En
poesía, y aún con mayor claridad en arte, existen dos maneras de concebir la
creación. Una es la que aspira a un estilo personal, con marcas formales y
expresivas que resultan reconocibles de inmediato. Es el caso de Lorca, de
Picasso, de Miró. Se estiliza la creatividad en busca de un gesto de identidad
a partir del cual se desarrolla la obra, a veces incluso con notables
variaciones de soportes y técnicas. De hecho, en el mundo del arte, y también
de la literatura, los artistas que logran ese trazo personal acaparan el mayor
prestigio. En un ambiente caótico y laberíntico, su personalidad parece ordenarlo
de súbito al ser identificada con un simple golpe de vista. «Un Mondrian», se
afirma sin casi mirar el cuadro.
Hay otros escritores y artistas que
nunca han querido desarrollar esa marca de estilo personal. Cada proyecto que
emprenden es como si lo realizara un artista diferente. Aprecio, por esta
razón, la obra escultórica de Susana Solano. La observación de su trabajo me ha
enseñado a prescindir del anhelo de un estilo como quien registra una marca en
ese hiperlenguaje ideal para usos
masivos. Así, artistas refractarios de los signos de identificación, como
Gerhard Richter o Joseph Beuys, se han convertido para mí en modelos a partir
de los cuales pensar la escritura. Y he acabado prefiriendo también a los autores
que nunca han desarrollado un estilo reconocible de escritura, los que lo
descubren en cada libro que escriben. Poetas que encarnan el caos y el
laberinto al que pertenecen.