No hay nada que explicar, le
dije. Soy solo el narrador, ¿qué quiere que le cuente? ¿Le pediría al conductor
del tráiler que transporta los vehículos desde la fábrica las características y
prestaciones de cada modelo? ¿Verdad que no? Pues eso. No tengo más historia
que las historias que cuento. Y ya están contadas. Tampoco sé más que lo que
narro, porque si conociera más detalles, claro, ya los habría incluido en la
narración. Los narradores no escondemos nada. Trabajamos en mangas de camisa. No
sé a qué viene este interés por mi persona. Solo tengo categoría de operario.
Transmito, no invento. Déjeme un poquito en paz.
Claro
que no me ofendo. Lo entiendo. Comprendo ese interés por mí. El narrador mejora
cuando desaparece detrás de los personajes, como el titiritero que maneja con
destreza los hilos que mueven los labios de los muñecos cuando hablan. Es una
destreza, lo reconozco. Pero solo de carácter técnico. Como el albañil que sabe
elevar un muro de ladrillo o el electricista que no se hace un lío ante el
laberinto de cables que lo ha de atravesar. Eso soy yo. ¿Y a cuántos albañiles
o electricistas ha investigado? Ve por qué me enerva que quiera saber algo más
sobre mi condición. Soy transparente, como casi todos. Pregúntele a los
corpóreos.
No,
no es cierto que haya vivido las historias que narro. Tal vez alguna, pocas.
Casi ninguna. La narración es un depósito donde la gente anónima va echando las
historias que le han ocurrido. Una especie de cubo de basura del sufrimiento
humano. Como esos contenedores donde se abandona la ropa usada que ya no se
necesita. Luego hay quien la recoge, la limpia y la pone a la venta a bajo
precio. Y hasta es posible que alguien pueda comprar con encanto una chaqueta
que en su día lanzó con desprecio al montón. Este es el secreto de las
narraciones, reciclar los desastres sentimentales.
Bueno,
claro, sí, alguna historia ha de ser por fuerza personal. La vida de los
narradores no es diferente a la vida de los narrados. Hasta, en ocasiones, uno
se deja llevar por la proximidad y le atribuye al personaje palabras y hechos
que son suyos. Y cuenta en tercera persona lo que se sabe en primera. Este
sería, de hecho, el primer problema para responder a su interés. Es como si a
un albañil o a un electricista le pide usted que se dibuje, en lugar de
pedírselo al dibujante. De cualquier otro sé contar su vida porque manejo bien
la tercera persona. Es la habilidad que me caracteriza. Pero quedaría fatal que
empezara a contar mi vida así: «El narrador nació en el cuento equivocado».
Carecería de sentido. Y aún peor sería que el narrador utilizara la primera
persona. Usurparía, entonces, los atributos del que ha de emplearle. Sería un
trabajador que firma en las dos casillas su contrato de trabajo, la del
empresario y la del empleado.
Como narrador no sé, pero como persona lo entendí todo al revés, si quiere que le desvele algo de mí que sacie su curiosidad. En casa teníamos necesidades, pero me creía todo lo que echaban por la tele y exigía y exigía lujos absurdos que nadie podía pagarme. Me enfadé con todos. Los consideré traidores. Arruiné mi carácter. Mis lazos familiares perecieron por la carcoma de mi odio. Todo alrededor me abandonó antes de que supiera si prefería abandonarlo. No había, eso lo supe más tarde, otra identidad fuera de la que rechazaba. Me había quedado en los huesos triviales de un mero personaje secundario. Eso lo descubrí pronto. Por eso empecé a contar las historias de los demás. Para convertirlos a todos en nadie, como yo, y se me dio bien. Acabé, sin pretenderlo, en la categoría de narrador. Ah, pero el narrador es quien relata las historias donde triunfan o perecen los protagonistas de otras vidas. Los que han logrado disfrutarlas o padecerlas. Solo me dedico a contarlo, soy el que no supo vivir su propia historia.
[Cuaderno de ficciones, página 17]