En
mi vivencia de esta plaza, tan concurrida y animada a cualquier hora, solo hay
conceptos. No puedo atravesarla, y lo hago al menos dos o tres veces por semana,
sin que me acuerde de quién la perdió, porque durante la mayor parte de mi
vida, hasta que se la arrebataron en 2009, la plaza llevaba exactamente ciento
dos años dedicada a Rius i Taulet, Francisco; que había sido alcalde de
Barcelona y emblema de la moda capilar decimonónica: lucía unas patillas
portentosas, que se extendían en caída de barba por el pecho, a uno y otro lado
de un mentón perfectamente afeitado, y un prominente bigote que le tapaba la
boca. Y calvo. Un hombre de su tiempo, que lo ha perdido en esta plaza, que ya
se había llamado de Oriente, de la Villa, de la Constitución, de la República,
hasta que Rius i Taulet le proporcionó cierta estabilidad emocional que el
nuevo siglo, el actual, le ha quitado. Plaza del oportunismo.
Este es el primero. El segundo concepto
que me llama la atención es el derivado de su principal atributo, la torre del
reloj. Obra de Rovira i Trias, Antonio; el arquitecto y urbanista municipal que
ideó una Barcelona menestral y provinciana que felizmente le fue arrebatada por
el vendaval visionario de Cerdá, Ildefonso. Aunque muchos ayuntamientos ya lo
habían incorporado desde que en el siglo XVII se generalizaron las casas
consistoriales, el XIX se erigió como el siglo del tiempo contado por un reloj
con precisión de minutos. Una normativa decimonónica obligó a que el predominio
filosófico de la puntualidad horaria se visualizara desde todos los
ayuntamientos del país. Para controlar la respiración del municipio, nada mejor
que la torre de la iglesia que solía erguirse enfrente. El problema lo tuvieron
las casas consistoriales sin edificio notable alrededor. La solución resultó
evidente: una torre, coronada por el rey de su siglo, un reloj con campanario.
Los nombres pasan, pero las costumbres permanecen. O se acendran, el siglo XX
colocó los minuteros en la muñeca de los ciudadanos y en los escritos de sus
filósofos, como quien marca su ganado y encierra la ganadería, y el XXI lo ha
introducido en las almas a través del teléfono (llamado) inteligente.
Las niñas y niños que juegan en la
plaza han descubierto una función novedosa para la torre octogonal erguida en
el centro, ahora portería de sus partidos de fútbol. No existe en ningún otro espacio
urbano nada con una dimensión tan precisa. Y cuando la disputa es completa y no
un simple entrenamiento, la necesidad de otra portería la resuelve la puerta
del ayuntamiento de distrito, antigua casa de la Villa. Incluso el guardia
municipal que la vigila se aparta a una jamba para dejar espacio a las
estiradas del portero. Cada vez que cruzo entre los futbolistas, jugándome el
tipo y con nostalgia de no ser yo quien corra tras la pelota, me llevo la mano
a los conceptos y evoco unos versos de Olvido García Valdés: «Un momento / de
sol, una plaza mayor invernal, un reloj / con once campanadas sonando al sol,
¿quién / era?», o mejor, ¿quién soy yo cuando, en mitad del bullicio de la
vida, sin atreverme a contar aún las campanadas que suenan, voy pensando qué me
arrebatará la plaza que lleva mi nombre en mi propia vida?