A Salvador
Dalí le enloquecía encontrar centros del universo en sus lugares biográficos.
Como no he nacido ni resido en sitios que brillaran por algún aspecto cardinal,
me gusta pensar esta plaza, con la ayuda de un verso de Raquel Casas Agustí, como
el «lloc on volia néixer, la meva plaça». Tal vez ombligo de ciudad o incluso
yema de su huevo. O simplemente su mejor biblioteca: cada una de las piedras
que se mire cuenta una historia. Incluso si cierro los ojos para oír despeñarse
el agua de la fuente que hay en medio —un pilón octogonal de cuyo centro emerge
un monolito con pila intermedia y por encima cuatro caños que la desbordan—. Si
recuerdo el verso de Edith Södergran, «Cruzo la plaza con mi futuro en el pecho»,
solo he de cambiar una de sus palabras por «pasado». La primera vez que la
crucé, a finales de los años setenta, era un espacio sórdido. Se accedía con
miedo, se atravesaba con pavor y se salía con el propósito de no regresar. Mal
iluminada, hedionda, con cuerpos abandonados a los delirios artificiales por
los suelos, entre desperdicios y despojos. Cuando acompaño a alguna persona que
no conoce la ciudad, disfruto iniciando la visita en San Felipe Neri. Ante el sonido
armónico del agua, bajo la sombra catedralicia de los tres soberbios tipuanas
que huyen hacia el cielo y entre la dignidad de la piedra, siempre hay alguien
que me dice: qué lugar tan romántico.
Trágico,
le corrijo. A los soldados les gusta decir que una bomba nunca cae donde ha
caído otra, pero aquí uno de los edificios de la plaza se mantiene erguido para
desmentir la ciencia bélica. Hospicio infantil durante la guerra, se coló una
bomba por un ventanuco del subterráneo, abierto a pie de calle, donde se habían
escondido niñas y niños, huérfanos del conflicto, durante el bombardeo. Cuando
acudieron los primeros vecinos para ayudarlos a salir por el socavón abierto,
otra bomba, lanzada por otro avión de la escuadra que martirizaba a los barceloneses,
impactó en el mismo lugar causando una masacre entre los rescatados y los salvadores.
De la metralla que se esparció por la plaza aquel día aciago guarda memoria la
viruela que pica por completo la fachada de la iglesia contigua. Una imagen que
aún impresiona. Hoy, el antiguo hospicio es un colegio de barrio y la plaza, el
patio de recreo. Muchas mañanas me he sentado en el suelo a ver correr a los
niños detrás de una pelota y oír cantar como goles los balonazos que impactaban
contra los sillares medievales.
La noche más hermosa que recuerdo en
San Felip Neri fue una de mayo, hace años, durante la Semana de Poesía de la
ciudad. El escenario se alzaba contra el muro lateral de las dependencias de la
iglesia, la base del pentágono que forma la planta de la plaza, y junto a él
había instalado un trapecio portátil. Entre lectura y lectura, las luces se
apagaban y un único foco iluminaba los movimientos inverosímiles de la acróbata,
cuya sombra armónicamente se retorcía, engrandecida, sobre la pared de piedra
mientras los chorros de la fuente cantaban las viejas nostalgias de la plaza.