Hace algunas décadas el hijo adolescente
de unos amigos estuvo de viaje por Irlanda. A su regreso, la madre le preguntó
si había hecho fotos y el muchacho le dijo «alguna» y le entregó la cámara con el
carrete en su interior. La madre vio que eran muy pocas, aun así, intrigada, lo
llevó a revelar. El resultado fue desalentador, no lo dudo. En el sobre del
laboratorio encontró solo tres fotografías. Las tres prácticamente idénticas,
solo se diferenciaban en el grado del desenfoque. La imagen que aparecía aún la
recuerdo: la cruceta de un poste eléctrico, con un aislador en cada punta y dos
cables cruzando un cielo con nubes difusas. ¿Eso es todo lo que daba de sí
Irlanda? Como el autor de tan exiguo reportaje es hoy en día un padre de
familia y un profesional responsable, para la felicidad de su madre, no cabe
atribuir el minimalismo incipiente a ninguna alteración del chaval, sino a un simple
problema de la cámara, que posiblemente se disparó por error en un cambio de
ubicación. Lo que sí está claro es que aquella adolescencia de 1990 no tiene
nada que ver con las del presente. El joven que visitaba Irlanda ni se le
pasaba por la cabeza suplantar con imágenes inertes lo que veía y vivía.
Aquel
día fue lo que aduje ante mis amigos, los padres, porque a mí me ocurrió algo
semejante: no conseguía acabar nunca los carretes. Y si no lo velaba al
sacarlo, el resultado que obtenía del revelado no era más alentador. Luego
llegó el teléfono con cámara fotográfica incorporada. Recuerdo que durante cierto
tiempo me pareció un añadido perfectamente inútil. Mi perspicacia para intuir
la transformación de los hábitos colectivos siempre ha sido próxima a la del
basalto. Otro amigo, Marcel, fotógrafo y también aficionado a captar
inverosimilitudes con su móvil, un día se entretuvo a explicarme cómo se
transformaba la toma realizada en lo que uno quería ver mediante el uso del
encuadre. Desde aquel momento, la fotografía cambió para mí. Se convirtió en
otra cosa. Hasta entonces cualquier imagen que hiciera emparentaba en algo con
las del hijo de mis amigos, mostraba lo que a nadie entretiene mirar. Me
explicó con ejemplos que encuadrar una imagen sirve tanto para potenciar el
detalle que se desea convertir en una mirada, como para desechar todo lo que
molesta alrededor y siempre se cuela cuando se observa otra cosa. Esto es lo
que me fascinó: la capacidad del encuadre para aplicar su bisturí sobre la
realidad y perfeccionarla.
El
encuadre es la poética del recuerdo, igual que la escritura diarística lo es de
la vivencia. Ambas podan y seleccionan primorosamente, sea en las fotografías,
sea en los libros. Pero no lo hacen para tergiversar ninguna verdad, ni para ocultar
posibles ignominias; no hay dolo en las artes de la jardinería, solo una
intrínseca necesidad de mejorar el
mundo. En lo visto y en la experiencia convive lo ordinario y lo
extraordinario, lo incómodo y lo sublime; juntos aparecen trivialidad y
prodigio. La tarea del aficionado a la fotografía, o a la escritura, no es otra
que recortar, ordenar, seleccionar y dirigir la mirada hacia lo
significativo. Cuando lo aprendí dejé de
apuntar la cámara con el horizonte en la mitad y a lo que saliera. Incluso con
frecuencia, sobre un cielo azul de set televisivo, he enfocado la cruceta de un
poste eléctrico en el que, de pronto, descubro la flor más hermosa y
reveladora en la incomprensible jungla de formas que nos rodea. Al cabo, con el móvil en
el bolsillo me siento un discípulo de aquel joven estudiante que estuvo en
Irlanda y no quiso contarle lo real de su viaje a nadie. Aunque haya mejorado en lo casual del enfoque,
eso sí.