Hace un tiempo el novelista
Manuel Vilas vaticinó, no sé exactamente dónde, la muerte de la poesía. Como no
hay nada que obtenga más eco que la tanatología de los inmortales, su
afirmación causó en el momento un moderado revuelo. Nada comparable, por cierto,
con el ocasionado, a principios de los noventa, por quien anunció el «fin de la
historia» y obtuvo una década de celebridad periodística. Algo que ninguna
afirmación esclarecedora sobre el pasado ha conseguido igualar. Tal vez en aquella
época se empezaba a descubrir sobre «lo nuevo para modernidad» lo que hoy es
una certeza y Nick Land pronostica con lucidez: «el ritmo de obsolescencia de
la verdad». Que no solo es la legitimación de la mentira, sino también de la extravagancia. Nada hay como un
disparate para sentirse oído.
La
de Manuel Vilas sigue expandiéndose. Y tengo la impresión de que no hay lugar
donde el autor aparezca, y hay muchos, sin que le pregunten por la muerte de la
poesía. Su respuesta actual incluye, sin embargo, algunas informaciones más
interesantes que el mero vaticinio. Confiesa que ha dejado de publicar poesía,
pese a que nunca ha dejado de sentirse poeta, porque la literatura es
comunicación y no encuentra a nadie al otro lado.
Cualquier
extravagancia explicada pierde inmediatamente su condición de axioma y
despierta el pensamiento. No es el caso, claro, de la sentimentalidad hacia la
poesía después del divorcio, que forma parte de los tópicos conyugales; ni
tampoco la creencia comunicativa de
la literatura, que es un debate ganado hace mucho tiempo por los perdedores.
Pero sí tiene enorme interés la observación de que la poesía no encuentra a nadie al otro lado. «Nadie»
es un término diabólico en castellano. Exige para aparecer en la frase una
doble negación: No hay nadie. Es decir, no hay 0. Lo que
literalmente significa lo opuesto a lo que se dice. Quien no encuentra a nadie,
encuentra a alguien, porque el «cero» es siempre lo negado. Al menos como
posibilidad teórica me parece una premisa acertada para empezar a pensar. Y
podría enunciarse así: ningún libro carece de lector; o, en positivo, cualquier
libro entra en comunicación al menos
con un lector. Aunque no es esto lo que quería expresar Vilas, claro, pero sí
es lo que el lenguaje desea enmendarle: siempre hay alguien.
El
interés de «nadie» se desvía de su significado negado, «ninguno», y adquiere
una dimensión interesante, la de «alguien». La de «hay alguien al otro lado».
Lo que Manuel Vilas quiere decir implícitamente es que en poesía «alguien»
puede representar, en el más optimista de los casos, 600 ejemplares vendidos. Y
una novela —de las que ahora publica Vilas, no de las que había publicado en
sus inicios—, según leo en una información de prensa, supera los 60.000
ejemplares. La diferencia empieza a clarificarse. En el mejor de los casos, un
libro de poesía puede ofrecer a su autor un rendimiento económico de unos
seiscientos euros, equivalentes a un 60% de una mensualidad del salario mínimo
interprofesional; y una novela puede superar los cien mil euros, lo que
equivale a diez veces el salario mínimo durante un año. No deseo concluir que
cualquier afirmación tiene su inmediata traducción en términos económicos, pero
soy consciente de que me acerco peligrosamente a esa extravagancia. Como no es lo que quiero hacer, abandono esta línea
de reflexión.
No
sé si la poesía ha muerto ya o simplemente agoniza. Veo que se publican muchos
libros, pero su recepción ha cambiado. Ya no está centralizada, como la conocí
hace algunas décadas, sino que padece dos brechas importantes. La primera es la
estilística. Lo que un tiempo solo fueron prácticas diferentes de escritura, y
más tarde escuelas enfrentadas —el conflicto implica reconocimiento—, ha
acabado por ser disgregación e ignorancia. La segunda es generacional, que no
es más que un inexacto síntoma de la extensión de la indiferencia. La misma
feracidad editorial, por una parte, y la decadencia de la crítica literaria,
que oscila entre la trivialidad y la desaparición, por otra, contribuyen a
fomentar una idea pesimista de la poesía.
No
es, sin embargo, la mía. El pesimismo suele contaminar el objeto de las proposiciones
más usuales, por ejemplo, al afirmar «el mal estado de la poesía», en realidad se
obvia que el desilusionado es el sujeto: «el mal estado en el que percibo la poesía». En el caso de la muerte viliana —o
vilesca, no sé— de la poesía, no puedo
sentir su augurio más lejano a mi experiencia. No he dejado de leer poesía, ni
de escribirla, ni de comentar la de mis coetáneos, ni de traducirla, ni de
publicarla. He abandonado, eso sí, la novela, pese a que me quedé con seis
títulos pendiente de un séptimo que cerrase el proyecto con aires de serie. Se
diría que materializo el camino opuesto al de Vilas. Él aspira a los cien mil
ejemplares, yo me encamino a los cien (que es, a veces, el total de la edición
que publico). Para mí la poesía cada vez está más cerca, más presente, más
verdadera. La soledad, el abandono, incluso el vituperio, le sientan bien. Es
verdad que necesito, como Vilas, una comunicación al otro lado, pero no exijo que su magnitud sea sociológica, me
basta con que un único lector me confirme que ha leído lo que he querido
expresar. Y eso sí, insisto en la idiotez de repudiar la literatura como fuente
de ingresos principal de un autor. No es una idea objetiva, claro; sino una
mera manía personal. Y, a veces, un insólito criterio para elegir qué libro
rescatar en las mesas de novedades en las librerías.