En Lisboa, los domingos iba a comer al Tronco, un pequeño restaurante en una calle paralela a la Avenida Liberdade. Una familia de gallegos trabajaba allí. El padre, en el mostrador. Nunca hablaba con nadie, respondía con monosílabos, pero dirigía los movimientos de todos con precisión de escenógrafo. Los dos hijos atendían a las mesas, y madre e hija cocinaban. Como cerraba la cantina universitaria, íbamos Gianluca y yo sin falta todos los domingos. Solíamos instalarnos en la última mesa, al fondo, donde nadie quería ponerse, frente a la puerta de la cocina. La hija, que tendría nuestra edad, de vez en cuando se asomaba, nos miraba y nos sonreía. Tal vez más a Gianluca, porque como buen italiano vestía con más elegancia que yo. Pedíamos siempre un filete de la casa con patatas, y el plato era una enormidad de carne y un salirse por todas partes de patatas. Comíamos proteínas para una semana de sopa de cantina. Un domingo, acudimos con dos amigas, ni siquiera recuerdo quiénes eran, tal vez dos compañeras de curso. Los platos aparecieron puntuales, pero en ellos se moría de soledad el filete más breve que había visto y patatas cuyo número se podía establecer con los dedos de una única mano. Nos dimos cuenta del error de inmediato. Nunca más nos presentamos acompañados. La comida era más importante que la compañía. Tuvimos que pasar dos o tres domingos de purgatorio, con platos reducidos, hasta que regresó el tamaño XL al que nos habíamos acostumbrado antes de la traición.
[Libro V, Epigrama XIX]