La memoria es un álbum de
fotografías que se abre con frecuencia para refrescar las imágenes que
conserva. El mío lo he cuidado siempre. Cubiertas de cuero, hojas de papel
vegetal entre las páginas, una caja de cartón recio para guardarlo. A veces
hasta me pongo guantes de látex para manipularlo. Por eso en cuanto la vi supe
que la había visto. Que era ella. En el álbum de mi memoria ocupa una parte
importante. Que repaso cada vez que lo abro, por más años que hayan transcurrido.
Desde que falleció mi madre ya no frecuento el que fue mi barrio de
adolescente. Solo de vez en cuando alguna razón peregrina me obliga a ir. Y
voy, y nunca la veo. Solo está entre mis fotografías. Nunca es, sin embargo, una palabra engañosa. Se cruzó tan cerca en
la acera que casi se tropieza conmigo.
Han
pasado los años desde mi juventud. Ahora soy un profesional maduro. De los que
ya empiezan a echar cálculos de cuánto les falta para la jubilación. Pero ella
estaba igual. Envejecida claro. También yo. Ella era mayor, quizá no tanto,
aunque en la época cuando la veía a diario la diferencia se acentuaba bastante.
En un instante fui capaz de ver que en el entorno de los ojos tenía arrugas
pronunciadas y la piel se cuarteaba alrededor de los labios. No es eso en lo
que me fijé, sino en que eran sus ojos de verdad y era el gesto admirable que
dibujaban sus labios, como pronunciando una nota musical. Cuántos años sin
verla. Ni supe contarlos. Me di la vuelta de inmediato y empecé a seguirla.
Había ganado algo de peso. Pensé que lo mismo diría de mí si me hubiera
reconocido. Pero no creo que ni se acordara. Es cierto que éramos vecinos, que con
frecuencia entraba en la tienda de la esquina, donde trabajaba, y que no pudo
por menos que advertir alguna vez una misma sombra que se repetía a su
alrededor. Pero yo era un mocoso que solo la contemplaba desde lejos y ella una
joven cuya mirada enfocaba su vida varios años por delante. No me he vuelto a
enamorar nunca como entonces. Ni siquiera una relación completa, tiempo
después, cuanto tuve la edad y la oportunidad de disfrutarla, me borró su
imagen. Qué extrañas reglas rigen el sentimiento.
Así
que me giro en mitad de la calle y, tras ella, regreso de golpe a mi
adolescencia. Abro el álbum, por las páginas más preciadas, dispuesto, una vez
más, por fin, a revivirlas. «En vídeo», pienso con una sonrisa. Sigue calle
abajo y yo detrás. Continúa siendo una mujer elegante. Con el mismo rigor que
un objetivo de cámara fotográfica, busco detalles de su indumentaria, del
calzado, para apoderarme de ellos. Pero cuando se acerca al portal donde sé que
vive, realizo, sin meditarlo, una maniobra inaudita. Inédita en mis memorias.
Apresuro el paso, me planto a su lado mientras introduce la llave en la
cerradura del portal, sonrío y saludo. «Buenos días», me dice. Pero, de
repente, continúa. «No te vi con ocasión del fallecimiento de tu madre, me
hubiera gustado darte el pésame». «Gracias», respondo balbuciendo. «Pensé que
tal vez entonces regresaras al barrio», continúa hablando como si una antigua
amistad justificara el tono y el tuteo, «a ocupar el piso que había dejado
libre tu madre, pero al ver el cartel de En
venta se me evaporaron de golpe todas las ilusiones de volver a verte
rondándome. Ni te imaginas lo feliz que me hacías siguiendo mis pasos allá por donde
fuera. Lo segura que me sentía. No solo protegida por tu infatigable labor de
escolta, sino sobre todo por la autoestima que me proporcionaba ver cómo me
mirabas, con qué candor, con qué pureza. Si yo era capaz de despertar ese
sentimiento en alguien, me decía, valía la pena ser quien soy. Pero un día
desapareciste. Nunca más te he vuelto a ver. Pasé a soñar que soñabas conmigo,
pero ese juego de espejos enseguida se quedó cubierto de vaho y por mucho que
te buscara en él, ya serías un buen mozo, un hombre. Tendrías una mujer, hijos.
Y yo no he encontrado nunca ese amor que me mostrabas en ningún hombre, y ya
ves, sigo sola, en el piso que fue de mis padres, estancada en la juventud a la
que tú le diste un sentido y después, de golpe, se lo arrebataste. Que seas
feliz en tu mundo». Acabó de abrir la puerta, que se cerró con estrépito tras
ella.
[Cuaderno de ficciones, página 10]