Igual
que existe en la Iglesia la figura del antipapa, la iglesia de San Gregorio
Taumaturgo convierte este lugar en la anti-plaza. Es cierto que el canon urbanístico consagra
la plaza —sobre todo el modelo romano de plaza— en una suerte de pedestal de un
gran edificio. El espacio que este requiere para lucir con amplitud y
perspectiva. Y en ese espacio, una fuente monumental resulta el adorno más
adecuado. El templo dedicado a San Gregorio, fábrica notable por su planta
circular, hubiera merecido alrededor, o delante, una plaza con fuente, aunque
solo fuera un pilón de dos caños. Pero la singular iglesia de San Gregorio
ocupa al completo el espacio de su plaza, en el centro de una rotonda que
ordena el tráfico. El edificio religioso es toda la plaza y, de hecho, no hay
plaza alguna en la plaza de San Gregorio. Quien quiera pasearla, puede seguir
la acera circular, enfrente, y esperar turno en todos los semáforos de las múltiples
vías que ahí confluyen, es decir, el anti-paseo.
A esta plaza en ausencia fui por
primera vez en 1981. Desde la Diagonal, había atravesado el Turo Park, jardines
que conocía bien, y después de salir por el extremo opuesto, un poco más
arriba, en la bocacalle que da a la plaza me detuve. Diría que contemplé un
instante las obras del edificio circular, que aún permanecía inacabado (como
cualquier iglesia que se precie en esta ciudad, la Catedral gótica solo se
acabó a principios del XX y la Sagrada Familia espera otra época gótica para
ser concluida), pero, en sentido estricto ni siquiera alcancé a rozar la plaza
San Gregorio. En la esquina misma di un giro y encaré el botón de un portero
automático, aunque quizá tampoco fuera yo quien lo pulsara. Cuando se abrió la
puerta, entramos, conmigo, cinco universitarios. En el tercer piso nos esperaba
Jaime Gil de Biedma. Le habíamos abordado a la salida de una lectura y nos
dijo: «¿Por qué no venís una tarde a casa, que podremos charlar más
tranquilos?». Desde las ventanas del salón se veía la iglesia circular, pero
aquella primera tarde nos condujo a un pequeño estudio en el que había un
sillón antiguo, de madera noble, alto y ancho, donde se sentó, y almohadones por
el suelo, donde nos acomodamos nosotros. Al salir le pedí que me firmara un
libro, que me dedicó «después de dos horas de haber —yo— hablado en exceso». Una
descripción exacta de lo que ocurrió.
Igual que los nadadores rozan con la palma de la mano el extremo de la piscina antes de darse la vuelta y encarar la calle por donde habían venido, la plaza de San Gregorio ha sido, y sigue siendo una pared que alcanzo para tocar y darme la vuelta. Uno de mis paseos preferidos por la ciudad tiene ese tope. Llego hasta la puerta del número 6 de la calle Pérez Cabrero y contemplo un instante la portería que crucé algunas veces en un tiempo tan lejano que parece no haber existido nunca. Alzo la vista hasta las ventanas del tercer piso. Y me voy sin pisar la plaza. En el último paseo, que di hace solo unos días para poder escribir luego esta evocación, continué hacia adelante y le di una vuelta completa a San Gregorio por la calzada de los portales y los comercios, donde en cada semáforo, y hay cinco, «esperaba / con los demás, al borde de la señal de cruce». No sé muy bien por qué realizo esta peregrinación habitual hacia el pasado. Por ver, tal vez, cómo «La luz, usada, deja / polvo de mariposa entre los dedos». Dos versos cuyo sutil significado cada vez siento que me gusta más visitar.