Al dar un paseo por los
alrededores, de repente, un almendro en flor. Por justificar que me haya
plantado delante de su esplendorosa blancura, saco el móvil y lo fotografío. Me
doy cuenta de que estoy a contraluz y las flores salen oscuras, pero no me inmuto.
Finales de enero, me pregunto si la imagen me da permiso para alentar la
llegada de la próxima primavera. Los almendros la anuncian mientras el clima
subraya su condición invernal. Forma parte del ciclo de la vida, pero resulta
fácil soslayarlo y admirar el augurio. En tiempos del Cid se atendía hacia el
lugar desde donde procedía el canto de la corneja; ahora uno busca el
pronóstico de la semana próxima en la aplicación del móvil. Tampoco es que se
haya adelantado tanto.
Al Cid el
pasado le importa poco. Se sabe que la ira regia lo destierra, pero no se
discuten las causas. Ni se lamenta, ni se justifica. Hay épocas que se han
construido sobre el pasado, incluso que lo han reproducido con la máxima
literalidad. No la medieval ni tampoco el nuevo siglo. El pasado ni apetecía ni
apetece. Por razones diversas. En el siglo XII existían escasos registros de lo
ocurrido; en el XXI excesivos. Escasez y exceso mantienen parentesco. Es
difícil avanzar con su herencia a hombros. El tiempo del Cid es el presente: lo
que ve, lo que dice, lo que piensa para ganar una batalla, que gana haciéndolo.
Lo que recauda y reparte en cada victoria. Es el canto más entusiasta que
conozco dedicado al presente, lo único capaz de redimir cualquier penalidad. No
es el caso, sin embargo, de este presente, que desprecia profundamente lo que
esté ocurriendo en cada instante; bien porque lo considere reiterativo con lo
que se esperaba de él, bien porque al desviarse de lo previsto subraya lo
impropio de lo que ocurre. El único tiempo en el que se valora nuestro presente
es el futuro. Todos sus esfuerzos están dedicados a modelarlo. Hasta se da el
caso de que cuando ese futuro irrumpe antes de tiempo, se le increpa y
persigue, como al chatbot de inteligencia artificial por el que tanto se
suspiraba y que tantos inconvenientes, de repente, acarrea. Solo por
precipitarse: por dejar de ser futuro. Algo parecido casi ocurre
con los japoneses y su perfecto alunizaje. Menos mal que la perfección ha
resultado tan chapucera como se necesitaba para que sea olvidado enseguida y se
esté ya en los próximos proyectos, esos sí, perfectos, a la luna, a marte y
quién sabe a qué confín del universo.
Mi almendro de esta mañana está ya muy viejo, descuidado y sin fuerza para cubrir de blancura la copa por entero, aún así me anuncia la primavera como un único propósito del presente. Y de súbito he visto los campos pletóricos de sensualidad, mis brazos al aire, el abrigo en el armario y la luz cabalgando sobre el día como una amazona que solo retira la montura de su yegua a la hora de la cena. Cada flor del árbol lanza mi vida hacia el futuro. Ya lo estoy viviendo y, acaso, perdiéndome el antiguo heroísmo de la floración de los almendros. Pero soy un hombre de su siglo y solo pienso en el libro que escribiré, en los viajes que preparo, en el más allá temporal que existe en cada paso dado ahora. Porque, la verdad, si despojo al árbol florecido de su poder de augurio, ¿con qué me quedo? ¿Qué demonios hago aquí parado ante esta reiteración cíclica de la vida con la de cosas que tengo por hacer?