Visito,
como tantos domingos, el mercado dominical de libros viejos de San Antonio. Lo
hago temprano, de modo que no tropiece con otros husmeadores de tesoros. Ya he
sido asiduo visitante del mercado en otra época (o quizá en otra vida). En los
ochenta pasaba la mañana entera en el puesto que cuidaba el novelista Antonio
Rabinad, de quien aprendí la suerte de torear clientes para que dejaran de
dudar ante el precio de un libro que les apetecía. Casi siempre sé valorar lo
que descubro, aunque aprenderlo me costó pérdidas que recuerdo más que las
adquisiciones. Como el Quijote de
Calleja, en octavo, por solo mil pesetas frente al que dudé un instante y antes
de que el libro, que estaba en mis manos, volviera a su lugar mientras me
decidía, otra mano lo retiró al instante, pagó encantado, y se lo llevó.
Hoy
he visto, nada más llegar, una preciosa edición del Poema del Mio Cid, de 1961, encuadernado en tapa dura, con la
reproducción facsímil del manuscrito y su transcripción. Durante años hubiera
pagado cualquier precio por este libro. Pero ahora paso las reproducciones del original y las recuerdo casi de memoria: tantas veces como las he consultado
en Internet. De repente descubro al lector que ya no soy, que la época me ha
arrebatado. Así que dejo el volumen admirable entre los que aguardan quien los
lea. Un poco más adelante veo un libro de 600 páginas con un título que atrae El arte de falsificar el arte. Publicado
en 1960, como yo. Acudo al índice: el arte de la falsificación y sus límites,
grandes falsificadores, «Treinta Van Gogh en busca de su autor».... Una
tentación, pero lo devuelvo a su sitio, podría haber sido un buen lector de
este libro, pero ya no lo soy. Estas informaciones curiosas ya se encuentran,
de hecho, lejos de mis —cada día menos— curiosidades. Me he obsesionado tanto
por descubrir los lectores que ya no soy, que ante un libro reciente (a mitad
de precio) no he sabido qué hacer. Un volumen sobre cine (ya no tengo tiempo ni
memoria para convertirme en lector cinéfilo), pero escrito en forma de diario.
Lo ojeo y, en efecto, me parece fiel a la deambulación del género. Y sí soy, ahora, lector de diarios, sobre
todo si se escriben con tema, es decir, como exilio de las convenciones de otros
géneros. Pero la duda me detiene. Sigo por los puestos sin encontrar nada,
hasta que me doy cuenta de que no veré nada interesante porque ya lo he visto.
Acabada la ronda del mercado librero, me doy la vuelta y regreso al dietario
cinéfilo. Me esperaba. Descubro que me
alegra descubrir el lector que aún no sabía que era.