Las ilusiones son peligrosas. Si
se resuelven en el presente, pase. Se convierten en alegrías. Menos
perjudiciales mientras sean difusas, genéricas, y actúen como un impulso. Las ilusiones
demasiado concretas y de largo alcance sustituyen a las pequeñas satisfacciones
de la vida cotidiana y conducen a la frustración. Eso lo aprendí cuando tenía
diez años. Quería un muñeco articulado de buzo Madelman. Como para Reyes había pedido regalos en años anteriores
que no habían llegado, y realmente quería mi buzo, emprendí una auténtica campaña
publicitaria de mi deseo en el trato con familiares, conocidos, vecinos. Una
campaña insistente que consiguió, el Día de Reyes, que recibiera no el buzo que
esperaba, sino tres buzos idénticos. Tres regalos que podrían haber sido
diferentes se convirtieron en un único regalo redundante. Podría haberme
divertido contar con un equipo de buzos, pero lo cierto es que la abundancia se
convirtió en el primer desengaño. Nada que ver con la sensación de insatisfacción pasajera sufrida al
no recibir lo esperado. A partir de aquel momento creo que decidí abandonar las
apetencias en manos del destino y no he vuelto a tener una ilusión concreta por nada. A veces, cuando era adolescente, me entregaban un sobre con dinerito para
que cumpliera un deseo. No me compraba regalos, iba gastando las monedas en revistas,
cuadernos, cosas cotidianas. ¿Cómo se juega con
tres juguetes iguales? En esta pregunta me quedé estancado. Hasta ahora.
[Libro V, Epigrama I]