Soy periodista. Sé que lo he sido
siempre. De los demás no estoy seguro, pero de mí hay pruebas, en algún cajón
del armario guardo el título que me dieron. Ciencias de la Información. Creo
que incluso pertenezco a una de las primeras promociones. Estudié en la
Autónoma de Barcelona. No me acuerdo de gran cosa de lo que me enseñaron, pero
es lo que tienen los diplomas, certifican. Lo que me gustaba era escribir.
Desde niño. A mi madre, el doctor para el que limpiaba su consulta le daba las
libretas de notas con que las que las farmacéuticas se promocionaban. Es cierto
que la cubierta era un anuncio, pero por dentro existía un paraíso de hojas en
blanco encuadernadas. En algún lugar del piso deben de estar, todas
caligrafiadas con cientos de historias. Lo que me ocurría o me contaron, ahí
está copiado. En letra menuda, con frecuentes faltas de ortografía. Alguna vez
les echo un vistazo. Solo por nostalgia. Tenía entonces un interés, creo, antes
de escritor que de periodista. Conforme iba creciendo, sin embargo, me atraía
más el presente, contado desde el presente para ser leído en ese mismo momento.
La inmediatez acabó por fascinarme. No
me veía con ánimo para trabajar una historia durante años y después esperar
meses y meses a que se imprimiera. Absorbía entonces el sentido propio de la
época en su modo de respirar.
Tengo
desde hace una década un contrato de colaboración en exclusiva con uno de los
mejores periódicos del país. Me da para vivir bien. No puedo escribir en otros
medios, pero tampoco lo necesito. Me lo prorrogan cada año, religiosamente.
Quejarse sería de idiotas. La verdad es que he tenido suerte. Había empezado a
hacer mis pinitos en el periodismo en medios marginales. Revistas de ateneos
populares, publicaciones sindicales, fanzines barriobajeros. Donde fuera. Nadie
me conocía, nadie me pedía un artículo, era yo quien los enviaba y al poco los
veía aparecer. Esa magia me bastaba. Casi nunca me pagaban, o una miseria, pero
en aquel momento inicial eso no era lo importante. Cuando me llamaron del
periódico donde escribo, aluciné. Era un salto mortal, pasar de la nada al
cénit. «Te seguimos atentamente», me dijo el redactor jefe que había entonces.
«Te necesitamos, tienes un gran potencial». No era más que un mindundi, pero
una llamada telefónica me convirtió, de repente, en un dios del periodismo.
Nunca he sabido dónde se esconde el hada madrina que trafica con nuestros
destinos y con nuestra vanidad.
Viajé
en un tren nocturno, en una litera, para estar por la mañana en Madrid. No
pegué ojo en toda la noche. Aunque es posible que la durmiera entera soñando
que estaba despierto para no pasarme de parada. En Madrid, que es el final de
todos los trayectos. La redacción del periódico era como las que había visto en
las películas americanas. Un delirio de voces y timbres de teléfonos. Ya
buscaba con la mirada una mesa libre para imaginarme dónde iba a trabajar antes
de haber firmado aún nada. Creo que, si me dijeran que no me podían pagar,
aceptaría el puesto sin dudarlo. Al instante. El redactor jefe que me recibió
me hizo poco caso. Me abandonó en la mesa de una administrativa, que fue quien
me contó las condiciones. Habría firmado antes de oírlas. Tenía que entregar un
artículo cada miércoles. De actualidad. Sobre lo que quisiera. Podía hacer
crónica, entrevista, opinión, sin otro límite que la extensión ni otra pauta
que la rabiosa actualidad. Cada lunes
tenía que llamar a un número de teléfono y anunciar el asunto que iba a tratar
en mi texto, para que fueran preparando el reportaje fotográfico. Firmé, con
los ojos cerrados. En la copia que me dieron figuraba estampada la firma del
director del periódico. Lloré de gozo. Arrancaba la década de los setenta y yo
salía a la pista del hipódromo a lomos del mejor purasangre.
Al
lunes siguiente llamé a primera hora para explicar qué haría en mi primer
artículo. Ya lo tenía medio escrito, claro. De hecho, me costó más elaborar la
presentación de mi propósito que haría por teléfono. Que fuera el de una simple
administrativa me dejó perplejo. Esperaba, por lo menos, hablar con el redactor
jefe, si no era posible hacerlo directamente con el director. Tomó nota de lo
que le dije, menos y peor expresado de lo que había pensado decir, y me puse a
mecanografiar en limpio el primer escalón de mi gloria periodística. Cuando
acabé, lo leí en voz alta y me dije a mí mismo: «Es que eres el copón de bueno,
tío». Esperé el jueves su publicación. Luego, el viernes. Lo habrán dejado para
el fin de semana, pensé, que hay más lectores. El lunes le pregunté a la
administrativa. Me dijo que a veces las colaboraciones salían o no salían, que
eso dependía de la dirección, pero que el hecho no afectaba ni a la
periodicidad pactada ni al cobro de lo convenido por contrato. Y me preguntó
cuál sería el tema del siguiente. No había pensado nada, improvisé algo y de
inmediato me puse a redactarlo. Seis meses más tarde apareció publicado mi
primer artículo en el diario. Era el que había escrito en decimoctavo lugar. No
puedo negar que me alegró. Subí a casa con el diario, como hacía cada mañana, y
nada más verlo volví a bajar a toda prisa para comprar cinco ejemplares. El
recorte lo enmarqué y está por ahí colgado, ya amarillento. Los cuatro
restantes los tiré años después, cuando necesitaba espacio en el estudio.
El
siguiente no lo publicaron hasta varios meses después, y así pasó el primer
año. Tenía un trabajo de prestigio, un excelente sueldo, pero solo la
administrativa y yo sabíamos que era periodista. Luego pasó el segundo año, en
el que publicaron de modo aleatorio cuatro o cinco colaboraciones de las que
semanalmente enviaba. El tercero, lo mismo. Y al cumplirse el cuarto año, de
repente, empezó a aparecer cada semana uno, no en orden, sino de modo
aleatorio. Hoy se han cumplido diez años desde la firma de mi contrato. Desde
hace seis publico en las páginas del principal diario nacional asiduamente. Soy
un periodista reconocido, no un humorista como a veces se ha dicho con muy mala
intención.
El
artículo que mandé la misma semana de la firma, el primero, apareció un viernes
siete años después de escrito. El que acaba de salir hoy mismo lo redacté hace
ocho años. El que he enviado este miércoles se publicará a finales de esta
década que acaba de empezar. Todos mis artículos, fruto de las investigaciones
que desarrollé, de las entrevistas que hice en cada momento, de las opiniones
que destilé en el alambique del trabajo personal y de la exhaustiva información
que había recabado, representan el desarrollo de un ejercicio profesional
impecable y, por cierto, bien remunerado. Y todos han merecido la tipografía de
un gran periódico internacional, aunque hayan aparecido siempre con cierta
dilación en relación al presente que retratan con extrema fidelidad. Lo que no
justifica el mote con el que usualmente se me conoce en el mundillo: «el
rancio».
Reconozco
que durante años he trabajado a oscuras, atado al noray del oficio solo por el
cabo de unos honorarios que nunca se retrasaron y que cada año han ido aumentando
al mismo nivel que subía la vida. Pero no enloquecí. Realicé mi trabajo
periodístico como si el artículo enviado cada miércoles apareciera cada viernes
en el diario. Así cuando no aparecía ninguno, y así también cuando empezaron a
publicarse regularmente, aunque fuera de modo aleatorio. Era, literalmente, lo
que había firmado en mi contrato. Las dos partes cumplimos. Punto y final.
Un día,
de viaje a Madrid, me crucé por acaso con el antiguo redactor jefe, el que me
contrató, ya jubilado. Le invité a un café y aceptó. Pedí una copita y se sumó.
Ya no era nadie en ninguna parte y tenía ganas de hablar. «Fue una idea del
director que había entonces, un iluminado. Estaba convencido de que un gran
diario no podía sustentarse solo con la actualidad. Contrató a filósofos, a
historiadores y a científicos para que escribieran, y eso nos proporcionó
notoriedad. Pero falta algo, me repetía,
falta algo. Insistía: Tenemos que desmitificar el presente.
Hasta que se le ocurrió la idea: Sería
genial tener un periodista que publicara noticias atrasadas, no sé, cuatro años
después de que haya ocurrido algo, escribir tal como se pensaba la víspera.
Por ejemplo, un artículo que previera lo
que iba a ocurrir, cuando todo el mundo ya sabe que pasó lo contrario a lo
previsto. Cosas así. Un periodista anacrónico. Y le dije: Te lo busco y lo montamos». ¿Y por
qué yo?, le pregunté incrédulo ante lo que estaba escuchado. «Verás, tenía que
ser alguien joven, lejos de Madrid, inexperto, pero con verdadera vocación
periodística. Le pedí a mi hermano, que vive en Sevilla, que me enviara los
números que pillara del boletín que se publicaba en el ateneo de su barrio. Ahí
vi tus artículos, creo que ni llegué a leerlos. Pero tuve un presentimiento y
te llamé. Apareciste enseguida. Y aceptaste el trato a la primera. Eres nuestro
invento: la desmitificación del periodismo. Cada semana pruebas cómo amarillea
no solo el papel donde publicamos».