Las
zarzas que invaden los caminos de Ereso arañan sin piedad el terciopelo de los
botines bordados. Los pedruscos doblegan las delicadas suelas. El polvo
desvirtúa los dorados decorativos de la túnica.
Ninguna casa se parece ni siquiera a la más humilde de Tebas. El día que
se vio obligado a partir no dejó fuera de los arcones que le acompañaron ni un
solo símbolo de cuantos habían brillado en su vida pública. Altivo, displicente,
pletórico de arrogancia, se mantuvo firme entre los poderosos, que le usaron
como escuadrón de combate, hasta que se revolvió para blandir la espada contra
el pecho de un general propio y supo entonces la dirección que conduce al
destierro. Sigue usando el acento tebano entre los isleños, aún más marcado si
cabe, que solo con dificultad lo entienden mientras el recién llegado mantiene
el porte marcial entre cabreros y pescadores.
No ha dejado tampoco de escribir
discursos. La oratoria le había abierto los altos portones del recinto real. A
su paso, la guardia postraba las lanzas, pero el escritor ni siquiera desviaba
la mirada de un punto que relumbraba en el interior del palacio al que accedía.
Nadie en Ereso aguarda sus discursos, de los que no comprenden ni las pausas,
pero el tebano sigue componiéndolos con los mismos artificios que habían
deslumbrado a la corte que lo agasajaba. En el miserable foro de la población
reúne a los hombres, que acuden a regañadientes por verse obligados a transigir
ante tales pamplinas, y delante de su malhumor, que le resulta del todo ajeno,
declama sus escritos tocado por un himatión de lana que hace que suden hasta
los vocablos.
Entre los varones que le escuchan, mal
barbados y con las greñas al antojo del viento, se sienta sobre una piedra, en
lugar de permanecer en pie, el aeda de Ereso. Aunque la memoria le juegue de
vez en cuando malas pasadas y mude de una historia a otra sin darse cuenta, sus
vecinos le aprecian. Nunca han entendido tampoco qué cuanta al narrar sus
intrincados episodios, pero si oyen en la melodía el entrechocar de espadas ya sienten
vibrar algo en la parte del pecho de donde emergen las palabras. Les habla en
la misma lengua que ellos practican con ovejas y cabras, la que somete a los
perros y asusta a las aves que amenazan con mal agüero. Nunca llegará a
declamar ni siquiera en Mitilene, pero eso al aeda no le ha importado nunca. Le
enorgullece ahora que hayan enviado un personaje tan ilustre y elegante para
sustituirle, aunque ese mismo honor le impide manifestar lo que le duele que le
hayan sustituido.
[Cuaderno de ficciones, página 6]