La calle
que desemboca en la plaza del Diamante se llama Topacio; la que cierra por
debajo, Oro; su paralela, Perla; por encima queda la calle del Rubí. Parecen
las dependencias de una joyería, y al parecer es lo que ocurrió. La finca
rústica donde están ubicados los alrededores de la plaza pertenecía a un joyero
de Barcelona que, conforme la urbanizaba, iba dándole nombre a las travesías
con sus piedras y metales preferidos. Es, quizá, la plaza más literaria de
Barcelona, gracias a que la genial escritora Mercè Rodoreda (1908-1983) la
eligió como título de su mejor novela: La
plaça del Diamant (1962). No solo como título, en la carpa que se monta cada
año durante las fiestas de Gracia arranca la vida de su protagonista, y en el
vacío de la plaza, muchos años después,
una madrugada, contempla el extraño dibujo que los acontecimientos han trazado
con sus días. Este símbolo de angustia existencial de la Colometa, protagonista de la novela, parece haber descendido hasta
sus entrañas: en 1992 se descubrió y restauró un refugio antiaéreo de la Guerra
Civil, el número 232. Esto es lo que hay que contar de la plaza cuando se la
presenta.
La atravieso casi a diario, desde la
calle Asturias, antes calle Esmeralda, hasta Verdi, por la que suelo subir o
bajar en los paseos por el barrio. La sensación que tengo es siempre
paradójica. Posee una hermosa y equilibrada planta de aspecto cuadrado.
Espaciosa. Todo parece respirar en su enlosado de plaza dura, casi siempre
desierto. O, con suerte, ocupado por un músico o artista callejero que
entretiene a la gente, que solo se arremolina y la utiliza en el flanco norte. Ahí,
unos arbolillos de escasa altura, pero frondosos, cobijan la terraza de un bar
frecuentada a cualquier hora. Un parque infantil con cerca, en el otro extremo,
atrae a las parejas jóvenes de la zona, que intiman mientras sus descendientes
se liberan del control familiar. Existe también, entre terraza y parque, un
banco de piedra corrido, en el que es fácil ver turistas comiendo, adolescentes
de charla, ancianos de descanso y contempladores de ciudad de diversa especie.
Un banco de plaza comunitario, algo insólito en una ciudad donde la conciencia
de propiedad privada se extiende hasta la baldosa que se pisa cuando se camina.
Vida al norte, desierto al sur. La
distribución de la plaza parece un vaticinio. No hay nada habitable, ni bancos
ni terrazas, entre los dos accesos al refugio antiaéreo, que los niños usan
como porterías para sus partidos de media tarde. A veces, cuando cruzo por aquí
rememoro la visita a este espacio que realizó Natàlia (a quien la vida
rebautizó como Colometa) en las
últimas páginas de la novela de su vida: «y entré en la plaza del Diamante: una
caja vacía hecha con casas viejas y el cielo como tapadera». Da la impresión de
que la realidad se esmere por estar a la altura del arte literario. Unas
páginas antes, la protagonista confesaba que había «sentido repentinamente el
paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia… sino el
tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos amasa». Mercè Rodoreda dejó
esta plaza impregnada para siempre con su melancolía existencial.