26, viernes. Julio. Sobrevivir al servicio de Correos



Si Franz Kafka hubiera cumplido el día de hoy, no sé, treinta años, su siguiente novela se titularía, sin duda, La estafeta. O tal vez, si actualiza el nombre, La sucursal. Se me ha dado el caso de enviar estos cuatro últimos meses tres paquetes. Dos a Portugal y uno a Alemania. Empezaré el relato por el primero. Una carta certificada a Portugal. Un kilo. Veinticinco euros de tarifa. Un billete de avión a Lisboa para una persona de —pongamos— ochenta kilos cuesta el doble, pero no ochenta veces más. Quiero decir, no es barato.
     Me acuerdo ahora, con nostalgia, de mi envío. La editorial lisboeta Paralelo W publica unos cuadernillos preciosos, con un poema y una fotografía del excelso artista portugués Carlos Nogueira. Me invitaron a colaborar y envié un poema —que tradujo con primor Inês Dias— inspirado en una fotografía del artista. De la edición hay treinta y tres ejemplares que se numeran y se firman. Recibí el envío de Portugal con los ejemplares numerados y firmados por el autor de la fotografía, los firmé también como autor del poema, volví a empaquetarlos y los envié en lo que me pareció más seguro por ser el envío más caro: como carta certificada. Veinticinco euros.
    Es difícil explicar lo que ocurrió a continuación. La previsión era que el envío llegara en tres o cuatro días. Una semana después el editor me escribió para preguntar por qué no le llegaba. Miré el Localizador de envíos de Correos y me sorprendió comprobar que había desaparecido, tranquilamente, del proceso. Al día del envío, consignado, se anotaba su salida en el centro logístico de Madrid. A partir de ahí, nada. Vacío. Ninguna otra información del lugar donde se encontrara el envío. Inicié la aventura de las reclamaciones, que se alargó durante tres meses. Varias veces con la directora de la sucursal donde había enviado el paquete. Aprecio mucho el trabajo de los funcionarios de Correos. Por carta me han llegado noticias maravillosas durante toda la vida. Pero es difícil ya comprender qué ocurre ante una directora de sucursal que solo es capaz de mostrar gestos de impotencia. No sé, tal vez podría hacer alguna gestión, quizá haya alguien con quien poder hablar. Nada. Vacío. Reclamaciones ante Correos. Respuesta de ordenador: recibido, ya se investigará. Pero nadie investigaba nada. Reclamación ante la Subdirección General de Fomento. Abren expediente. ¿Para qué? Para las estadísticas, posiblemente, porque no han hecho nada. Vacío. Tres meses más tarde la directora de la sucursal, a quien no dejo de visitar para su disgusto, me dice que le han escrito de Madrid preguntándole si mi paquete había salido de su oficina. Lo que hace cien años fue un movimiento de Vanguardia, el Surrealismo, hoy es la vida cotidiana de las administraciones. Tres meses más tarde, la sagaz investigación de Correos sobre el paradero de mi paquete con la edición numerada de la fotografía artística y mi poema me informa que no sabe dónde se encuentra. Es decir, lo mismo que sabía yo tres meses antes. A la semana siguiente veo en el Localizador que mi reclamación está resuelta. Y el paquete, ¿habrá llegado? Iluso de mí. Me indemnizan con unos treinta euros (yo había pagado veinticinco de tarifa) y se resuelven de golpe todas las reclamaciones. Y yo, sin nada, me quedo con mi vacío.
     El segundo y tercer envíos son muy parecidos. Paso al tercero. También a Portugal. Hoy, día 26 de julio, se cumple un mes de un envío en «Paquete 72 horas». ¿Qué había en su interior? Una vez perdida definitivamente la edición de la fotografía y mi poema, solo se han salvado las copias que me correspondían como autor, de las cuales conservaba dos. Los números 24 y 33. Mis favoritos. El editor me preguntó si guardaba algún ejemplar numerado para mandárselo al artista, que se había quedado desolado con la pérdida. Tenía dos. Los metí en un sobre, fui a Correos, pregunté por un envío seguro y me ofrecieron «Paquete 72 horas». Resumo: el envío llegó a las 72 horas a Lisboa, pero nunca fue repartido. No salió del almacén. La razón, dirección incorrecta. A los cuatro días, lo devolvieron. Cuando quisimos reaccionar y el destinatario fue a Correos en Lisboa a preguntar por el envío le dijeron que, en efecto, la dirección estaba incorrecta: «le faltaba poner debajo de la dirección: Portugal». Literal. ¿Será que en Lisboa necesitan saber en qué país viven? ¿O lo consideraron un menosprecio? Lo habían devuelto al remitente, que soy yo. Pero no se ocupó Correos de devolverlo, sino un ente denominado Correos Express. Desde el 10 de julio hasta ayer he intentado por todos los medios posibles recuperar esos dos únicos ejemplares salvados de la pérdida. Era imposible saber dónde estaba el paquete. En la sucursal me decían que aún estaba en Madrid. En el localizador de Correos Express (en el que yo no envié nada, por cierto) señalaba que estaba «En reparto», en Barcelona, a las 7:43 y a las 7:45 ya se encontraba «En almacén» porque no habían podido encontrar al destinatario por «dirección incorrecta». Dirección que es, por cierto, un Apartado de Correos, en una sucursal en la que ya la directora me llama por mi nombre. El final de este envío también ha sido digno de una aventura kafkiana, pero prefiero no cansarme describiéndolo.
     El envío a Alemania fue muy parecido a este. Tras no sé cuántas llamadas, incluso a la empresa alemana, dos semanas después de la fecha prevista de llegada, se dignaron a ponerlo en un vehículo y entregarlo en las oficinas del ¡Goethe Institut!, donde al parecer, según la empresa, no había nadie para entregarlo. En Alemania. Europa está igual en todas partes.
      De este tortuoso camino he entendido lo que ocurre, tanto en España como en Portugal, y es posible que también en Alemania. El envío de paquetería y certificados está siendo desviado a empresas privadas. Pero estas empresas privadas no cobran, imagino, lo mismo de paquetes provenientes de la red pública que de sus clientes y establecen sus prioridades. Si un envío no se entrega o desaparece, tampoco eso le interesa a nadie. La investigación es nula, se indemniza con calderilla y si te he visto no me acuerdo. El personal en estas empresas, por otra parte, es temporal, posiblemente poco cualificado, rotatorio, con salarios extremadamente bajos y exigencias cuantitativas fuera del desarrollo normal del trabajo. Así que hay envíos que se reparten y otros que se quedan en el almacén para no ralentizar rutas. También favorece este sistema la aparición de mafias especialistas en la desaparición de paquetes. Me gustaría conocer las estadísticas. Seguro que son abultadas, pero a nadie le importa: la desaparición de un paquete es prácticamente gratuita si procede de la red pública. La indemnización del operador hace reír. En fin, la desintegración del sistema es tal que uno ya no puede enviar un paquete sin verse afectado. Tres de tres en los últimos cuatro meses. Todos los envíos que Correos desvía a la red privada, como es Correos Express, están condenados a tener incidencias. Es posible que todo esto continúe así hasta que Correos, como ente público, desaparezca del todo, de lo que surgirá una curiosa paradoja: la red pública excelente —con buenos profesionales y buen servicio— pasa a una red privada insuficiente —con constantes incidencias y pérdidas— hasta que desaparezca la red pública. ¿Cuál es la lógica de todo esto? No hay que ser ciego para verlo: la aplicación del criterio económico por encima de cualquier otro. Incluso el básico del servicio correcto. Todo será más barato, nos dicen, y a quién le importa si las cartas y los paquetes no llega nunca.

23, martes. Julio. Poética de la afonía en Néstor Sánchez



De la relación de mi juventud con la novela de entonces guardo un pequeño recuerdo. Aún como estudiante de letras, a finales de los años 70, en la época que se suele denominar transición y que fue un extraordinario y creo que prodigioso caos, pasé muchas tardes sentado en el suelo de las Ramblas detrás un montoncito de ejemplares. Recuerdo vagamente una cubierta color plata con un dibujo disparatado, pero no autor ni título. Los vendía un compañero de curso y se quedaba la mitad de cada venta. Había encontrado el trabajo en las páginas de ofertas del periódico. Era el propio autor quien le facilitaba los ejemplares —hoy lo llamaríamos de autoedición— que mi colega ofrecía por un precio nada barato, por cierto. No había tarde que no liquidara quince o veinte ejemplares. En ocasiones no le importaba que pensaran que era él el autor. A mí me gustaba estar allí sentado porque ver pasar a la gente por delante era un espectáculo que a cada momento se renovaba. Un día le pregunté si se lo había leído y me impartió una pequeña lección de crítica literaria que se me quedó grabada: «Vaya porquería de libro, no se entiende absolutamente nada. Es una novela experimental, menudo fiasco».
      Era lo que se pensaba del modelo literario de prestigio del momento cuando tenía dieciocho años. Y, en general, muchos escritores jóvenes se dedicaron durante la década siguiente a tratar de recuperar los elementos convencionales detestados por sus predecesores. A veces, incluso elementos francamente rancios, todo por salir corriendo de lo experimental. Con el tiempo, aquella actitud juvenil acabó por no ser nada, porque la sociedad literaria en su conjunto no tardó en asimilar el regreso a cualquier realismo como un proceso natural de la evolución literaria. Imponiendo el dogma de la legibilidad y de la comunicación como los auténticos muros defensivos del hecho literario, lo que al cabo puede haber significado, en tantos aspectos, un convencer al presidiario de lo seguro que se encuentra dentro del penal.
     Ya creía perdida para siempre mi relación con lo experimental el día en el que abrí para ojearlo, como a distancia, el Ulises. James Joyce era el santo protector de cuanto detestaba. La sorpresa fue mayúscula. No pude parar de leer. Desde la primera página —de la que pensé que no pasaría— fui absorbido por el libro con una vertiginosidad de la que me costó recuperarme. Durante un tiempo, cualquier novela me aburría. La lectura, sin embargo, no me sirvió para conciliarme con lo experimental. Al contrario, de repente descubrí el día y la noche en el ámbito de la incomprensibilidad. Como diría el marqués de Bradomín, la experimentación se divide en dos grupos: en uno está Joyce y en el otro todos los demás.
     El primer libro que leí del escritor argentino Néstor Sánchez (1935-2003) es una reedición reciente de Diario de Manhattan (Ediciones Sin Fin, Barcelona, 2017). Su autor me era completamente desconocido. Al libro me condujo el título y su lectura me proporcionó dos sorpresas que aguardan a quien se aventure en él sin quitamiedos: un diario escrito en las calles de Nueva York con una lucidez despiadada sobre la época. Copio solo un fragmento como ejemplo: «La motricidad del americano medio (marcado a fuego por alimentación artificial y un deporte de violencia y crueldad sin límites) ha perdido todo atisbo sensitivo. En su rudeza de base, en su guaranguería, se delata la presión del furor egoísta que signa la vida comunitaria. El sexo, en su nivel animal más bajo, ¿participa en aniquilarles la emoción?». En apenas sesenta palabras identifico cinco asuntos capitales de la edad contemporánea: la falsa alimentación, el espejo de los deportes de masas, la pérdida de la solidaridad, el egoísmo patológico y la pregunta final que queda apuntando sobre la cabeza de quien lo lee. Esta es solo la primera sorpresa, porque en el epílogo, donde Osvaldo Baigorria presenta al autor, Néstor Sánchez se agazapa la segunda, la existencia de un escritor tan singular como su propia obra.
    A partir de aquel momento Néstor Sánchez, se ha convertido en pasión literaria. En dos vertientes, además. Como escritor y como escritura. El propio Osvaldo Baigorria ha publicado un libro Sobre Sánchez (Varasek Ediciones, Madrid, 2017). En su lectura se describe con solvencia el caso del escritor: dentro del panorama de la nueva literatura hispanoamericana gozó de un claro protagonismo en los años 60 y principios de los 70 (publicado por Seix Barral en España y por Gallimard en Francia), pero en el curso de esta década desapareció, literalmente, como escritor y como persona, convertido en un vagabundo en Nueva York, primero, y en Los Ángeles, después. Proceso de cierta complejidad, que Baigorria documenta hasta donde es posible, en el que aparece como un elemento más, junto a otros, su rechazo radical del mercado literario, de la trivialidad cultural, de la connivencia con el poder y de la facilidad y reiteración como medios para mantener prestigio y ventas. De repente, descubro un maestro de mis propias opiniones. Durante un tiempo, lo reconozco, he conocido más cosas apasionantes de Néstor Sánchez que libros suyos leídos. De hecho, creo que hasta he retrasado a propósito la lectura por si su escritura emparentaba en algo con la que vendía mi colega en las Ramblas durante la transición.
    Como aparecida en la ciudad para forzarme a leer a Sánchez, una simpática joven argentina ha abierto una aún más simpática librería especializada en literatura hispanoamericana en una oscura calle del centro donde hubo un célebre mueblé, frecuentado por los tipos que contratan prostitutas en la zona, con un nombre muy a propósito: calle de la Virgen. La librería se llama Lata Peinada y tiene un pequeño apartado de libros de viejo. Allí encontré la primera edición de sus dos primeras novelas: Nosotros dos (Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1966) y Siberia Blues (Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1967). Ya no podía relegarlo más. Ahí estaban, al fin, los libros. Las dos primeras novelas de las cuatro que escribió. Ahí estaba, ante mí, el laberinto de la incomprensibilidad.
      El ejemplar de Nosotros dos que tengo fue comprado por Marisú Tallones Dillon en noviembre de 1966, tal como lo consigna en la página de cortesía. La novela se había publicado en mayo. Fue una de las primeras lectoras de Néstor Sánchez, aunque no dejara —como sí hago yo— ninguna huella de su paso por las páginas. Es posible que no la acabara de leer, como parecen indicar las arrugas del lomo, aunque nunca le negaría el título de «lectora». Gracias a su compra y después venta (o pérdida o lo que sea), el libro ha llegado a mis anhelantes manos. Tras el título, una cita de Julio Cortázar. Baigorria explica que Cortázar intercedió ante el editor para su publicación, pero con la condición de que Sánchez revisara algunos párrafos que le señaló como especialmente incomprensibles. Sánchez, evidentemente, no corrigió ni una coma y Cortázar se molestó.
      Ya no admitía más dilación la lectura. Empiezo: «La tarde en la que me asomé definitivamente a esta ventana una mujer sola con una malla roja tomaba sol entre las sábanas recién tendidas; lo supuse porque había aire y no se movían en la soga». Hay un inicio de época, que suena demasiado a concesión al boom, pero apenas dura siete palabras. La octava, «definitivamente», corta el ritmo, e introduce un cambio de tono. Se diría, en argot cinematográfico, que se aprecia un salto. En la escritura lo hay. Se pasa de lo genérico a lo concreto a través de un adverbio que no pega ni con una ni con otra. El interés pasa de la «tarde» (genérico) a la «mujer» (concreto), pero la frase inicial no se centra en ninguno de ambos protagonismos, sino en la observación, marginal y acaso gratuita, de que las «sábanas» aún estaban húmedas. Es decir, la frase evidencia tres niveles de lectura: el marco general «tarde», el protagonista narrativo «mujer» y la observación marginal «sábanas». Ahora bien, la estructura de la frase al avanzar prescinde de los elementos narrados para acabar concluyendo en el más tangencial, de tipo atmosférico (apela al hieratismo de la escena, narrada como una estampa). En esta primera frase los tres elementos y su sintaxis aparecen explícitos. El elemento genérico y ecoico desaparece ya para siempre de la prosa de Sánchez. La segunda frase forma solo un binomio: «Tenía una toalla de colores vivos atada a la cabeza y en la misma terraza un perro ovejero parecía muerto de un tiro». Aparece implícito el elemento protagonista de la trama narrativa («mujer»), y coordinado, es decir, al mismo nivel, un contrapunto, el perro dormido. Ahora bien, si se pesan semánticamente ambos elementos enseguida se descubre que el segundo resulta más impactante («muerto de un tiro»), también con un cambio de plano que produce un salto («toalla-tiro»). La tercera frase de la novela aplica la misma técnica, ahora dirigida al narrador en primera persona: «Me asomé, tuve el mismo miedo de siempre a la altura, el mismo desasosiego ante la posibilidad y tentarme». Toda la frase resulta coherente con la narración, salvo la última palabra, que, de repente, sitúa otro tema, latente como un subtexto de lo anterior, pero que —como el «muerto de un tiro»—, resulta más denso que la propia narración: «tentarme». Es decir, sentir la tentación del suicidio. Se observa enseguida que la narración avanza en dos líneas paralelas, un texto o curso narrativo y un excurso (de atmósfera, contrapunto o subtexto), en el que este, marginal a lo narrado, por su contundencia resulta más determinante en la memoria del lector que el primero. Conforme continúa la novela, el primer elemento —el curso narrativo— se va diluyendo mientras los excursos se arrogan el único protagonismo de la prosa, de modo que la escritura pierde de vista el hilo conductor de la narración para ir ensartando solo aspectos marginales (atmósfera, contrapunto, subtexto), unos tras otros, que van solapando cada vez de una forma más completa la comprensibilidad de la novela.
     En Nosotros dos, el proceso es paulatino y el lector solo pierde pie en la lectura ya avanzada la trama, cuando más o menos distingue personajes y acciones. En Siberia Blues el proceso se plantea de un modo radical desde la primera página. El único dato argumental es «la legendaria barra de Tomasol», un bar en el barrio de la Siberia, a partir de aquí el texto se convierte en un constante relato de excursos a una trama central que no se narra, solo se intuye por detrás como un relato de vida que impulsa la escritura. Como a veces en el teatro de sombras se intuye el brazo que mueve la marioneta. El efecto es fascinante. Cada frase escrita por Néstor Sánchez contiene elementos concretos, comprensibles, seductores en su manera de ser expresados, pero cuya integración en una trama general resulta, digamos, difícil de percibir. Por no decir incomprensible.
      De hecho, cuando desaparece la línea del curso narrativo, el resultado es como si las tres primeras frases de Nosotros dos hubieran sido escritas, más o menos así: «Sábanas recién tendidas, lo supuse porque había aire y no se movían en la soga; un perro ovejero que parecía muerto de un tiro y yo en la ventana tentándome». Cada uno de los elementos en sí mismo resulta atractivo, pero el lector tal vez no sepa responder a una pregunta sencilla: ¿Qué cuenta la novela? ¿Cómo saber que protagoniza la trama una ventana a la que el narrador se asoma para ver tomar el sol a una mujer si no expresa ese curso narrativo? De hecho, en esa interrogación sume Siberia Blues al lector que inicia la novela en estos sintagmas de una frase demasiado extensa para citarla: «Empieza con una carga algo repentina de brigada en desuso, de guitarreos viudos hace miles de años: cuarto de siglo más tarde se hace extranjera pero nostálgica referencia a los bajos entonces mal iluminados de Villa Urquiza…». Ni siquiera la situación concreta en el espacio de la trama aclara el tiempo impresionista que se traza (carga de brigada, miles de años, cuarto de siglo…), del que solo aparecen, digamos, sus metáforas.
      El resultado de este proceso narrativo de solapamiento argumental, parece obvio, conduce a lo incomprensible. Y se constata cuando Néstor Sánchez empieza a aplicarlo en su prosa narrativa de forma sistemática. Si se reúnen los tres excursos a la trama del inicio de Nosotros dos y se convierten las frases en endecasílabos, el resultado no alcanza la gran poesía, pero deja de ser incomprensible: «Recién tendidas, sábanas inertes. / Perro ovejero, muerto por un tiro. / Y yo en una ventana que me tiento». Es decir, en un poema los excursos formarían un conjunto de percepciones con absoluta coherencia poética. E indiscutible comprensibilidad. Porque la comprensión es un concepto radicalmente distinto en la novela y en el poema. La narración exige la inteligibilidad de la trama en cada una de sus movimientos. En poesía la comprensibilidad no resulta un elemento esencial del poema. Es más, es considerado por muchas escuelas poéticas incluso como un valor prescindible. Lo atmosférico, lo simbólico o la mera sugerencia resultan más determinantes en la percepción semántica que la necesidad de entender lo concreto narrativo (¿dónde, cuándo, cómo, quién?).
     En múltiples ocasiones Néstor Sánchez relacionó sus novelas con la poesía. Es más, renegó con frecuencia de la obra narrativa de sus coetáneos por ausencia de poesía. Buscó, como recuerda Baigorria, «una escritura que tuviera la condensación y el peso de la poesía». La condensación y el peso, términos que aparecen en este análisis de las primeras frases de su primera novela. Pero cabe preguntarse ahora qué idea de la poesía muestra Néstor Sánchez en su prosa. No es la métrica, obviamente, ni la pretensión temática —que es por completo narrativa, sobre todo en Siberia Blues—, ni el uso de recursos poéticos, que tampoco aparecen, ni siquiera el léxico, al completo del ámbito narrativo. Su idea de la poesía resulta reveladora: prescindir en la prosa de la exigencia de inteligibilidad. Es decir, relegar a un valor tangencial la comprensión de la trama para dar protagonismo, cada vez más exclusivo, a los excursos marginales que acompañan la acción (apreciaciones atmosféricas, contrapuntos, subtextos). Un auténtico collage de alusiones internas (¿líricas?) cuya función es eludir los componentes externos de la trama (espacio, tiempo, dirección, personajes) en un oleaje incesante de descripciones, sensaciones y hechos no vinculados a ningún desarrollo argumental perceptible. El resultado es, antes que un extenso poema, un poema compuesto por múltiples poemas breves —como el fruto de la granada— que mantiene una atención hipnótica en aquel lector que, desatento al argumento, perciba exclusivamente lo que la poesía ofrece en su lectura: condensación, peso, intuición, sugerencia y simbolismo. No es la comprensión narrativa, pero tampoco cabe denominarla incompresible. Ni experimental. Y jamás prosa poética. Si no, sencillamente, novela. Porque la herencia de Joyce no fue dar paso a lo intrincado en literatura, sino abrir el campo de la narración a cualquier alteración sustancial de los elementos narrativos convencionales. Y desde esta perspectiva el mérito literario de Néstor Sánchez resulta extraordinario: la creación de una novela sin trama, invertebrada, es decir, una verdadera «poética de la afonía» (Nosotros dos, pág. 86).

16, martes. Julio. A vueltas con la «democracia»



Un escritor no debe hablar de política, al menos como escritor. Eso lo tengo claro. Ahora bien, un escritor tampoco debe dejar de hablar de lo que quiera. También lo tengo claro. En el pulso de ambas verdades hoy decido hablar de democracia.
    Un término inflacionario. Cuando era niño descubrí en casa de mis abuelos paternos un fajo enorme —tipo mafioso de película rodada en Brooklyn— de billetes alemanes. Como entonces el prestigio del marco era grande, pensé que había encontrado una fortuna. Lo metí en una caja de zapatos, apreté la tapa para cerrarla y me dispuse a vivir el resto de mi vida de lo hallado. Con el tiempo supe que aquellos billetes no valían nada. Que se imprimían en su época como si fueran papel de periódico. Es una buena metáfora para el término «democracia». Dentro o fuera de una caja de zapatos, no sirve ya para nada. De todas formas, constatando estas cosas, se dice poco.
    Lo peligroso de la devaluación de la «democracia» no es su fonética ni su morfología, sino que se desvirtúe su significado. Es posible que estemos entrando, sin darnos cuenta, en una tercera fase histórica del término. La primera versión democrática nos la dieron los griegos. En Grecia tenían claro que el poder era el representante de los ciudadanos, o mejor —aunque eso ahora no importe porque siempre ha sido así— de los considerados como ciudadanos. Esta representación se obtenía en Grecia por sorteo. El azar entregaba el poder a unos ciudadanos para que lo administraran en el nombre de todos. Primera fase. La segunda es nuestra democracia occidental: los ciudadanos (los considerados...) eligen a sus representantes. Y en general, creemos que esta es la democracia que se disfruta en el presente en los países que se denominan democráticos. 
   Ahora bien, es muy posible que la segunda fase se mantenga en muchos lugares, pero en otras democracias, a ver si me explico, la elección de los representados ha pasado a un segundo plano en el proceso de obtención del poder. En esta tercera fase no parece que lo definitorio sea la elección de los ciudadanos, sino la voluntad del mandatario para serlo. Lo que define a los nuevos electos no es que los hayan votado, sino que ellos han querido ser los elegidos. Los han elegido, pero los electores parecen, en esta nueva fase democrática, no guiados por la razón de las ideas, sino por la voluntad de un individuo para ser el presidente. Es esta voluntad, con un rasgo individual muy definido, el elemento esencial de la elección, mientras los líderes convencionales de los partidos, sometidos a su coyuntura, languidecen con la exclusiva fuerza de las ideas, que ya no parecen interesar a nadie.
   Esta tercera fase, reconocida claramente en Estados Unidos, tampoco está lejos de lo que ocurre aquí. Manual de supervivencia titula la peripecia que le ha llevado a la presidencia del gobierno al actual presidente, y si se analiza este proceso con atención, los rasgos definitorios no han sido nunca la existencia de sensibilidades políticas diferenciadas dentro del partido, sino única y exclusivamente la voluntad del actual presidente para serlo de su partido y serlo de su país. Sin esa voluntad omnímoda, que eclipsa incluso a sus propios electores en el partido y en el país, en ambos casos con un protagonismo difuso e inconcreto, sería impensable su elección al cabo de las diversas caídas en desgracia. Son dos casos diferentes. En Estados Unidos, la voluntad del presidente para serlo se mantiene en su acción diaria, por encima del funcionamiento institucional, en España, felizmente, la voluntad es solo una estrategia de ascenso, sin traducción en el comportamiento institucional.
    Si se consolida esta tercera fase, en la que lo definitivo no es la elección popular sino la voluntad omnímoda de ser elegido, ya no se podrá seguir hablando, en propiedad, de «democracia», sino de una suerte de autocracia temporal sustentada por un movimiento de masas. Concepto, si me permiten la expresión, muy feo. Por cierto, alguien tendría que explicar por qué el aumento de la inteligencia colectiva parece llevar aparejado, indefectiblemente, el crecimiento de la estupidez colectiva. O por qué razón el aumento de la información colectiva produce desinformación generalizada. 

8, lunes. Julio. Curso de Cinebase en la fundación Escac



En el cursillo de cine, este año me he apuntado a guion. Los que han elegido dirección se apiñan en una aula de las grandes. En una estrecha y alargada, cuatro gatos quedamos como esparcidos en el espacio. Viajeros en un vagón de metro a deshora. Es la época. A nadie le interesa escribirla. Se conforman con dirigirla. Así nos va. De todas formas, yo mismo me regaño. Te quejas si hay muchas almas y te quejas ahora de que no las haya. Tienes razón, le digo al mí mismo que me habla. Es el inicio lo que cuesta sintiéndose la limosna de los cursos. También al profesor. Le veo tratando de encontrar la nota de entrada de una melodía que aún no suena, aunque los violinistas sostengan su instrumento sobre el hombro.
    El primer ejercicio es escribir una escena que refleje a quien la ha escrito. El primer ejercicio que me plantearon, en el primer cursillo de cine, era un autorretrato fotográfico. Me choca este empeño por hacer que el cine nazca del yo autobiográfico. Por una parte, me parece paradójico. Un trabajo colectivo, en el que hay tantas personas implicadas en la creación con capacidad para deslizar ideas —desde el guionista hasta el montador—, ¿ha de entenderse como un ajuste de cuentas con uno mismo? Incluso la finalidad me parece opuesta, ¿no va la gente al cine para olvidarse de sí mismos durante un par de horas?
   Por otra parte, me resulta contradictorio con mi concepción literaria. He escrito siempre contra el yo. De hecho, tampoco es en contra, sino en busca del yo perdido. Por encima de cualquier coyuntura personal, la escritura arraiga en la concepción contemporánea del sujeto, de la realidad y del entendimiento. El yo de un libro de poemas carece de valor literario como testimonio de un suceso, aunque exista una mayoría de lectores que cuando ocurre algo piensen que eso merece ser contado en un libro, y lo gana solo cuando muestra un modo del presente a la hora de comprender los hechos. El sujeto no está en los sucesos, sino en el mostrarlos. Un ejercicio que indague en el sujeto yerra. Lo valioso de la escritura es la manera cómo el sujeto ha entendido algo, cualquier cosa. El mejor autorretrato es colocar un jarrón con flores y pedir a los aprendices que lo interpreten. A partir de que al unísono los alumnos realicen una lectura naturalista del objeto, el profesor tiene delante la hercúlea tarea de descubrirles qué es un jarrón para una mirada contemporánea.
   De todas formas, soy un alumno y realizo mi ejercicio. Como en estos momentos escribo una serie de textos breves sobre la «práctica del espejo», trato de amoldar al concepto escena lo que he pensado para el concepto texto. «Engrudo» sería una buena descripción del resultado. A cambio obtengo la primera lección. No he venido a un cursillo de poesía, sino de guion. Y acabo de ver la diferencia. El mundo verbal que sostiene el pensamiento poético, por más plástico y concreto que se quiera expresar, no tiene nada que ver con la tarea del guionista. Que tampoco es, como se cree, pensar con imágenes. Si no pensar con la recepción de las imágenes. Y eso es lo radicalmente distinto. Escribir y leer son actividades muy próximas: ambas individuales, sosegadas, incluso solitarias. Quien escribe un poema lo hace en condiciones idénticas a quien lo va a leer. Quien escribe un guion lo hace para un productor que ha de comprar la idea, para un director que ha de traducirla a imágenes, para actrices y actores que han de encarnarla y finalmente para un público que ha de reaccionar de modo colectivo ante las imágenes, incluso aunque las vea por la tele, solo, las recibe como si estuviera rodeado de gente, conocidos y desconocidos, pues la manera de ver el cine es intrínsecamente colectiva (al verla ya se piensa en decir ayer vi una peli…).
     Primera lección aprendida. Todo lo que sé no me sirve de nada para ser guionista. Lo he de desaprender. Escribir una película es practicar la escritura opuesta a un poema. La segunda lección del cursillo tampoco iba a esperar mucho. Hemos formado un equipo para escribir un guion. De los de verdad: el miércoles se lo venderemos al multitudinario grupo de directores —en un pitch—, que lo rodarán el jueves y lo estrenarán el viernes por la tarde, como broche final al cursillo de cine. Formamos el equipo dos profes y una alumna. He de explicar que estos cursos de especialidad son mixtos entre profesores y alumnos de secundaria, quienes previamente han realizado los cursillos anteriores entre iguales, profes con profes y alumnos con alumnos. La alumna se llama Inés y la otra profesora Mary. Y yo. Un equipo de guionistas. Bien. Nos sentamos delante del programa de escritura de guiones. La ley del mínimo esfuerzo, uno clica «personaje» y le sale la lista de los personajes que ha usado, clica encima y ya tiene el nombre en el lugar exacto donde debe ir. No sé por qué no existe algo parecido para escribir poesía. Uno clica «endecasílabo» y se reproduce: Luces que la mañana escribe mansa. Y así.
    El equipo de guionista sigue la idea que ha expuesto Inés. El tema es la frontera de la intimidad. Los personajes, una muchacha afectada en su interior por un problema familiar que se enamora del sociópata de la clase, y, claro, este. Ni conseguimos vislumbrar el conflicto ni mucho menos el final. Pero como pensar en ello nos deja a los tres obnubilados, decidimos empezar a escribir. Las historias, creemos no sé muy bien apoyados en qué autoridad, suelen caminar hacia su propio final. Así que creamos una estructura básica de cinco escenas y empezamos a redactar la primera, que es pan comido. Al pasar a la segunda, la idea es mostrar el acercamiento de los dos personajes a través de un pequeño enamoramiento de clase. Tal vez porque el profe de guion, Mario Monzó, en la víspera nos había dado una pequeña clase magistral sobre los subtextos, recurrimos al subtexto literal más frecuente en una clase, el pasarse notas escritas entre el alumnado. El sociópata atractivo le pasa una nota a la muchacha enamoradiza. El texto de la nota aparece como un escollo frente al Titanic de la escritura. Tomo el mando del teclado y la redacto. «Tienes la sonrisa más bonita de todo el instituto». Hay que hacer un aparte en este momento. La creación colectiva tiene un motor básico: la discusión exhaustiva de cada una de las decisiones; cuanto más nimia, más intenso el debate. La nota. Me toca defenderla. Argumento que en un acercamiento amoroso siempre hay un arranque cursi. Sin cursilería no hay pasión amorosa, defiendo. Nos lo enseñó Shakespeare: «Si profano con mi indigna mano este sagrado santuario…».
    Inés se ha quedado pensando. Ni mi frase para la nota ni mis explicaciones la convencen lo más mínimo. De hecho, a mí tampoco, aunque todavía no lo sepa. Hay una inercia instintiva en defender lo que uno hace como si fuera lo que uno es. Seguimos adelante con la escena y la cerramos de una manera solvente. De pronto, al inicio de la tercera, Inés exclama: Ya lo tengo. En la nota debe poner, eso dice: «Me he enterado de que lees a Hemingway». El debate está servido. La cursilería de la nota anterior, de hecho, ni siquiera es mía, sino de mi aprendizaje. Es la frase con el máximo común denominador en la recepción. Sin embargo, habrá quien no sepa quién es Hemingway, o que solo le suene, o que crea que es pedante citarlo, etcétera. Empiezo a aplicar la lógica del guionista. Inés, la alumna de primero de bachillerato, ni se molesta en rebatírmelo. Esa es la nota que escribe Ana —la protagonista—, dice. No puedo darme por vencido tan pronto y ya esbozo nuevos argumentos en defensa de «la sonrisa más bonita».
     Hasta que de repente me doy cuenta de lo estúpida que es mi frase. Y lo genial que es la suya. Ana, la protagonista, le escribirá otra a su chico: «Creo que tú también» (…lees a Hemingway, y no: tienes la sonrisa etcétera). Y enseguida descubrimos que Hemingway es el motivo recurrente del guion. Es el hilo conductor de la emotividad quebrada que deseamos mostrar. ¡Es el acierto del corto! Segunda lección: cuando uno realiza un trabajo colectivo la destreza no está en pensarlo uno, sino en saber verlo en los demás. Pero esta no es la lección cinematográfica, sino la humana. Lo que descubro en la nota con Hemingway es que la primera lección que había aprendido es falsa: no se puede escribir para la recepción de las imágenes, algo que solo genera chorradas y cursilerías. Que se ha de escribir desde dentro de uno mismo hasta dar con los hilos secretos que mueven las contradicciones de las personas cuando hablan, cuando sienten o cuando ocultándose se muestran.

4, jueves. Julio. Alegato contra el potro del olvido



La poeta danesa Inger Christensen (1935-2009) publicó la novela La habitación pintada en 1976. Tenía 41 años. La escribió a mitad de camino entre sus dos grandes libros de poesía, Det (1969) y Alfabet (1981). Casi diez años después de su segunda novela. Esta, la tercera, sería la última. De esta ubicación en su obra se desprende una doble circunstancia. Está escrita en el período poético más fértil y aparece desvinculada de su primer impulso narrativo, caracterizado por una prosa claramente de vanguardia. La traducción española se publicó en 1999 y hoy llega a mis manos.
     No creo que la palabra «tarde» sea oportuna: los libros eligen cuándo quieren ser leídos. El volumen que leo guarda cierta memoria de sus dueños anteriores. Al menos tres. El primero o primera debió de comprar el volumen cuando fue novedad. El segundo lo adquirió posiblemente de viejo por dos euros, precio que aún marca, y que debió leerlo (o no, o abandonar la lectura) en Barraquetes, en Valencia, el verano de 2008, como certifica con una firma. Luego el libro fue a parar a los estantes de la Biblioteca de Vilanova del Camí —municipio junto a Igualada— posiblemente como una donación, aunque eso no se indique. Biblioteca que lo dio de baja en septiembre de 2018 y posiblemente lo vendiera a la cadena de libros de segunda mano Re-read, donde lo compró por tres euros un amigo que, conocedor de mis gustos, me lo acaba de regalar.
      A diferencia de la época narrativa inicial, la vanguardista, esta novela de Inger Christensen asienta su trama en varios procedimientos con claras raíces en la tradición. En primer lugar, la écfrasis —o representación verbal de una obra plástica—, motivo central de la novela. A continuación, el diario íntimo. En la segunda parte aparece un narrador en tercera persona de tipo omnisciente («Baldassare, que había visto su dolor, se acercó a ella…»), en una formulación convencional y comparecen dos técnicas narrativas de la antigüedad, la anagnórisis —o reconocimiento de personajes— y el entrelazado —estructura medieval en la que las aventuras se suspenden y reanudan constantemente—. En la tercera parte implica incluso un género curioso, la redacción escolar. Es decir, el propósito central de la obra se acerca a las formas convencionales, lo que en sí supone una característica, pues las formas innovadoras son esenciales tanto en la novela anterior Azorno (1967) como en los dos grandes libros de poesía que enmarcan La habitación pintada.
      La primera parte de la novela recrea una serie de «pasajes escogidos» de «Los diarios de Marsilio Andreasi», secretario de Ludovico Gonzaga, marqués de Mantua. Todos los personajes del relato aparecen retratados por el fresco «Cámara de los esposos» del pintor renacentista Andrea Mantegna, personaje también de la familia tras su matrimonio con la hija del marqués, Nicolosia. El secretario Andreasi es la figura que aparece en el extremo izquierdo de la pintura, medio cuerpo fuera del lienzo. Con la cabeza inclinada atiende las instrucciones de Ludovico, su señor. De hecho, la imagen da el tono del diario. Reúne los comentarios íntimos de quien asiste desde la primera fila a la representación teatral de una familia cortesana. Una obra que se extiende por 50 años de vida palaciega, desde 1454 hasta 1506.
      En el diario, de tono bajo y distante, hay dos momentos narrativos especialmente brillantes. El primero es la entrada inicial del diario. Nicolosia va a ser «sometida al potro del matrimonio» con el pintor Mantegna y el secretario, amante fidelísimo de la hija de su señor, arranca con un extraordinario alegato feminista contra unas circunstancias —«la estirarán y la retorcerán hasta que haya arrojado un número apropiado de hijos varones»— que hacen «prisionera a esa única mujer instalándola en una situación… en la que el nacimiento, la muerte y la violencia se entremezclan conforme a las más simples recetas culinarias transmitidas mediante la tradición».
      El segundo episodio memorable es el retrato interior del pueblo danés que realiza el secretario Andreasi con motivo de la visita de Christian I de Dinamarca. La autora realiza una evocación de su propio país de una lucidez estremecedora: «…daba igual cuánto supieran, pues nunca serían más sabios; y daba igual cuánto amaran, pues nunca sentirían el calor».
   El secretario anota, en su diario íntimo, pequeños acontecimientos relacionados con cada una de las personas que aparecen en el cuadro de Mantegna «Cámara de los esposos» o «Camera picta», fresco que ocupa una habitación de la torre del Palacio Ducal de Mantua. Nada acaba por tener corporeidad narrativa en su diario, salvo el propio paso del tiempo. Y su aliada —en la época, en el barroco después y más tarde en el existencialismo del siglo de la autora—, la muerte. El argumento de la narración es la paulatina desaparición de cuantos estaban vivos en 1465, cuando Mantegna empieza el fresco renacentista en la habitación de la torre. Cuarenta años más tarde, ninguno de los retratados, salvo el secretario, conservará aquello que se pinta, la vida. La muerte es, pues, la única trama de este curioso primer ejercicio de écfrasis. Nada de lo que se esté viendo perdurará. 
     El segundo ejercicio de écfrasis, o parte segunda, recrea un trampantojo, el que Andrea Mantegna pintó en el techo en forma de óculo abierto al cielo. Ángeles, damas, un pavo real, una maceta, nubes. Toda la novela es también un trampantojo narrativo donde las figuras representadas cobran, a través de las palabras, movimiento, identidad y pasado. Una historia que el relato reconstruye de nacimiento en nacimiento de ángeles y, en paralelo, de reconocimiento en reconocimiento de personajes. Una deliciosa filigrana narrativa, al gusto medieval, en la que hechos y descubrimientos se van entrelazando unos con otros sin sosiego lector.
    En el tercer ejercicio ecfrástico, el hijo de Mantegna, un niño representado en una de sus pinturas, evoca los recuerdos paternos para una redacción posiblemente escolar: «Me impresionó mucho lo que mi padre me dijo, pero, aun así, lo olvidé por completo, hasta que recordé que tenía que escribir sobre las vacaciones de verano…». Y al cabo, este detalle que vincula la narración de hechos con la justificación de su escritura quizá sirva como anzuelo para responder a la cuestión esencial que plantea la lectura de la novela: ¿por qué la ha escrito su autora? Posiblemente, porque tenía que escribirla. No es una obviedad. Todo cuanto encierran los cuadros, esa representación de la vida que ya no está, queda olvidado por completo hasta que alguien tiene que escribirlo. Y esa escritura, trampantojo narrativo, es la única razón para el recuerdo. Y el recuerdo, al final, será el antídoto frente a la desaparición. Cinco años más tarde Inger Christensen publicaría un libro prodigioso y sobrecogedor donde realiza el utópico recuento de todo cuando se llevaría por delante la explosión nuclear que la época agónicamente temía. Entre Det y Alfabet, dos cumbres de la poesía existencialista del siglo XX, la poeta danesa se regala, y regala a sus lectores, esta pequeña fábula —aunque llena de muertos y endogamias— optimista. Extrañamente optimista: el arte de la representación tiene sentido frente a la férrea dictadura del tiempo, aliado en el siglo XX con la química, concebidos ambos no solo como muerte, sino como desaparición absoluta.

1, lunes. Julio. Una poética



Al caminar por la calle escucho a una niña de unos cinco años una frase preciosa: «Mira, papá, vivimos en el mundo de las hojas». Aunque voy delante y solo les oigo, imagino que el padre mira la acera y dice lo que pienso yo al bajar la vista: «Pues sí, hay muchas hojas en el suelo». La niña le precisa: «No hay muchas, ¡hay miles!». Ahí ya se quedan en el portal de un edificio y sigo caminando con la frase en la cabeza. Al principio me fascina lo de «El mundo de las hojas». Un heptasílabo. Parece el verso central de un jaiku. No sé, es casi un título. Solo un poco más adelante me doy cuenta de que no es un verso. Los árboles están en el auge de su copa y, sin embargo, hay por las calles tantas hojas de plátanos como en otoño. Tampoco ha hecho viento estos días. Solo una ola de calor. Extraordinaria, sin duda. ¿Habrán caído por el calor las hojas? ¿O por la contaminación de la que habla la radio sin que se haya tomado ninguna medida? Sigo con el pensamiento de la niña. No era un verso, era una mirada. Nos ha descubierto, a su padre y a mí, lo que no veíamos. Era un poema.


30, domingo. Junio. Vida de aforista lunático



Acabo de escribir el aforismo de hoy: «La muerte es solo una palabra que no aparece en el estribillo de las canciones». Es el número 221 desde que el día 5 de noviembre del año pasado escribí el primero de su serie. Veo ahora que empecé hablando de una niña que traza alrededor de sí misma un círculo de tiza e inmediatamente da un salto y sale corriendo. No sé si desde aquel día hasta hoy han pasado 221 días. Tal vez sean unos cuantos más. En medio se fundió el disco duro del ordenador y anduve como desorientado una semana. No recuerdo ninguna otra interrupción. Escribir a diario un aforismo es escribirle a alguien una carta. Desconozco quién la recibe, pero mantengo intacto el impulso de comunicarme, sea con quien sea. Tengo la impresión de que el aforismo que he escrito hoy merece ser un final. De hecho, aunque iniciara el conjunto hace ocho meses, hasta hoy no ha aparecido el título que no tenía: «El círculo quebrado». Ha sido curioso. Ha surgido a continuación del aforismo, pero no recordaba en absoluto de qué trataba el primero. Solo al ir en su busca para colocar delante el título he descubierto que era un lema que ya estaba allí implícito desde el principio. Son pues, demasiadas señales. El de hoy ha sido escrito como el final de una serie. De noviembre a junio, casi un curso escolar. 221 aforismos.
     De hecho, esta es la tercera parte de un proyecto que empezó en 2018 con «Ventanas de la Casa Ámbar», aforismos que emergieron de la lectura, de la biografía y desde el universo imaginario de Emily Dickinson. Tuvo una segunda parte, «Un sendero de pálidas estrellas», que dialogaba con la obra de Rosalía de Castro. Aforismos escritos el mismo año, en el que también se inició esta tercera parte, «El círculo quebrado», concluida en 2019. Hoy. La obra literaria que he tenido como referencia para esta serie ha sido la de la poeta finlandesa Edith Södergran.
    No es una elección casual. Las tres poetas —Emily (1830-1886), Rosalía (1837-1885) y Edith (1892-1923)— vivieron en épocas próximas, ancladas en el universo cultural decimonónico, habitaron lugares muy distantes de los núcleos culturales de su época —geográfica y también simbólicamente— y las tres biografías compartieron una clara voluntad de apartamiento. Las tres obras fueron incomprendidas en su momento y las tres han irradiado esplendor sobre el siglo siguiente. Hay más paralelismos. Uno me interesa en especial, las tres poetas escriben a partir de una lengua poética, la de su época, gastada, retórica, artificiosa y masculina. Cuando los escritores varones de su época la utilizan, salvo las excepciones que la historia literaria recuerda, convierten su escritura en un insufrible modelo de lengua poética. Las tres escritoras, sin embargo, a partir de esa lengua insuficiente, excavando hacia su interior —no inflándola hacia el exterior, que es el hábito de sus coetáneos—, consiguieron un milagro: encontrar el camino hacia una lengua personal, expresiva, intensa, comprometida y profundamente simbólica. Se me ocurren algunos ejemplos en otras épocas: Ausiàs March revitalizando en el siglo XV la lengua petrificada de los trovadores o Rilke dando una nueva vida a la lengua poética romántica. Tanto Dickinson como Castro o Södergran realizaron la misma proeza, las tres le arrancaron estremecimientos a la lengua de las estelas mentales.
     Para mí, las tres escritoras comparten otro paralelismo: es posible dialogar con ellas. Sus universos poéticos resultan porosos. Se abren a quien los transite. Responden y escuchan. Su humildad incrementa su altura, del mismo modo que el orgullo de tantos escritores empequeñece sus aciertos. Conviví varios meses con Emily, con Rosalía y hoy cierro ocho meses de lecturas de y sobre Edith. Es un proyecto literario que me ha mantenido encandilado desde el inicio. Creo que cada día le he escrito una carta a Edith Södergran, como antes lo había hecho con Emily Dickinson y con Rosalía de Castro. Como carezco de su dirección las anoto a diario en mi página de Twitter.
    Mañana empieza otro proyecto. El cuarto. También tiene nombre de mujer. Una poeta que nació solo tres años después del fallecimiento —tan temprano— de Edith. 

26, miércoles. Junio. Kronos Quartet



En tiempos, otros, había ido a estas sesiones inaugurales con invitación —del amigo del amigo de un amigo—. Hoy voy de pago. Por eso me toca sentarme en un extremo del teatro griego. El semicírculo frente al círculo soluciona todos los ángulos. Desde cualquier parte se ve bien. En mi asiento, en un extremo, encaro el público entero. No me parece que lo sea del Kronos Quartet, sino de la eventualidad.
    Como volvía a un lugar tras décadas de abandono sentí la tentación de interpretarlo. Un público de funcionarios municipales más unos cuantos políticos. Del mismo ámbito. Anduve paseando entre los grupos antes de sentarme y oír retazos de conversaciones. En general, insulsas. Todo en general me pareció insulso. Diría decadente si estuviera dispuesto a la diatriba. Fue sencillamente como es ahora todo: una anotación en la agenda que se tacha mientras se lee la que sigue. La única razón para hacer algo es cumplir con lo previsto. Ese ambiente.
    Todo hubiera acabado ahí de no aparecer los cuatro Kronos con un programa para funcionarios municipales. Y ganas de acabarlo cuanto antes. También esperaba demasiado de lo que han grabado, de lo que les he escuchado a lo largo de los años. Aquí habían venido a inaugurar un festival de verano y el segundo violín salía con una camisa hawaiana. Traían un plato combinado por programa. Alguna gamberrada erudita, dos o tres clásicos con aires de música de película, una evocación vintage a Pete Seeger y un Philip Glass con los alumnos de la escuela de música que fue eso, exactamente. Solo una pieza me pareció a una altura diferente: Little Black Book, de Jlin. Pero se acabó demasiado pronto.
     Al salir, con la lentitud de tanto seto y tanto parterre en los jardines del Grec, regresé al público. Y comprendí mi error. El que sobraba allí era yo. El único que había cometido la idiotez de pagar para asistir. Pero me reconfortó algo recordar que las entradas eran baratas. Casi como ir al cine. De hecho, es a lo que había ido. A contemplar las proyecciones expresionistas de Alba G. Corral sobre la piedra excavada de la montaña de Montjuïc. Una película muda, claro, con un (insulso) acompañamiento musical en directo.

25, martes. Junio. La poesía como dietario



Hacia el año 2000, más o menos, recibí un sobre tamaño folio desde París. Antes de abrirlo ya suponía que dentro abultaba un manuscrito. Arnaldo Calveyra (1929-2015), el remitente, había estado unos días en Argentina, el primer viaje a su país en mucho tiempo. Volvía un poco mareado y consternado. Había hecho algunas lecturas y de cada una de ellas salía con una bolsa llena de libro. Decenas de poetas jóvenes que acudían con su primer libro al final del acto a entregárselo. Era una ebullición poética que no acababa de comprender. Quiero decir, no entendía qué podía hacer él por tantos poetas que acudían a él todos al mismo tiempo. Estoy convencido de que hubiera mantenido con cada uno de ellos una amistad generosa hasta lo ilimitado, pero tantísimos al mismo tiempo lo desbordaban.
     En aquella visita, me había dicho por teléfono, unos «muchachos muy simpáticos de Córdoba» le habían preguntado si no tenía un manuscrito inédito que ellos pudieran publicar. Nada más oír el nombre de la editorial, Alción, me apresuré a decirle que tenía dos o tres títulos publicados ahí, que había encontrado no sé muy bien por qué razones del azar, y que me gustaba mucho cómo editaban y la línea que seguía su catálogo. Pero ese no era el motivo de preocupación. También a él le gustaba la editorial cordobesa de Argentina. Su recelo era sobre el libro que podía enviarles. Lo había escrito en 1962 —es decir, el libro tenía casi los mismos años que yo entonces—, tras la muerte de su madre, y dudaba si no sería un texto en exceso sentimental. Era el manuscrito que tenía delante nada más abrir el sobre, El libro de las mariposas. Quiero copiar aquí el primer poema, porque nada más leerlo sentí temblar el suelo bajo mis pies: «No me has encontrado, me anduve empapando de rocío. Temprano irisado. / Iba cantando, iba contándome, iba abriendo maizales con el canto al canto. / Los perros lo toreaban a Dios de tan visible.»
     Son tres versículos —la forma preferida por el poeta— que hablan de antes de que llegara la noticia. El primero lo sitúa en relación a la madre, que no lo pudo encontrar porque estaba empapándose de rocío, lejos de Mansilla, en París. El segundo es una referencia al libro que estaba escribiendo entonces, Maizal de gregoriano. Así como los dos primeros son referencias concretas, el tercer versículo abre el discurso hacia la comprensión del tiempo, a través de una metáfora de cuño personal propia de su estilo: una época, antes de la noticia, tan diáfana que hasta Dios era visible. Estas pequeñas conclusiones generalizadoras de carácter metafórico, frecuentes en su poesía, eran constantes también en su conversación. De cualquier cosa que se tratara, Arnaldo la cerraba con una frase que lo abarcaba todo con una única imagen, como esta, llena de plasticidad casi pictórica.
     No puedo recordar qué le dije sobre El libro de las mariposas, pero me encantó. Y no sé qué me sorprendió más, si los cuarenta años que llevaba el libro en un cajón o las dudas que le suscitaba un texto que me pareció casi sublime, uno de sus mejores libros, sin duda, y uno de los grandes poemas elegíacos contemporáneos. En 2001 lo publicó Alción en Argentina y en 2004 Le Temps Qu’il Fait en Francia, en una espléndida edición bilingüe. Al año siguiente aparecería la primera edición del original de Maizal de gregoriano, escrito también a principios de los sesenta, en Adriana Hidalgo Editora, el primero de una fértil colaboración entre poeta y editor que le llevó a la impresión de varios títulos importantes, a la impresionante Poesía reunida (2008) y al libro que acabo de leer ahora, Diario francés. Vivir a través de cristal (2017), el primero publicado con carácter póstumo por su familia.
     Antes de seguir con este hilo el laberinto de la memoria quiero detenerme en el recuerdo de una noche. En Barcelona. En aquella época venía cada mes de mayo para consultar con su agente, Carmen Balcells, la marcha de sus libros y con su editor en España, que le había publicado El hombre del Luxemburgo en 1997 y reeditado en Argentina la novela La cama de Aurelia en 1999. A raíz de estas ediciones el editor le había propuesto un contrato en exclusiva para que su obra se publicara completa entre España y Argentina. Todo estaba preparado para la firma durante su visita de aquel año. El día señalado habíamos quedado que lo recogería cuando saliera de la editorial y que nos iríamos a cenar para celebrarlo. Allí le esperaba, a la hora acordada, pero Arnaldo solo llegó en su leve apariencia física. Respeté el silencio y también el hecho de que prefiriera que no fuéramos a ninguna parte. Como en las mejores paradojas, arranqué el cuatro latas y anduve, no sé, varias horas dando vueltas por las avenidas mientras anochecía. En aquella época conducir por la ciudad aún podía considerarse un placer. Era ya una hora tardía cuando detuve el coche porque Arnaldo había empezado a hablar. De hecho, no había demasiado que explicar. El editor —en este caso, el empleado que editaba los títulos de la colección de poesía— le dijo que la editorial —en este caso, la empresa para la que trabajaba el empleado— se desdecía de todo lo pactado y no iban a publicar ningún libro suyo, ni siquiera los que ya estaban en marcha, ni aquí ni en Argentina. Quiero recordar aquella noche, en la calle Balmes, los dos sentados en el coche sin saber cómo digerir lo ocurrido. O qué hacer a continuación. Debió ser la primavera de 2002 o 2003, no sé. Un contrato parecido apareció poco después con la editorial argentina Adriana Hidalgo editora, y supuso la superación —a los 75 años— del doble obstáculo que había lastrado toda su vida de escritor: no solo el que sus libros hubieran permanecido décadas inéditos, sino también de que los títulos publicados habían aparecido en Francia y en francés, algunos sin siquiera edición bilingüe, como Maïs en grégorien (2003). Un poeta tan lejos de sus lectores.
    Ahora, cuando los siete libros publicados por Adriana Hidalgo han aclarado definitivamente no solo su obra poética, sino también su obra de literatura infantil, aparece, póstumo, Diario francés. Vivir a través de cristal, el libro que he acabado de leer hoy, cuya edición había despertado en mí los recuerdos —llamémosle contexto— que preceden. Las dificultades de edición externas y la exigencia interna, los libros publicados y los libros inéditos por decisión propia. Diario francés —me gustaría decirlo cuanto antes porque la opinión me quema dentro— es una obra maestra de Arnaldo Calveyra. Con la que convivió —acaso la revisaba cada cierto tiempo, corregía minucias, dudaba y solventaba la duda devolviéndolo al cajón— los mismos años que he vivido, pues ambos, el libro y yo, compartimos edad.
     El tiempo que recoge el Diario francés fueron los dos años con nombre propio en su biografía. Los conocía bien de su conversación, que allá por donde anduviera siempre se remontaba hacia ellos, como un epicentro biográfico y poético. 1959. Llega a París con una beca para estudiar a los trovadores —capítulo primero del libro—. Tiene un problema grave de salud que le obliga a la hospitalización —capítulo segundo— y después a un largo retiro en un paisaje de montaña —capítulo tercero—. Luego regresa a su vida parisina —cuatro capítulos siguientes—, y aunque en alguna ocasión piensa en volver «allá», Calveyra entrelaza la trama de amistades, cultura y política que le conduce, en 1960, a la decisión más determinante de su vida. No regresar a Entre Ríos. Aunque, una vez concluida la beca, tenga que vivir de las monedas que le dejan los turistas a sus dibujos con tizas de colores, copias de obras pictóricas célebres, sobre las aceras de Notre Dame.
     Hay dos diarios en Diario francés. Las tres primeras partes conforman un diario poético. Posiblemente ni siquiera sea un diario, sino un cuaderno de anotaciones. Calveyra renuncia, desde el principio, a cualquier concreción del espacio o del tiempo —cuando aparecen son tan concretas, tan de un presente, que dan la vuelta a la idea diarística de una descripción: «Las doce. Y los peces tuvieron de pronto miedo del gran parque abierto, tan claro. El agua siguió brotando»—. Más que un ejercicio memorialista parece un adiestramiento de la mirada —una entrada dice: «Miradas, miradas, miradas»— en cada una de las tres vicisitudes que se han citado: descubrimiento de París, vida de hospital, sanatorio montañés. Arnaldo en sus anotaciones diarísticas aprende a sincronizar lo vivido con la escritura; es decir, realidad y lenguaje. Este aspecto resulta capital en un poeta que renuncia desde el principio a la escritura como descripción de la realidad y vira su poética hacia un lenguaje que interpreta, en el doble sentido de dar un significado a lo real, pero también al de traducirlo al idioma poético. Desde este punto de vista, el Diario francés se lee como el epicentro de toda la obra poética de Arnaldo Calveyra, cuyos títulos esenciales empiezan a ser escritos justo cuando pone el punto final a este dietario. Es decir, cuando ha sincronizado la mirada poética —lingüística— con la mirada existencial. Razón por la que el Libro de las mariposas, por donde había empezado este comentario, es un título emblemático: allí donde lo elegíaco exige en la mirada poética una exacta sincronía con la existencial: «No me has encontrado, me anduve empapando de rocío…».
     Esta primera parte del Diario francés está llena también de anotaciones de poética, algunas de gran relevancia para la construcción artística que Calveyra iniciaba en su primerísima época parisina. Por ejemplo, ahondando en la idea esencial de su poesía: «Cuando el literato haya visto que en su oficio el hombre vale tanto como su lenguaje, una tranquilidad nos sobrevendrá: la de crear en el hombre. Quizá, la de encontrarle una nueva retórica, más simple, más despojada». Una formulación paradójica con su tiempo, la de una poética de vanguardia que ha de suponer un nuevo humanismo. La humanización (a través del lenguaje) de la deshumanización (del lenguaje).
     Los cuatro capítulos finales del libro van adquiriendo un tono diferente. El poeta se convierte en cronista: «Escribo una especie de diario con mis impresiones de Francia. Naturalmente, podría llegar a ser buen periodismo». Las observaciones sobre la vida urbana, el carácter francés, lo argentino, el aquí y allá, las injusticias de la época… resultan al cabo un segundo aprendizaje poético. El moral. El conjunto de ideas que estructuran el pensamiento, cuya interpretación, eso permanece siempre presente, ha de resultar lingüística. Es decir, poética.

13, jueves. Junio. Richard Learoyd en Fundación Mapfre de Barcelona



En las salas de la Fundación Mapfre se ha podido admirar en los últimos años la obra de grandes fotógrafos del siglo XX. Conocer la obra de un clásico —la fotografía los acumula todos en menos de dos siglos— produce sensaciones contradictorias. Se aprende y al mismo tiempo uno se decepciona de sí mismo y de su época. Abre una puerta y al mismo tiempo la cierra. Una fotografía enseña a mirar, pero también impide repetir la mirada. A la que quizá uno se estuviera acercando poco a poco, o en la que reconozca otras miradas posteriores que a partir de aquel instante pierden el interés que le hubieran despertado. La historia de la fotografía, menos explícita que la del arte o de la literatura, es fértil en estos diálogos con uno mismo y con su época. Cualquier gran fotógrafo que se descubre reordena la historia del mirar.
    Cuántas ocasiones, ante una placa de los años cincuenta uno se siente feliz y perplejo. Por lo que aprende y por lo que no podrá lograr, porque ya está conseguido. Y aún puede sumar una tercera sensación: con qué sencillez alcanzan los clásicos sus logros, frente a un presente de la fotografía donde la novedad parece siempre enfática. En los tamaños, en las decoraciones, en la saturación ya no solo de los colores sino también de los asuntos tratados. El pasado hace incómodo el presente, a veces.
     Sin saber muy bien quién es Richard Learoyd entro en la Fundación Mapfre para la exposición que acaban de inaugurar. Dos días después, una mañana de jueves. Solos en la sala el vigilante, Marisol y yo. Me cruzaré con algún otro visitante, pero me sobra una mano para contarlos. A partir de la primera fotografía que veo, una familia gitana en el campo, junto a su carromato cubierto por pancartas publicitarias en funciones de lona («Grupo familiar», 2016), ya sé que quiero saber más cosas de aquella imagen en la que los niños salen movidos, como en las placas que desechaban los primeros fotógrafos. Lo primero que me llama la atención es la fecha. Todas las piezas que voy a ver son del siglo XXI. Mi pesimismo sobre la época disuelto en el acto. No existe ni un ápice de énfasis, solo sencillez y grandiosidad clásicas, en la mirada de Learoyd. Y extraordinaria originalidad. Sigo por las fechas: nació en 1966. Compartimos generación. Eso me emociona.
    Poco a poco descubro los detalles técnicos de las fotografías, extraordinarias, que veo. Richard Learoyd trabaja con una cámara oscura de grandes dimensiones construida por él mismo… en la época de los móviles con cuádruple objetivo. Sus piezas, de tamaño casi real, no son ampliaciones —ese manierismo de tantos fotógrafos actuales—, sino las dimensiones de la fotografía en la cámara oscura. Y tampoco pueden ser ampliaciones porque trabaja sin negativo, son fotografías únicas. No pueden existir copias. En la edad de la reproducción infinita del desbordamiento digital, cada fotografía de Learoyd es pieza única, es decir, un cuadro. Mi entusiasmo crece por momentos. Alguien tiene que decir en voz alta lo que esta manera de entender la fotografía está diciendo, que cree en la herencia del artista que elabora las condiciones de su arte, que cree en el valor de lo que es único, de lo que no se deja alterar, que cree en la mirada desde la intimidad. Es decir, alguien tiene que decir por nosotros que no cree en la dictadura tecnológica y uniformadora de la época y que existen caminos fértiles fuera.
     Resulta evidente que el diálogo de Richard Learoyd con la pintura alcanza una densidad sorprendente. El catálogo menciona los pintores que han ayudado a afinar su mirada, desde el barroco holandés hasta Francis Bacon, pasando por quien tal vez sea su más intenso maestro de fotografía, Ingres. Sin embargo, el auténtico diálogo con la pintura de su obra no es erudito ni temático. Es morfológico. Son texturas. Así como la pintura ha presagiado, primero, y ha emulado, después, la existencia de la fotografía en una avinagrada convivencia en la que no siempre la mayor, la pintura, ha sabido mantener las formas ante la menor en edad, la fotografía, Learoyd consigue darle la vuelta a este absurdo debate conceptual. Y con humildad emprende el camino de regreso desde la fotografía…. ¡hacia la pintura! Sus composiciones, sus retratos, sus bodegones, sus fondos, la textura imperfecta que ofrece la cámara oscura entregan a la fotografía el aura propia de la tradición pictórica. La suya es una fotografía que abandona la fotografía para regresar al óleo, al sfumato. Y todo en el siglo XXI.
    El ahondamiento en la tristeza, el tema más persistente en la obra de Richard Learoyd, paradójicamente me devuelve el optimismo de época.


12, miércoles. Junio. «Jardim da Parada», de Manuel de Freitas y su presagio



«Detesto los festivales literarios, pero consigo que me gusten algunas ferias del libro». Con esta frase inicia Manuel de Freitas el prólogo a Jardim da Parada, una plaquette de textos y dibujos de feria de libro. De quien se ha sentado detrás de una mesa con novedades a la venta.
     El Jardim da Parada es un pequeño y frondoso parque lisboaeta, en el Campo de Ourique. Ocupa el breve espacio de una manzana de casas, pero cuenta con un kiosco de música, una preciosa estatua de la revolucionaria Maria da Fonte, un estanque con patos y un árbol prodigioso, un pohutukawa, un tipo de mirto que se extiende por el espacio como una jaima en el desierto. Cerca de aquí, a dos calles, vivió un tiempo Maria Gabriela Llansol y le gustaba pasear en verano por la umbría del parque y sentarse a leer, o a escribir en las páginas de un cuaderno escolar, al cobijo de este árbol enigmático y barroco.
    Y una vez al año, se celebra en el Jardim da Parada un mercadillo de libros. Manuel de Freitas, editor de Averno, se sienta y fuma mientras observa cómo la gente pasa. Y esos pensamientos los ha puesto por escrito y ahora, cuando los leo, tengo la sensación de haberlos vivido. Recientemente, además. Hace tres días, de hecho. El sábado pasé la mañana dentro de la caseta de mi editor en la Feria del Libro de Zaragoza. Había allí expuestos unos cuantos ejemplares del título que me acaba de publicar. En cierto momento se acerca una pareja a mirar libros. Ella toma el mío con cierto interés y le dice a su compañero: «Mira, pájaros». Lo abre, lo ojea y añade: «Es poesía» con tono de desengaño.

7, viernes. Junio. Presentación de la «Obra poética» de José Carlos Cataño



En ocasiones lo que se dice en un acto donde se presenta un libro, y al que se ha acudido con la inercia de ir a oír leer unos poemas, cobra una extraña dimensión. José Carlos Cataño afirma que va a añadir muy poco y, sin embargo, traza un sorprendente autorretrato que al cabo resulta tan preciso que no solo le dibuja a él, sino a una forma de comprender la poesía que la época está haciendo trizas a pedradas.
     Explica su relación con el lenguaje. No voy a poder reproducir sus palabras ni me arrogo oficio de periodista. Evoco solo lo que le entendí. La escritura prende en resquicios. El poema habla de cuanto el sujeto no logra decir de sí mismo. Parece una poética mística, pero el valor de la apreciación es más amplio. El poema no existe para decir lo que se pueda contar en un diario, en un relato, en un diálogo. El poema existe para decir del sujeto lo que acaso no sea capaz de expresar quien lo escribe. En los resquicios prende, también, de la tradición. Solo lo no escrito antes por nadie tiene sentido concretarlo en escritura. En los acantilados frente al océano no hay eco. Es lo que me pareció entender. Una idea que ilumina, aunque el viento de la época se encarga de soplar reciamente la opción antagónica: la escritura de regadío, en la que lo trivial suplanta a lo esencial y la multiplicación de los ecos a la voz solitaria.
     En su relación con la poesía enseguida oímos lo que no cuenta, pero se advierte cada vez que pronuncia la palabra Canarias. Cataño es un poeta desheredado de su lugar. Es una pérdida algo más compleja de lo que parece a primera vista. Es cierto que salió siendo estudiante de la isla, del centro alto de la isla —La Laguna—, y el resto de su vida ha transcurrido lejos. No es esto lo significativo. Porque él ha vuelto con frecuencia a su lugar de nacimiento. Por ejemplo, de modo urgente, unos meses después de salir, por el fallecimiento de su madre, cuya elegía emociona oírle leer esta tarde. El lugar que Cataño parece haber perdido no es La Laguna de quien ha vivido en Barcelona, sino La Laguna de quien vuelve a La Laguna. Desde este punto de vista, Cataño es un poeta emblemático del siglo XX. El siglo del desplazamiento. La escritura es la incesante recuperación mítica del espacio del que el poeta ha sido apartado. Quizá, arrancado. Algo que en el XXI cada vez va a ser más difícil comprender desde su condición inicial de siglo de las herencias: del todo está donde tiene que estar, si la conexión es buena.
      Cuando me he sentado a escribir esta crónica parcial de la lectura poética de José Carlos Cataño solo tenía interés en contar lo que más me impactó… sobre lo que nada he dicho hasta ahora. Cómo encontró el resquicio donde estaba prendida la voz de uno de sus libros, central para Jesús Aguado, quien lo acaba de presentar. Se trata de El cónsul del mar del norte, el tercero de seis, publicado en 1990. Nos cuenta Cataño, ahora sí sigo sus palabras, que en un paseo por la parte más recóndita y rocosa de las laderas del Teide descubrió una cabaña medio derruida. Guiado por una atracción irresistible, e irresponsable, entró. Permanecían entre los escombros del techo caído los enseres de quien fue su habitante. Entre ellos, una pequeña colección de libros de bolsillo en alemán. Estos y otros objetos conformaron en su mente una voz que empezó a escribir en aquel momento, incluso el título, allí descubierto entre desvalidos vestigios.
    Similar experiencia tuvo en el Hierro, ante la remota cabaña que ocupó un artista solitario y lunático durante años. Ahí, en lugares como estos, habita la poesía. El descubrimiento es luminoso. No reside en el lugar donde se presiente que el yo ha sido desposeído de una herencia, sino al contrario, donde el lugar ha sido desposeído de quien lo habitaba. Esta es la eterna elegía que late en los versos. La del lugar que guarda de quien escribe solo enseres abandonados —los libros que leyó, la lámpara que le iluminaba ahora con la bombilla astillada, acaso el sobre de una carta que hubo recibido—. La escritura no es más que la proyección sobre las palabras del hueco que ha de quedar en los lugares a los que hemos pertenecido y nos conforman. El tiempo, por otra parte, solo es la canción que suena en la radio mientras el espacio actúa.
     En ninguna parte estaba previsto que en una lectura de poesía emergiera el rostro ubicuo de la poesía. Pero tampoco se puede descartar, a priori, que algo así no pueda ocurrir. Y no siempre uno es consciente de ello.