglo de Oro tenía una vida en su siglo y otra, que es la que nos ha legado, personal, más obsesión que oficio. Es la impresión que da. En el XVIII ocurre al revés. Los escritores supieron extraer todo el jugo social a su posición. Si escribían o no, no se sabe, pero en lucir galas de homenaje y recibir agasajos eran maestros.
     El Romanticismo le dio la vuelta a la imagen de los escritores. Dejaron de tener vida civil para dedicarse en exclusiva a la escritura. De hecho, la mayoría escribió poco. Obras intensas, sí, pero breves. Al peso, una nimiedad. Sin embargo, no es posible imaginar la vida de un poeta romántico sin verlo pluma —mejor, plumilla metálica— en mano. La estilográfica solo llegó a tiempo para los simbolistas. Tal vez por eso mantiene su encanto. Los simbolistas son la quintaesencia de esa concepción de la escritura como don sagrado.
     No todos los románticos se llevaron bien con la época, pero ninguno desmiente la trascendencia de su vocación. Fueron hábiles también en cobijar su oficio bajo el amparo de la filosofía y sublimaron la triple asociación que los justificaba: Belleza-Verdad-Bondad (BVB). Ante tamaña idealización, ¿quién no se rinde? Los realistas. Como su nombre indica, bajaron de los cielos la función del escritor y lo pusieron, no a escribir obra, sino a publicar libros. Voluminosos al principio, aunque luego se dieron cuenta de que les retribuía lo mismo uno de cuatrocientas páginas que uno de doscientas. Fueron grandes trabajadores de la escritura, o mejor, buenos operarios. Cobraban por horas.
     El siglo XX, cuando lo dejaron actuar las guerras y las posguerras, que en general relegan las ensoñaciones de la escritura al altillo de los trastos inútiles, supo aprovechar las dos enseñanzas del siglo precedente, sabiamente combinadas. A la idea de cobrar por los libros —libros, no obra—, le vincularon la propuesta filosófica romántica, aunque con otra filosofía. Y transformaron la BVB en un trinomio que sirvió para que fueran muchos los escritores que, como había ocurrido en el siglo XVIII, escalaran rápidamente los arduos peldaños sociales: Prestigio-Dinero-Poder (PDP). Escritores tan famosos, ricos y prepotentes en su momento no los ha habido como en el siglo XX. Quizá la imagen aberrante de Cela paseándose por el país con un Rolls Royce, una «choferesa negra» —como la llamaban entonces— y el escudo de una petrolera sea el emblema del PDP; aunque con el tiempo se vea que a muchos les amarillea el papel de ese prestigio. Paradojas de la época: cuando no es necesario imaginarse a los escritores porque salen en la tele, se le ve en tan penosa pose.
      El siglo XXI ha arrinconado la literalidad de la «escritura» —de la raíz indoeuropea skrībh, que significaba rayar, arañar— para acoger con brazos abiertos un artilugio cuya concepción implica la sustitución del usuario en un plazo mayor o menor de tiempo. Es decir, los escritores —como ya han hecho los traductores— enseñamos a redactar a nuestros verdugos. Una paradoja que, aun sin producirse todavía —salvo para quienes respondan sus correos electrónicos con las frases de «inteligencia artificial» que les ofrece gratis la cuenta—, ya ha producido daños irreparables en la imagen del escritor. Más profundos incluso que el circo finisecular. Para empezar, ha reducido las trimembraciones filosóficas del pasado a dos elementos. Los centrales, Verdad y Dinero, han desaparecido por completo del horizonte cultural. Y los otros dos se han emparejado, anulándose uno al otro entre los diversos derivados de la Multitud, algo así como: [(Belleza + Prestigio = Todos) + (Bondad +Poder = Nada)]. De modo que la fórmula filosófica que ampara el presente de los escritores sería una suerte de doble binomio TT-NN, que traducido suena a Todos hacen de Todo, Nadie vale Nada.

26, jueves. Diciembre. Midiendo la métrica



Con frecuencia, al hablar, una misma palabra posee significados dispares. De hecho, es algo que ocurre con todas las palabras. Esta es la riqueza de la lengua y, a veces, la pobreza de los hablantes, que prefieren los significados contables. Las civilizaciones antiguas, por ejemplo, desconocían la relación palabra-objeto. Nombraban características, esencias, formas de aparecer. Y el mismo vocablo servía para peine y para rastrillo, pongo por caso. La riqueza de la lengua estaba en establecer asociaciones, no en identificar cada cual con su par, como necesitan urgentemente que ocurra los traductores automáticos. Pensaban la lengua igual que ahora los humoristas buscan perversas asociaciones entre las palabras y la realidad. Y también cuando el coloquio se desinhibe, pero prefiero el símil de humorista. El día en el que triunfe la utopía de una palabra igual a un único significado se quedarán, como los traductores, sin trabajo. Y los demás, sin sonrisas ni buenas traducciones.
      Este extenso párrafo que precede ha intentado alejar el inicio del asunto que me he propuesto tratar esta tarde. Es una estrategia diversiva para ver si en el camino descubro otro motivo y me olvido del previsto. Pero no logro engañarme. Lo enunciaré, a ver si me da ánimos: voy a hablar de métrica.
     Con ser palabra de significados restringidos, conviene desde el principio distinguir dos modos de encararla. El renacentista y el neoclásico. La métrica renacentista tenía, a su vez, dos principios cuya enseñanza es posible que no haya caducado del mismo modo que su moda, la ropa acuchillada, continúa vigente. El primero es que la métrica se convirtió en el modo de integrar —entreverar sería palabra más acertada— el significado en todos los niveles del lenguaje, desde el sonido, el ritmo, el léxico —obviamente—, la sintaxis, hasta la estructura. Es decir, el significado dejaba de significar desde las palabras para sonar, ritmar, reiterar y fluir desde el propio lenguaje como una orquesta sin solistas. Visto desde esta perspectiva, la métrica no es un conjunto de reglas, sino el camino para ahondar en la capacidad significativa del lenguaje.
     El segundo principio renacentistas es que la métrica estaba al servicio del poeta para que este alcanzara la mayor perfección y excelencia posible en su obra. Era la pértiga que consigue alzar al atleta varias veces por encima de su altura. 
     La métrica neoclásica —y su nombre no la sitúa solo en el siglo XVIII, el siglo XX ha sido feraz en métricas neoclásicas— prende en la concepción opuesta. Es aquella métrica que, desligada por completo del significado, solo tiene un único fin: cumplir con rigor el conjunto de normas fosilizadas en su manual de uso. Es decir, coloca a los poetas a su servicio. Pese a la inutilidad de sus enseñanzas, no se puede dar por agotada esta especie de métrica fósil. Cada vez que la poesía pierde la confianza en sí misma, recurre al manual de normas. Y no solo la poesía, la política tendría mucho que contar sobre el asunto.
     Realizada esta advertencia, la definición de métrica surge diáfana. Es, literalmente, la partitura del poema. Es decir, cómo quiere el autor que el poema se lea en voz alta. Cómo distribuye acentos y sílabas, dónde coloca las pausas, incluso en qué tempo desea que el poema sea leído y, quizá también, comprendido. Desde este punto de vista, la métrica no puede ser fallida. Puede ser clásica, contemporánea o al libre albedrío, pero siempre reflejará el modo cómo el poeta ha pensado la dicción del poema. El poema sí puede ser fallido, por pobreza en sus recursos o simplicidad en su contenido. Pero no su métrica. Incluso cuando altere las normas de la métrica clásica —por hipermétrico, por ejemplo— responderá siempre a la idea fonética que el poeta mantiene de su poema. Podrá ser un mal poema, pero será por otras razones. Es como quien dice es un mal coche porque está sucio; podrá ser un mal coche, pero los buenos también se ensucian.
     La concepción de la «métrica» resulta, pues, diversa, pero también lo son las rigurosísimas normas que infringe quien no se atiene a las reglas. Voy a poner un ejemplo. En medios medievalistas hubo una cierta polémica de ecdótica en la transcripción de un alejandrino del Libro del Buen Amor que normalmente se lee así «Como al ave que sale de uñas del açor» (801). Un medievalista lo consideró verso hipométrico y propuso en su lugar esta lectura del verso, que entonces sería «métricamente perfecto»: «Como el ave que sale de manos del açor». He contado los términos literales del debate. Pero para la métrica ambos versos son alejandrinos perfectos, aunque uno no lo sea para un especialista en poesía medieval. Porque “de manos” tiene las mismas tres sílabas que “de uñas”, pues siendo la “u-“ inicial tónica, no podrá formar sinalefa —no se puede pronunciar en castellano— con la átona precedente. Como se ve, ni siquiera las normas ya son lo que eran.


21, sábado. Diciembre. Mirando a quien mira



Los documentales pertenecen a un género cinematográfico que no facilita las afirmaciones claras. En general se opina que resultan muy necesarios y que hay que apoyarlos, pero luego nadie va a verlos al cine. Ya los echarán por la tele, se piensa a menudo. Y, de hecho, da pereza ir a ver un documental, pero si al final uno se anima el resultado es casi siempre satisfactorio. En fin, un género esquivo hasta con sus detractores. Es lo que me ocurrió el jueves pasado. Se proyectaba un «pase extra» de «Elliott Erwitt. Silence Sounds Good», película de Adriana Lopez Sanfeliu (1). Menos mal que mis amigos Laura [Pérez Vernetti] y Andrés [Salvarezza] (2), que lo vieron en el pase normal, me avisaron de su interés.
      Elliott Erwitt (1928) era para mí, hasta este documental, uno de los grandes fotógrafos contemporáneos. Ahora es también un rostro familiar —a veces amable, otras crispado—, un fantástico conversador y alguien que lucha denodadamente con la edad sabiendo que no conseguirá vencerla, pero de momento puede ir ganando batallas. «Solo soy serio en no tomarme nada en serio», dice de sí mismo, pero no es más que una frase. Su ejemplo es un poco menos retórico y algo más hondo. Erwitt se muestra exigente y riguroso solo en un aspecto, su trabajo. La fotografía. El resto —su casa, su forma de relacionarse, su manera de hablar y hasta de pensar— son de una informalidad que roza el descuido. Un carácter, se diría, muy neoyorquino. Un modelo que aquí a veces llega deteriorado, a través de imitadores que resultan descuidados en la esencia de su trabajo e inoportunamente exigentes en inocuas formalidades.
      El documental regala algunas reflexiones sobre el arte que no dejo pasar por alto. La primera es posible que suene a tópico; de hecho, la puede decir cualquier persona, pero en la voz de Elliott Erwitt gana una connotación que estremece. «Una fotografía no es más que una mirada». Se da por sentado que el hecho de que la gente mire es, digamos, objetivo. Igual que se cree que la gente entiende lo mismo al leer lo mismo. O piensa cuando está pensando. Mirar, pensar, leer… lo más arduo que un ser humano tiene que aprender suele estar ausente de cualquier aprendizaje reglado. Se da por hecho. Y así nos va. Me gusta ver cómo miran los adolescentes. Si caminan por el campo, miran al suelo; por la ciudad, miran a un desconocido punto de fuga (4). Si se les obliga a detenerse en un mirador, contemplan su móvil. Es obvio, nadie les ha enseñado a mirar y no son capaces de ver nada. Eso pone nervioso a cualquiera. La cosa empeora, porque en esta época se nutren a todas horas de imágenes, compulsivamente, como quien trata de ocultar que en realidad no entiende nada de lo que ve. Si uno les deja una cámara, inmediatamente posan y se fotografían a sí mismos. Una fotografía es solo el resultado de lo que uno sabe ver cuando mira.
      Más adelante Erwitt formula otra definición interesante: «La fotografía es composición, contenido y magia». El interés aparece cuando la directora del documental, y a su vez amiga del fotógrafo, le pide que explique qué es magia. Elliott se niega. Adriana insiste con un argumento algo pedestre: «si lo cuentas en todas las entrevistas que te hacen». Elliott responde que realmente los periodistas siempre le preguntan lo mismo, se irrita y se cierra en banda. ¿Qué magia sería aquella que se pueda explicar?, debe de pensar Erwitt. Y tiene razón. ¿Cómo le denominamos a eso que hace que, ante dos composiciones correctas y un contenido similar, insistamos en mirar solo una de las dos? Magia. Los clásicos, los antiguos, conocían bien el efecto. Destacar era imponer en una reunión de poetas la visión propia ante un tema obligado. Los participantes decían lo mismo, con técnica parecida, pero solo uno enamoraba a todos. Hoy el arte le ha dado la vuelta al calcetín: lo obligado es que nadie lo haya hecho antes. La magia ha pasado a ser una cuestión policial. Si se descubre un precedente, el encanto se devalúa. Cosas de la época.
     Aquello que Erwitt dice se ha dicho ya muchas veces, pero él lo repite con magia. Lo que, sin embargo, no se suele decir es lo que espontáneamente suelta mientras su editor y él miran fotos antiguas. Llegan a una donde aparece un niño negro, con una sonrisa espléndida, que está apuntándose con una pistola en la sien. Erwitt la hizo cuando tenía veintipocos años. «Es mi favorita —dice—, es mi favorita porque no tiene significado. Cada uno puede ver en ella lo que quiera ver». Y es cierto. Ante esa foto —niño sonriente con pistola en la sien— uno no sabe qué ha de pensar. Esta es su lección magistral en la película. Una fotografía no es una mirada que crea significados —nos ahogamos en su exuberancia—, sino que los destruye.

Notas: 
1. El acento ausente es cosa de la autora, no mío. 
2. En su Diario, que leo estos días, veo que Virginia Woolf pone el nombre de sus amigos y el editor contemporáneo añade entre corchetes el apellido. Como mi diario jamás tendrá editor ni comentarista, me toca, como autor —cervantinamente (3)— ser también su editor, así que les pongo yo los corchetes. Y comento en nota al pie: «Laura Pérez Vernetti, dibujante de cómics, y Andrés Salvarezza, fotógrafo, a quienes el autor conoció en un ascensor del Ateneo a principios de siglo». 
3. Por el hecho de que Cervantes el único papel que se atribuye a sí mismo es el de haber comprado su libro en un mercadillo. Aunque bien pensado, no solo lo compró, sino que también pagó un traductor. Posiblemente fuera el primer productor de la historia. A falta de productores en la época, tuvo que ingeniárselas. 
4. Vivo a cinco minutos del instituto —cruzo tres calles— y mis compañeros, que tardan cuarenta minutos en llegar, me dicen —diciéndoselo a sí mismos—: «te encontrarás con alumnos por la calle». Suelo responderles: Continuamente, aunque rara vez me ven.


16, lunes. Diciembre. Lorca en miniatura



Apenas miden nueve centímetros y medio de ancho, doce de alto. Dos miniaturas. Los encuentro muertos de frío en el montón de lo más barato en un puesto en San Antonio, el mercado dominical de libros viejos. Pago un euro y medio por cada uno. Solo ver el diseño geométrico de los cinco rectángulos enmarcados ya me ha producido un escalofrío. Es el que utilizó Josep Janés i Olivé, poeta y editor, en los volúmenes que publicó en 1937 y 1938, en la editorial que fundó durante la Guerra Civil.
     Esta es la colección de menor tamaño de cuantas fue publicando Janés en aquellos años aciagos. La denominó Oreig de la Rosa dels Vents. Proyectó un volumen semanal. Y en las solapas aparece la lista de los libros que quería traducir al catalán y publicar. Los poetas alemanes seleccionados, que no llegaron a salir, eran Hölderlin y Rilke. Los rusos, que tampoco, Pushkin y Maiakovski. Y el país en guerra, razón por la que solo alcanzó a publicar diez números. Cinco poetas catalanes, uno francés (Mallarmé), dos ingleses (Shelley y Poe), uno portugués (Teixeira de Pascoaes) y García Lorca, que no se edita traducido, sino en versión original. Entre 1940 y 1941 por lo menos media docena de editoriales publicará literatura clásica en volúmenes de tamaño similar, entre ellas la célebre colección Yunke, la colección Más allá de Afrodisio Aguado, ediciones de la Gacela, la colección valenciana Flor y Gozo, la colección Polen o la colección Muérdago de editorial Tartessos, entre otras. Todas ellas con multitud de títulos y ediciones, fruto del final de la guerra y del heroico ejemplo de La Rosa dels Vents.
      Sus volúmenes se imprimían en un papel de mala calidad, oscuro, áspero, pero con una tipografía modélica. Hay descuidos de bulto: el número dos sale dos veces y, claro, no hay tres; y el precio, 1,5 pesetas, se mantiene en varios volúmenes después de subirlo a 2 pesetas, enmienda que se hace con un sello de goma. Sin embargo, cada uno iba precedido por un pequeño estudio. El propio editor prologa el de Federico. Habla de «formas», de «raíces» (y cita la poesía árabe), de «música». Hace observaciones que se agradecen: «su poesía es fluida, pero no sencilla». Y cierra la nota biográfica final con una frase de hielo: «Su trágica muerte se produjo a medidos de 1936». La antología elige poemas de cada libro y acaba con una sección de «Poemes diversos» con tres textos que más tarde formarían parte del póstumo Poeta en Nueva York (1940).
      El ejemplar que encontré ayer en el mercado le suma a la trágica época en la que fue impreso lo mal que le ha tratado el tiempo. Manchas de tinta secas, papel sucio, aunque los pliegos fueron cortados perfectamente, sin rasguños. Manchas ocres del tiempo sobre el mal papel, pero felizmente ninguna anotación. No siempre van de la mano libro y lectura en lo que uno encuentra en el mercado de viejo. En ocasiones es sobre todo lectura (libros corrientes más baratos), y alguna vez, con suerte, son sobre todo el libro, una edición primera, o curiosa, como la que encontré ayer y me traje a casa no por leerla, sino por salvarla. La edición que luego, por la tarde, abrí solo por contemplarla y me quedé atrapado en la tipografía, en el tiempo que latía en el papel, en la inagotable sorpresa lorquiana, leyendo una vez más los poemas en los que mi memoria, solidaria con su fatiga por lo diminuto, sustituía a los ojos.

11, miércoles. Diciembre. Lo que sucede cuando no pasa nada



Al final de la mañana el cielo se ha ido cubriendo como una llamada telefónica a deshora. Tras varios días soleados y anticiclónicos, radiantes, una luz taciturna ha invadido el ambiente. A primera hora de la tarde ha empezado a chispear. No he comprendido la euforia que me ha hecho, en la misma boca del metro, darme la vuelta y emprender el camino a casa a pie. He pensado al principio que lo hacía por llevar en la bolsa de la espalda un paraguas. Lo he abierto. Encima, una lluvia bien educada hacía sus pinitos en el teclado sin demasiada pericia. Se diría que transcribía un poema en la máquina de su hermano mayor. Lo oigo como quien escucha ruidos en el piso de arriba. Una grisura monótona apaga el despropósito de colores chillones en el que hemos convertido la ciudad. Luego he pensado que de ahí procedía la alegría.
      Solo después de caminar un buen trecho he descubierto la razón. Bajo este mismo cielo plomizo, bajo esta penumbra húmeda y viscosa he vivido durante las últimas tardes. Tardes así: «los árboles estaban completamente negros y el cielo, encapotado —un martes de enero de 1915— sobre Londres». Hoy páginas y realidad se han fundido, no he tenido que vivir bajo dos luces diferentes. Por eso he vuelto caminando. Para disfrutar de la lectura.
      Virginia Woolf inicia su diario el primero de enero de 1915. Escribe en él durante treinta y tres días seguidos. El tres de febrero lo abandona. El trece lo reanuda solo por tres días. Luego empieza a sentirse mal y el malestar desemboca en una desbordada crisis nerviosa. No reanudará su diario hasta el verano de 1917, y con entradas menudas, el día resumido en unas pocas líneas.
      El dos de enero del 15 empieza así: «Si tuviera que elegir un día representativo de nuestra vida —de la suya con Leonard Woolf— elegiría uno así». Desayuna. Habla con su casera. «L. & yo nos sentamos a garabatear nuestras cosas». Leonard una reseña, Virginia cuatro páginas de una novela desconocida. Comen. Leen los periódicos. Salen con el perro a dar un paseo. Hablan de la nueva costumbre de ponerle cortinas a las ventanas. El 29 de enero se pregunta: «¿Diré que «hoy no ha sucedido nada» como hacíamos en nuestros diarios cuando empezaban a decaer? No sería verdad. El día ha sido más bien como un árbol sin hojas». Trabajan en sus escritos, comen, pasean hasta el río, toman el té a la vuelta. Luego Leonard acude a una reunión.
       A veces me pregunto para qué se escriben diarios si en su esencia aspiran a reflejar eso, el tronco despojado de la vida cotidiana. Porque cuando describen las hojas del árbol, aquellos días llenos de sucesos, pierden su naturaleza de diarios al ocultar lo que realmente pasa por la vida, el tiempo. El que he tardado en llegar, caminando bajo la lluvia menuda, londinense, de la tarde, y el tiempo que le he dedicado a escribir en una cuartilla estas notas, que solo pueden acabar con una pregunta cuya respuesta se parece a un partido de tenis, cualquier término que se afirme inmediatamente sale disparado hacia el opuesto, que, a su vez, tras ser pronunciado regresa hacia el contrario: ¿El árbol es el tronco o son las hojas? ¿La vida, continuidad o excepción?

7, sábado. Diciembre. Lo poético de la poesía.



El otro día, en la prueba final de la evaluación le propongo al grupo de primero de bachillerato, en clase de Lengua, que componga un «Alfabeto medieval» con las nociones que se han explicado sobre la cultura medieval. Una de las alumnas, Minerva, acaba su trabajo con la siguiente entrada: «Verso: era lo que hacía literaria la obra».
    Desde entonces me da vueltas en la cabeza la curiosa redacción de esta frase. No es aplicable a la Edad Media. Don Juan Manuel, por ejemplo, sí tuvo una conciencia literaria escribiendo en prosa, aunque obviamente esta palabra aún no existiera. La Celestina prefirió el modelo humanístico, en prosa, al clásico, en verso. Pero es una buena manera de comprender la clasificación aristótelica. Verso épico y verso dramática. La literatura de la época. 
     Traslado el asunto a la clase de Literatura Universal, donde tengo menos alumnos (solo el 20% del alumnado de letras, mientras el 80% restante cursa a esta hora Economía y Administración de Empresas, cosas de la época). Les pregunto qué identifica a la poesía como poesía. A coro responden: la rima. Hay uno que disiente: que no llega al final de la hoja. Una perífrasis que hubiera entusiasmado a Góngora. Como estamos en Literatura Universal, les digo, vamos a investigar qué identificaba como poesía al Poema de Gilgamesh, unos, y qué a la Ilíada, otros. Se ponen a buscar y lo encuentran pronto.
      El Poema de Gilgamesh, según explican unos tras leerlo en Wikipedia, posee una métrica parecida a la hebraica. Investigan un poco más. Se basa en paralelismos semánticos, generalmente repitiendo conceptos en dos hemistiquios dentro de un mismo verso. Buscamos ejemplos. Están por todas partes: «Lo oculto vio, desveló lo velado». La Ilíada está compuesta, dicen inseguros los otros, por hexámetros dactílicos, sin que sepamos qué significa eso, añaden. Se lo explico. Y les conduzco desde allí a la métrica silábica y a la rima románicas, exactamente aquello que convierte en poética una obra. El timbre nos devuelve a los asuntos mundanos. El recreo, cada cual con su bocadillo en las manos.
     Mientras aguardo en el Café que se libere La Vanguardia, le doy vueltas a lo que hace poética una obra. La rima ya es de museo, y aunque siga creyendo en el verso métrico compruebo que cada día estoy más solo organizando los acentos. Basta con abrir cualquier libro de poemas para, al empezar a leer, sentir un pequeño arañazo en las palabras, detenerse y ver un acento en quinta. El Arte Mayor Castellano lo tuvo. Duró menos de cien años, época en la que los poetas cultos prefirieron, por evitarlo, el octosílabo, un verso de arte menor. Pero es tan frecuente ya esa medida libre que no me queda más remedio que darme por perdido. No hay nada peor que quedarse el último en el cuarto de la tradición y que le toque a uno apagar la luz.
     Ahora bien, precisamente por esas libertades, la pregunta cobra mayor inquietud en este momento: ¿qué se considerará hoy que convierte en poesía a un poema? La respuesta que se aproxime más a esta cuestión quizá sea la que le he leído a Giorgo Agamben quien, siguiendo las huellas de Walter Benjamin, plantea ideas como que el «habitar en la lengua no va dirigido solo al intercambio de mensajes, sino que es sobre todo gestual y expresivo». La observación es interesante, pero difícil de concretar, y cuando lo hace apunta hacia territorios aún más difusos: «el vocabulario de toda lengua contiene en realidad en su interior una lengua inexistente que nadie o casi nadie conoce, y precisamente esa es la lengua de la poesía». Una idea tan sugerente como el fantástico helado que una tarde de intenso calor se come alguien delante de nosotros el día en el que hemos salido a la calle sin ni siquiera unas monedas en el bolsillo. Sugerente definición de lo poético, lo escrito en la lengua interior de una lengua, pero ¿cómo escribir un poema con palabras inexistentes?
      A un autor anterior, historiador del arte, le leí en cierta ocasión una idea interesante, aunque no venía a cuento de nada de lo que trataba en el libro donde la escribió. De repente la recuerdo. La busco. Sí, aquí está. Menos mal que indiqué el número de página en la última hoja de cortesía. El libro es un pequeño alegato contra la pintura contemporánea y se titula Ver y saber. Lo publicó en 1948 el historiador y marchante Bernard Berenson (1865-1959), hoy casi en el olvido. La frase parece no decir nada: «Lo prosaico es probarlo y retocarlo [la creación artística] con la pluma y el lápiz para que signifique para los demás casi lo mismo que para nosotros». Y sin embargo, lo dice todo.
     Si la prosa («lo prosaico») es sincronizar el significado entre escritor y lector (es decir, el «intercambio de mensajes»), la poesía solo puede ser la asimetría del significado para quien la escribe y «para los demás». Es decir, la esencia de esa «lengua inexistente» que es la lengua de la poesía consiste en una disfunción comunicativa entre autor y lector. No quiere decir que no se tengan que entender (temor que intuyen tantos lectores que sienten alergia ante el verso), sino que no es un elemento relevante que ambos entiendan lo mismo ante lo escrito. Y esta idea, tal vez sí sea lo que convierte en poético un poema. Visto desde el lector, en lugar de la comprensión cabal de un mensaje, lo inherente a la prosa, la poesía es la construcción del significado propio en las formas novedosas y ajenas. Una definición estupenda para un momento histórico especialmente preocupado por adiestrar todos los significados mediante el desprestigio sistemático de la forma (igual que las autopistas de pago son el modo de adiestrar todos los caminos gratuitos tras su previo desprestigio). Poesía, la dicción agreste.


26, martes. Noviembre. Adicción al articulista



Al entrar en la cafetería donde acudo cada día a media mañana tropiezo con un tipo que hace el mismo gesto que yo. Si se tratara de una jugada deportiva, estoy convencido de que la posición estaba a mi favor, pero sin árbitro a la vista, he preferido dejarle paso y entrar detrás. Inmediatamente me he dado cuenta del error. Colgados delante, un ejemplar de El Periódico y otro de La Vanguardia. Mi rival antideportivo ha retirado el primero y se ha quedado con el segundo.
     Acudir a diario a la misma cafetería proporciona ciertos privilegios. Por ejemplo, llevo años sin pedir la consumición. Con el diario en la mano, me siento en el mismo lugar siempre que puedo y a los dos minutos aparece en la mesa el café tal como lo tomo. Un privilegio, claro, exclusivo para quienes disfrutan repitiendo lo que les gusta. Si tuviera yo un carácter caprichoso o tal vez propenso a las novedades no le sacaría ningún partido a este hábito. De hecho, tendría que acudir cada día a una cafetería diferente. Y aunque hay muchas, los días son más numerosos y me obligarían a repetir. De este modo, apreciando lo idéntico, me ahorro inocuas frustraciones. Aunque estas acechan desde cualquier esquina. Hoy, por ejemplo, hubiera elegido La Vanguardia que se ha llevado el infractor de puertas, y me ha tocado conformarme con El Periódico.
      Leo un par de columnas de opinión interesantes, una incluso muy interesante, y un reportaje atractivo. De reojo, sin embargo, controlo si queda libre La Vanguardia. Solo cuando me levanto para ir a pagar también lo hace el tipo de la puerta, y de pie en el mostrador, con cierta ansiedad, al borde mismo de llegar tarde a clase, abro el diario por la segunda página para leer el «Artículo del director». Y en ese mismo momento me doy cuenta de que soy un adicto a las columnas de Màrius Carol.
      Si pienso un poco, la primera adicción que recuerdo es la de los artículos de Francisco Umbral en El País. El personaje que había creado de sí mismo era tan repulsivo que he de reconocer que resultaba seductor. Esa petulancia aciaga, esa pedantería agreste de Umbral chocaba con una sociedad que empezaba a gustarse mucho a sí misma. El desvío sociológico de Umbral hacia el camino sin salida del ensimismamiento presagiaba lo que en la actualidad es el pensamiento concebido como vacuidad. Es una pena que cuando pasé a sus novelas no las encontré a la altura del escritor que intuía. Con una excepción, su canto agónico, Mortal y rosa, uno de los mejores libros escritos en el siglo XX en español. Su columna diaria en El País nada tenía que ver con personaje y novelista. Era pura creación lingüística. Una incongruencia conceptual en las páginas de un periódico: Umbral usaba una lengua que no servía para describir la realidad, sino para crearla. Tan portentosa era. Como leer en un diario no lo que ocurrirá al día siguiente, sino cómo se pensará y cómo se expresará lo que quiera que ocurra al día siguiente. Solo por leer la columna de Umbral compraba el periódico cada mañana. No hacerlo un día se castigaba con el desconocimiento de la profecía.
      Es curioso que los escritores que me han causado adicción en los periódicos no me han atraído en los libros. Durante otra época anduve colgado de la columna de última página en El País de Félix de Azúa. Nunca he podido acabar ninguna de los libros suyos que he empezado, por pesados, obvios, romos. Sin embargo, sus columnas eran vibrantes. Brillantes lingüística y conceptualmente. Durante una época se convirtieron para mí, como hubiera reconocido Barthes, en respiración. Esa bombona de lucidez que se necesita cuando los pulmones agonizan en un medio de oxígeno intelectual empobrecido. En otra época me aficioné a las viñetas de El Roto. Hasta que un día, como hizo Jorge Riechmann en el título de uno de sus libros, dejé de comprar aquel periódico. Ahora leo el que compra el dueño de la cafetería donde acudo a desayunar. Cosas de la época.
      Màrius Carol, periodista conocido antes de acceder a la dirección de La Vanguardia, nunca me había despertado el mínimo interés. Si se le escucha hablar parece que esté haciéndolo para alguien que está por detrás de uno. Esa sensación incomoda. Fomenta la antipatía. Pero un día, por casualidad, leí su «Artículo del director», en la página dos de La Vanguardia, y desde entonces creo que no me he perdido ninguno. Habla, por lo general, de asuntos de actualidad, pero parte o concluye siempre en una cita, un hecho, una referencia cultural o literaria. Esa relación entre lo contingente y la mención culta de repente crea una distancia con lo real que me despierta el gusto por pensar de nuevo lo cotidiano y perecedero, ahora a partir de la dimensión oblicua de lo literario.
      Hay un concepto que siempre me ha interesado mucho. Lo acuñó Jaime Gil de Biedma cuando publicó su último libro de versos, Poemas póstumos. Eran los poemas que había escrito tras la muerte de todo aquello en lo que había creído en la escritura de sus libros anteriores. Hay vida —era un grito más o menos así— después de todos los desengaños. Pues descubro en las columnas de Màrius Carol mi lectura póstuma de los diarios, después de la muerte del periodismo como género literario y su transformación en subgénero de la publicidad.

22, viernes. Noviembre. Diecisiete vueltas alrededor de un haiku



Los haikus seducen, tal vez, porque se descubre en ellos una manera de significar que abandonamos muy pronto. Encuentran los haikus la complejidad del conocimiento en el instante, mientras occidente lo ha buscado siempre en las ideas. Le hicimos caso a Parménides, aunque admirásemos más a Heráclito, sin comprenderlo. El poema del río que es un universo diferente cada vez que fluye con la corriente. Lo que nunca supimos concretar nos lo han enseñado los japoneses. A los japoneses se lo enseñaron los chinos. 
      Me gustaría comentar uno de los haikus de la segunda decena de la Centena de un Poeta, porque es una ironía sobre la adolescencia en mi generación. El que dice «Las ropas rezan. / Poética del biombo. / Mira el oído». 
      Contiene dos observaciones concretas y una abstracta. Hoy los biombos han perdido el uso, pero en mi niñez recuerdo que era un mobiliario corriente. Detrás de los biombos, las personas se desnudaban. De esa acción solo se percibía un murmullo al trajinar con la ropa, como si rezaran las prendas en voz baja. Ese sonido era toda una poética, es decir, una manera de comprender una realidad en la que los ojos tenían prohibido ver. No se podía mirar lo que había detrás del biombo, pero bastaba con oírlo para imaginar lo vedado. No hay en las palabras del haiku contexto personal (la adolescencia), ni contexto sociológico (el pudor), ni contexto político (la estrechez moral), tampoco proceso conceptual (el deseo), ni reflexión (el paso del tiempo), y sin embargo todo ello debería hacerse presente en el instante de leer las diecisiete sílabas. Igual que cuando se dispara un flash ante una escena sin luz, durante un instante se puede ver lo que la oscuridad oculta. No es posible contemplar la escena, como ocurre con las ideas expuestas en los poemas, sino solo entrever una imagen, el haiku.
      Es conveniente en los haikus, además de significar lo complejo de modo instantáneo, hacerlo también de manera difusa. Lo que en cine se consigue desenfocando la imagen (técnica del flou), en poesía se logra difuminádolo con la ambigüedad, bien a través de palabras polisémicas, bien mediante la confluencia de interpretaciones. En el haiku número 17 de la Centena la ambigüedad posee un carácter sintáctico. «El oído» puede ser tanto objeto directo —interpretación literal con el verbo mirar: alguien mira el oído que está oyendo, sin que se sepa quién—, como sujeto —interpretación sinestésica, es decir, es el oído quien mira—. Esta ambigüedad sintáctica acentúa, por otra parte, la cualidad borrosa que ya de por sí tiene la sinestesia.
     Este haiku, por otra parte, está escrito a partir del poema 17 de la Centena de cien poetas (1237) de Fujiwara no Teika. En la versión de Aurelio Asiain que sigo (Veracruz, 2015), el poema de Ariwara no Narihira (825-880) dice: «No se oyó nunca / ni en la edad de los dioses: / debajo del agua, / corre el río Tatsuta / teñido de escarlata». Es un hermoso poema sobre el otoño, el río baja tan cubierto de la hojarasca rojiza caída de los árboles que oculta sus aguas. Según cuenta Asiain, en la época en la que fue compuesto se introdujeron los biombos en la corte imperial, y este poema era propicio para ser «inscrito en un biombo para acompañar cierta escena, a la que se refiere o de la que parte». A partir de este hecho, el haiku escrito para mi Centena de un poeta no se inspira en el contenido otoñal del haiku clásico, sino en la idea de ilustrar un biombo. La introspección me conduce por los laberintos de la memoria hacia algunos biombos de mi adolescencia y lo que me sugerían entonces, y con esta evocación escribo las diecisiete sílabas.

17, domingo. Noviembre. El género de los sueños



Hace un par de años salí de la consulta del urólogo con una cita inmediata en el hospital. Y poco después, la camilla donde viajaba tumbado entró en un área restringida al personal del servicio, del que no formaba parte. O sí. En ese debate, como dicen los políticos, me quedé sedado. Pensaba que la cosa era un trámite. Una gestión laparoscópica sin importancia, pero al parecer estuve en la mesa de operaciones varias horas. Y lo que realmente me asustó fue la descripción que el urólogo hizo de su trabajo días después, en la consulta. Si me lo llega a explicar antes, no me pilla.
      El caso es que ahora no me puedo quejar de nada. Todo en mi sistema de evacuación de líquidos transcurre con normalidad. Solo he descubierto un sutil cambio. Hasta hoy no era consciente de él, pero de repente he atado cabos. Un cambio en los sueños. Cuando la vejiga considera que ya está harta de la dorada agua que alberga, recuerdo haber soñado antes, muchas noches, cómo tenía que buscar un lugar para aliviarme, probando aquí y allá, sin encontrarlo. De hecho, solo lo descubría cuando de golpe me despertaba y me encaminaba al baño; no en lo onírico, sino en lo real. Hace dos años que ese sueño de investigador desesperado de lugares propicios para la micción ha desaparecido en mi repertorio nocturno. Y ha sido sustituido por otro, bastante más agresivo. Deriva siempre, como el anterior, de otro sueño que discurre con la habitual y ligera irracionalidad. Pero, de repente, sucede algo que me sume en la frustración. No sé, pierdo el móvil, me roban en una esquina, cito solo los casos más benignos, los otros hasta me dolería ahora contárselos a las palabras.
      Como el sueño de hoy. Estoy en la puerta de una casa que no distingo bien y empiezan a salir conocidos de un amigo y escritor. Su pareja se da golpes con la cabeza contra la pared. En el sueño entiendo lo que está pasando. Me despierto asustado, con una clara desorientación —si se me permite el oxímoron—, y durante unos segundos ignoro si el sueño ha conseguido traspasar la piel de la realidad. Luego reparo que el único problema es que el depósito está que se sale. Y mientras lo libero me repongo de la dureza del aviso. Parece algo trivial, pero quizá posea un calado mayor del que muestra. Lo que ha cambiado en mí es el género de los sueños urológicos. Antes soñaba en clave de comedia, alguien que busca desesperadamente dónde orinar, ahora sueño tragedias.

7, jueves. Noviembre. La moda de la ropa acuchillada



En clase surge una pequeña controversia. Uno de los alumnos, quizá el que cuida con mayor esmero su indumentaria, es devoto de los pantalones caídos. Una moda que ocasiona algunos rechazos, pero que posee una innegable virtud: comprobar que cada día se ha cambiado el calzoncillo, pieza que queda no solo entrevista, sino claramente visible.
     Les pregunto de dónde nacería esta moda y al unísono me responden que en las prisiones americanas. Me parece que no fue así, les digo. Mire Internet, me responden. Enciendo el ordenador y la pantalla, y emprendemos una pequeña búsqueda. En efecto, en un primer vistazo aparece esta explicación en una treintena de sitios web de treinta resultados posibles: «los reclusos de las cárceles de EEUU empezaron a llevar los pantalones caídos por la prohibición de utilizar cinturones, un arma potencial contra otros reclusos o para autolesionarse». Con un poco de paciencia abrimos las treinta páginas, en cada una de ellas copio y pego en un documento la frase donde afirma esta teoría del origen, y el resultado es sorprendente: treinta frases idénticas. Revistas de moda, sitios de divulgación —incluso histórica—, de curiosidades, de noticias, blogs personales… no solo repiten un mismo texto, sino que incluso lo ilustran todos con las mismas fotos y dibujos como hemos comprobado. Eso es Internet. Las certezas por repetición. O mejor, por clonación.
      A mí me gusta más, les digo, mi teoría. La leí hace años en la página de un periódico del que, a diferencia de la teoría expuesta en Internet, ignoro qué camino se puede seguir para recuperarla ahora. Tampoco me acuerdo de los detalles, aunque me pareció bien documentada. Más o menos la historia era así. En cierta época —he olvidado también la década del siglo XX— el ejército americano se deshacía de excedentes del vestuario de trabajo que en sus almacenes carecían de salida. Se trataba, en general, de ropas de tallas muy grandes que tenían un uso escaso, pero que quizá por las inercias burocráticas se fabricaban en igual número que las tallas corrientes. El caso es que de vez en cuando, en los mercadillos de Brooklyn y de otros barrios periféricos, aparecían a la venta unos tejanos de extraordinaria calidad a un precio ínfimo, que las madres de los suburbios obreros compraban para sus hijos, aunque estos usaran diez números de talla menos. Al cabo de poco tiempo, centenares de jóvenes esbeltos y musculosos lucían por las calles unos fantásticos pantalones de la talla 45 que les resbalaban por la cintura y les sobraban por todas partes. Y esa excentricidad al poco tiempo dejó de serlo y se convirtió una década más tarde en una moda.
     De hecho, continúo la explicación, no es la primera vez que ocurre. Mi única obsesión en las clases es esta, entrelazar el presente con el pasado, aunque normalmente lo hago al revés, conecto formas y contenidos de la historia de la literatura con hechos del presente que el alumnado pueda reconocer enseguida, como Enkidu y Tarzán. El inicio del fenómeno de la moda en nuestra era, tal como hoy la comprendemos, se puede situar en el Renacimiento. Tras mil años de vestuario heredado y gremial, pues los medievales se vestían con el uniforme de su estamento o de su gremio, el siglo XVI revolucionó ideas y costumbres. De repente, cada cual quería vestir conforme a su propio criterio. No existen transformaciones ideológicas que no hayan prendido antes en los hábitos cotidianos. Se puede documentar esta manía obsesiva por el vestuario singular en algunos relatos de la época. Por ejemplo, el diplomático centroeuropeo Siegmund von Herberstein (1486-1566), que desempeñó 69 misiones fuera de su país y fue además autor de una obra notable sobre la vida en Rusia, escribió al final de sus días unas memorias en la que se ocupó casi al completo por describir con todo detalle cada uno de los trajes que se había mandado confeccionar. O el prodigioso caso de Matthäus Schwarz (1497-1560), contable de la familia de banqueros más importante de Alemania, quien a los veintitrés años encargó un retrato con sus mejores ropas y continuó haciéndolo durante los cuarenta años siguientes, hasta reunir una colección de 140 acuarelas con todo su vestuario al completo. Un conjunto que encuadernó en piel y denominó Libro de los Trajes. Título que a partir de entonces tendrían muchos libros de éxito.
      Estos desafueros —que sin embargo no nos resultan tan extraños— documentan la ofuscación de las clases altas por su vestuario, pero el origen de los pantalones caídos no está relacionado con el gusto por la moda de las clases altas, claro, sino con un fenómeno paralelo entre las clases populares. Que también se produjo en el Renacimiento, quizá por vez primera.
    A lo largo del siglo XV paulatinamente el vestuario masculino se había ido ajustando más al cuerpo, de modo que a principios del siglo XVI se daba la circunstancia entre los soldados que el vestuario que obtenían como botín de las batallas que vencían, quitándoselo a los adversarios caídos o apresados, les resultaba inútil o incómodo si no coincidían las corpulencias de vencido y vencedor. Antes de renunciar a las ropas requisadas, de un gran valor en la época, a algunos soldados se les ocurrió acuchillarlas, para hacerlas más holgadas, aunque por la parte rajada aflorara el recubrimiento interior de la prenda —plumas, algodón u otros tejidos—; un color diferente que asomaba desde dentro de la rasgadura. Esta nueva costumbre causó sensación en la época y así otros soldados que no lo necesitaban acuchillaban igualmente las suyas como gesto de identidad. Calzas y jubones acuchilladas se extendieron como modelo que rompía lo monótono del vestuario común y pronto aparecieron en el mercado telas previamente acuchilladas. Y el paso siguiente tampoco se demoró. La ropa de lujo absorbió la innovación y los más altos dignatarios aparecen retratados en la época con vestuario en el que múltiples aberturas lineales dejan ver el tejido interior de las prendas. Para comprobarlo les muestro un par de imágenes:

Bernardino Licinio - Retrato de Ottavio Grimani - 1541

Georg Pencz - Retrato de muchacho sentado - 1544

La primera, el retrato de Ottavio Grimani, Procurador de San Marcos, obra notable realizada en 1541 por el pintor veneciano Bernardino Licinio (1489-1549). Tanto el jubón como las calzas de su elegantísimo traje aparecen decorativamente acuchilladas. La segunda, el «Retrato de muchacho sentado» del pintor bávaro Georg Pencz (1500-1550), con dos motivos de moda, la casaca cubierta de pequeños rasguños que traslucen en interior y el borde de la camisa blanca asomando por el cuello. La camisa era una prenda interior, como lo son nuestros actuales calzoncillos, invisibles por regla general en el vestuario externo.
      Pero en esta época empezó también la moda de estirar el cuello para que apareciera visible su borde ribeteado sobre el jubón o la casaca. Pero profe, me dice una alumna avispada, lo que nos ha contado parece que se relacione más con la moda de los pantalones rotos que con la de los pantalones caídos. Bueno, le digo, en eso tienes toda la razón. En la docencia es necesario errar en algo para que el alumnado descubra por sí mismo que ha aprendido.


4, lunes. Noviembre. Diario del viento



La naturaleza del viento resulta paradójica. La tradición romana ennobleció la brisa como elemento cuya dignidad permitía que los amantes se refrescaran en el locus amoenus. El Renacimiento descubrió tonos inusitados en esta literalidad, pero el Barroco, algo más duro de oído, prefería el ulular del aire en las tempestades. Las ráfagas que volcaban embarcaciones, que azotaban árboles en la llanura y melenas en las cabezas. Se diría que el viento expresa al mismo tiempo la perfección y la imperfección de la vida. El embobamiento ante los instantes delicados y la furia por su anunciada caducidad y pérdida.
     Al margen de las tradiciones cultas, la interpretación popular de los vientos no resulta menos violenta. En Argentina conocen los efectos de la sudestada por lo legendario de sus nefastas consecuencias. Haroldo Conti escribió un libro magistral sobre este asunto, Sudeste (1962), el primero que publicó. En el sur de la península y en Canarias a este viento se le denomina siroco. En Lanzarote viví uno completo. Su anuncio, una cinta ambarina en el horizonte, cuanto más prieta e intensa, más amenazante. El mar, la arena, el cielo; un auténtico Rothko colgado en las paredes blancas de la bóveda celeste. Cuando se desbarata el cinturón parduzco, la arena invade cualquier cavidad, se convierte en una sensación chirriante en la garganta. El calor incendia el aire, como ocurre en el interior de un horno. Confundir el propio cuerpo con una masa de harina moldeada es una metáfora recurrente. En el cénit de las sinestesias, hasta la piel da la impresión de que cruje.
     El viento que conozco mejor es el de tramontana, el del norte. Sopla con fuerza en el Ampurdán. La solidez de la piedra en las paredes da la impresión de que resulte insuficiente. Enloquece cuanto sea susceptible de movimiento. La parra que plantó mi padre en el patio de la casa, la enredadera que decora el muro del vecino, los árboles de las calles… el paisaje baila al son de un ritmo diabólico. Sus silbidos parecen la trompetería angélica que ensaya para el día del Apocalipsis.
     Ayer y hoy sopla noroeste. Aunque no se vea la intensidad de la tramontana, para la ciudad ya es escandaloso. He visto una maceta rota en mitad de una acera y ramas arrancadas de cuajo. Pero la imagen más hermosa del viento otoñal son las hojas. Por el suelo cobran vida propia, zigzagueando mitad insectos mitad ofidios, y por el aire emulan a los vencejos que llegan en primavera. Desde la ventana donde escribo me gusta seguir la trayectoria de las hojas entre los edificios. Giran sobre un eje invisible mientras ascienden y después planean como golondrinas. A los más avisados entre los humanos les muestran los caminos de la fantasía. El viento, el único escultor que continúa militando en el Dadaísmo.

3, domingo. Noviembre. ¿Qué pintan los libros en las bibliotecas?



Hace algunos años coincidí con Manuel Borrás, editor de Pre-Textos, en una mesa redonda sobre el ámbito editorial de la poesía. Tomó la palabra cuando se la cedió el presentador, saludó con gentileza y nos clavó en los asientos con una frase que nunca he olvidado: «Los auténticos enemigos del libro están dentro del mundo profesional del libro». Podría haberse despedido y acabar ahí su alocución. Don Juan Manuel escribía fábulas para los legos y un adagio final para eruditos. La memoria actúa como un sabio y solo recuerda las sentencias sapienciales, quizá con una finalidad práctica, ilustrarla más tarde, para el lego que siempre somos, con los ejemplos propios.
     En cierta ocasión, hace un par de décadas, se presentó en el instituto donde trabajaba, en una localidad de la conurbación barcelonesa, un bibliotecario. Era un antiguo alumnos que había cursado Biblioteconomía y había obtenido una plaza en la Biblioteca recién inaugurada. Quería hablar con nosotros, los profesores del instituto de la población, que le felicitamos por la suerte que había tenido. Lo que él quería, sin embargo, no era presentar sus servicios, sino que le dijéramos a nuestro alumnado que se abstuviera de ir a la Biblioteca porque, cito, «le molestaba». Me dejó entonces tan mudo como continúo ahora sin saber aún qué decir al respecto. Al explicar esta anécdota he recordado que aquella era una localidad peculiar. En cierta ocasión una alumna del instituto ganó el premio de poesía que organizaba la concejalía de cultura cada año. En el instituto nos alegró mucho el galardón, era una alumna brillantísima. Tanto como nos sorprendió al año siguiente una nueva condición en las bases: quienes participaran en el certamen debían de tener más de treinta y cinco años. No volviera a ocurrir, debieron de pensar en el Ayuntamiento, que lo ganara otro joven del pueblo. El verdadero enemigo siempre está dentro.
     Recuerdo sentencia y anécdota porque estos días me ha plantado batalla el bibliotecario de mi centro. Cuando le contrataron reunió a los profesores en su nuevo feudo y nos impartió una clase que reabrió mudeces en mí. Vino a explicarnos que lo de menos en una biblioteca son los libros. Que de hecho, lo mejor es aligerarlos (ocupación a la que se puso inmediatamente manos a la obra, antes a eso se le llamaba expurgar, ahora modernizar). Intentó convencernos de que lo importante de una biblioteca son los ordenadores y que el bibliotecario es una especie de guía cibernético. Intergaláctico, mejor. Hasta ese momento pensaba que ya teníamos algo así. Se llama sala de ordenadores y en el instituto hay cuatro o cinco. Una por cada área. Tal vez tenga razón y necesitemos otra más.
     La guerra que ha abierto contra mí el bibliotecario ha empezado por mi alumnado. Ocho horas de mi horario las imparto en la biblioteca. Dos materias de literatura, con pocos inscritos, que nos reunimos alrededor de una mesa y hacemos clase. A esas horas en la biblioteca no hay nadie y no hay lugar más adecuado para la docencia humanística. No había nadie, quiero decir, porque ahora está el bibliotecario contratado. Para formar la mesa en la que trabajamos, claro, hemos de juntar dos mesas con la finalidad de sentarnos todos, profesor y alumnado, alrededor. Pero al bibliotecario eso no le gusta. Las mesas han de estar separadas. Cuando llegan alumnas y alumnos a la biblioteca a esperarme, de manera natural juntan las mesas que él previamente ha separado. Iracundo, por mover el mobiliario les lanza la caballería y les amenaza en un tono poco acorde con el lugar. 
    El pasado jueves, cansado de tonterías, me acerqué a hablar con él. Le explico, por si no se había dado cuenta, que imparto en la biblioteca algunas horas de clase. Que necesitamos que dos mesas, de las seis que tiene la biblioteca, estén juntas. Que no veo dónde está el problema. Y me responde que a él no le gustan las mesas juntas. Que él las prefiere separadas. Y que él es allí quien decide. No supe qué responder entonces y ahora he necesitado contárselo a las palabras por si me echan una mano en la tarea de comprender el laberinto de lo humano. Y de repente me ha dado la impresión de que móviles, pantallas, televisores, etcétera resultan inocuos. Que el verdadero enemigo de los libros está dentro. Aquellos que, por ejemplo, confunden las bibliotecas con los mausoleos y prefieren ser, en vez de servidores públicos, guardianes del vacío.