Nunca le ha gustado cenar con luz
en las cristaleras. Ni en pleno verano. Aquella tarde en la que viajaba
dirección al oeste, sin tránsito en la carretera, había contemplado la puesta
de sol como si el parabrisas del camión fuera la pantalla de un televisor
gigante. La bola solar había ido descendiendo lentamente, infectando el cielo
con una luz anaranjada que le recordaba las boîtes
nocturnas que frecuentaba de joven, antes de desaparecer. No tenía previsto el
lugar dónde detenerse a cenar y a dejar que transcurrieran las horas
obligatorias del descanso. Simplemente conducía mientras hubiera luz sobre el
asfalto. Los campesinos ya habían cosechado y el paisaje que alcanzaba a ver
desde la cabina parecía la cabeza rapada de un recluta. Circulaba con el
remolque vacío y solo tenía que llegar de madrugada a una dirección del
polígono industrial que tenía anotada en el pliego de carga.
Cuando
vio desaparecer el sol tras la cordillera que había a lo lejos, y las sombras
empezaron a extenderse alrededor de los árboles hasta confundirse unas con
otras, decidió que había llegado su hora. Redujo la velocidad para entrar en un
carril de servicio donde creía recordar de otros viajes que había un
restaurante y se dirigió al estacionamiento de camiones. Apenas había algunos
vehículos dispersos por su extensión. Le pareció ver en el extremo las paredes
perpendiculares de un viejo frontón y condujo hasta sus
inmediaciones. En efecto, allí alguien, quizá otro camionero,
aprovechaba los últimos instantes de luz natural para golpear con la mano
contra el frontis una pelota blanca, de tenis.
Qué buena hora para un partidito, le
gritó al jugador nada más abrir la portezuela. Que no le respondió. Cerró el
camión y se acercó despacio. Se te ha comido
la lengua el gato. El otro detuvo la pelota y lo miró con ojos de no
comprender. Señaló hacia un costado donde había un tráiler aparcado. Se fijó en
la matrícula. Era belga. Improvisó: Parle
français? Negó con la cabeza con
gesto de desagrado. Y dijo: Antwerpen.
Ah, insistió el camionero, même pas pour se comprendre. Y el otro
negó reiteradas veces con la cabeza como un niño que no quiere ni más que perra
comerse la sopa. ¿Un partido?,
decidió tampoco complicarse la vida, y el belga le lanzó la pelota. Llevaba
algo más de cuatro horas sentado al volante, así que un poco de ejercicio le
venía como anillo al dedo.
Vaya.
El belga de Amberes se defendía bien, pero el español no había olvidado su
juventud en un pueblo donde el trinquete era la única instalación deportiva. El que no hablaba francés corría que se las
pelaba tras la pelota y sabía devolverla con fuerza. Siempre a buena altura. El
español miraba la tira de las faltas y añoraba el sonido metálico de algún
golpe que le sumara puntos a su favor. Cuando se detenían a hacer cuentas,
repetían los mismos números: Vijf,
decía uno; cinco, el otro. Luego, tien, gritaba uno; diez, el otro. Vijftien. Quince. Imposible despegarse uno del otro en la puntuación. Los dos
anotaban victorias en paralelo. El interés prioritario, determinar quién era el
mejor, en qué son diferentes, resultaba en aquel partido un propósito quimérico. Cada jugador
actuaba como la sombra del contrincante. Como si la realidad quisiera enmendar
aquel viejo pensamiento de Pascal: «cuando se juega al frontón, dos juegan con
la misma pelota, pero uno la coloca mejor». Cayó la noche por completo, aunque una
farola del aparcamiento, en la esquina abierta, les siguió proporcionando la
luz indispensable para seguir intentado distinguirse uno del otro.
Dos
camioneros de descanso, machacándose. Una pelota de tenis que iba y venía con
impuesta disciplina. Nadie que contemplara el partido. Ni siquiera los
estorninos, que hacía un buen rato ya que habían desaparecido en las copas de los
árboles próximos. Es posible que algún mosquito quisiera aprovechar la
presencia humana para abastecer de sangre a su descendencia, no lo descarto,
pero dudo que con la rudeza de los movimientos en el juego tuviera una mínima
posibilidad de salirse con la suya. Lo contrario del que acaba de picarme y
ahora mismo hace rabiar mi tobillo. Hay otras formas, digo yo, más amables para decirle a uno
que por mucho que escriba nunca logrará suplantar con palabras la realidad.
[Cuaderno de ficciones, página 21]