Para la
mentalidad tradicional la muerte representa un momento más sagrado que la vida.
La vida es un pasar donde ocurren acontecimientos. La muerte es un acto que
detiene este transcurrir. Para ir a ver a un familiar existe el tiempo, pero tras
su fallecimiento, la desaparición de esta posibilidad obliga a asistir al
funeral. Para la despedida, que se celebra como acto único e irrepetible, a
diferencia de los que caracterizan a la vida. Desde que salió de su pueblo, muy
joven, mi padre solo vio a su madre unas pocas veces, algún que otro verano,
pero cuando llegó la noticia de su muerte, corrió a coger un taxi a última hora
de la tarde y a emprender el camino durante la noche. Este fue el primer viaje
iniciático de mi vida. Debía de tener unos diez años. Mis hermanas se quedaron en
la ciudad con unos parientes, pero a mí me permitieron ir, era el mayor.
Recuerdo con precisión los detalles de aquel viaje. El restaurante de Zaragoza,
a medio camino, donde cenamos con el taxista, que después se tomó un café. El
entierro de la abuela Albina, la reunión nocturna de la familia, la visita a
casa de mi abuela al día siguiente y su desván. De un baúl lleno de prodigios
me traje la montura de unas gafas de nariz, sin varillas, con funda de madera,
un termómetro de horno y otros objetos igualmente antiguos e inútiles. El
significado sagrado para mi padre de despedirse de su madre coincidió con el
significado sagrado del niño que, al abandonar el círculo de sus hábitos,
descubría nuevas facetas inesperadas de la vida. No es una casualidad. Las
alteraciones a los que obliga la muerte reúnen a personas que tampoco se ven
muy a menudo y propician hechos que dejan muescas sobre la piedra.
[Libro V, Epigrama XXXII]