Supe que había
fallecido Christian Bobin (1951-2022) la tarde del viernes pasado por una foto
y una frase que colgó José Mateos en su corcho digital y me entretuvo al pasar
por el pasillo de las virtualidades. El
martes vi que había colocado, ajustado con cuatro chinchetas, un recorte de
periódico de Enrique García-Máiquez donde evocaba sus lecturas del escritor
francés. Nunca he sabido muy bien qué rito seguir en estos casos. Siento a
Bobin, de quien tengo quince libros en mi memoria (apenas un cuarto de los que
publicó), tan próximo como siempre ha estado lejos. Tal vez valga la pena
evocar cómo encontré su nombre. Es una anécdota trivial, que sin duda habría
olvidado, pero que recuerdo con la exactitud que conservan de sí mismos los
acontecimientos.
Fue en el otoño de 2009. Al final de la
mañana, casi a mediodía. Solía ir a esa hora, una vez al mes, a la redacción de
El Ciervo para recoger las novedades de poesía sobre las que hablaría en el
número siguiente. Me despedía ya cuando Eugenia, la jefa de redacción, me dijo
que los libros que ningún crítico había reclamado durante los últimos meses
estaban en un montón para retirarlos, que si quería echarles un vistazo.
Efectivamente, en un pasillo había pegadas a la pared varias columnas de libros
de casi un metro de altura. Desganado, fui pasando volúmenes, con la práctica
que a uno le ha dado ser visitante habitual de las librerías de viejo, sin que
nada despertara mi interés. Aparté cuatro o cinco, solo para echarles un
vistazo más detenido. Entre estos, uno pequeño titulado Las ruinas del cielo, de un autor para mí completamente
desconocido, Christian Bobin. Publicado en Zaragoza por un editor denominado
Sibirana del que tampoco conocía otras publicaciones. Estaba a punto de
despreciarlo, como a los otros que había retirado, cuando se me ocurrió leer la
primera frase. Abrí por la página 11 y leí: «Angélique Arnauld, abadesa de
Port-Royal, muerta el seis de agosto de 1661, pasa por delante de la ventana
del despacho donde escribo». Punto y aparte. Sigo, pero antes busco un volumen
grande, lo pongo en el suelo, me siento sobre su grosor y continúo leyendo,
allí mismo, en el pasillo, bajo la luz de fluorescente. A la tercera página ya
no podía dejarlo. Cuando llevaba una veintena apareció Eugenia, con gesto de
hora de irse a comer, y tuve que interrumpir la lectura, pero aquella misma
tarde ya había acabado el primer acercamiento a Christian Bobin. Las ruinas del cielo me pareció un libro
extraordinario.
En la red comprobé que de Bobin se
había traducido otro libro: Autorretrato
con radiador (2006), en ediciones Árdora, colección que seguía con interés,
pero este título se me había pasado por alto. Al día siguiente fui a La Central
y allí estaba, en la sección de autores franceses, alfabetizado por su letra.
García-Máiquez, en el recorte del Diario de Cádiz, califica la lectura de Autorretrato con radiador como un
«deslumbramiento». Es curioso, la palabra que utiliza es exacta en su radical
inexactitud, porque, como dice el propio Bobin en estas páginas: «es la palabra
la que nos hace ver, no son los ojos, nunca son los ojos». A partir de esta
lectura, tuve que desenterrar mi francés escolar para seguir leyéndole. Pero la
lengua de Bobin es transparente, carece de opacidades. Así he leído la mayor
parte de sus libros, sobre todo los más poéticos —libros de poemas en prosa,
sin ningún género de dudas—, como Un assassin
blanc comme neige (2011), L’homme-joie
(2012), La grande vie (2014), Noireclaire (2015).
En las páginas de este último libro veo ahora que he subrayado una frase (¿un verso?): «Quand je lis um poème, c’est la mort des horloges», que bien pudiera equivaler a un endecasílabo nuestro: «Cuando leo un poema el tiempo cede». La muerte fue la compañera que el devenir eligió para su vida. El propio Bobin lo contó, entre temblores que se perciben en cada párrafo de su escritura, en La más que viva, cuya traducción editó en 2016 José Mateos. A los lectores de Bobin solo nos queda como consuelo pronunciar un postrer verso: Y que descanse en paz El más que vivo.