Durante los últimos años de su vida mi padre se convirtió en un acuarelista compulsivo. Pintaba láminas a todas las horas del día. Resultó una afición beneficiosa para la familia, que dejó de preocuparse por los regalos. Por muchos cuadernos, papeles, pinturas, pinceles que recibiera cada temporada, nunca le sobraban. Al principio copiaba imágenes que veía en fotografías, pero pronto empezó con las series. Tuvo una época paisajista, otra de marinas, una muy extensa de retratos, en fin, fue agotando uno a uno todos los subgéneros de la acuarela. Se instaló en mi antigua habitación de adolescente, y donde aún permanecen las estanterías con los libros que tenía cuando me fui de casa. Quitó la que había sido mi cama y colocó una vieja cómoda alargada que ignoro de dónde sacaría. En sus cajones amontonaba las pinturas. Cuando falleció, una tarde en la que hacía compañía a mi madre, decidimos ordenar su pinacoteca. Vaciamos los cajones, y en todos, ocultos bajo las láminas y al fondo, descubrimos unos sobres blancos con una palabra garabateada encima. Los mismos que encontré después, en verano, cuando me puse a organizar sus herramientas en el garaje de la casa de campo. Los mismos sobres, idéntica ocultación. Los abrimos, claro, y contenían semillas. Sobres con semillas de tomates, pimientos, calabazas que mi padre había utilizado durante años en su huerto, el que ya no podía cuidar cuando se dedicó a la pintura. El secreto de mi padre: sus semillas.
La dimensión exacta de ese empeño por
preservar las semillas la descubro ahora en uno de los capítulos de Un pequeño mundo, un mundo perfecto (Ed.
Elba, Barcelona 2020), del paisajista italiano Marco Martella (1962). Se trata
de una breve colección de crónicas escritas tras la visita a algún jardín, unos
conocidos, otros recónditos. Esta breve descripción del libro era la que tenía
cuando empecé a leerlo, y la expectativa era la obvia, que un especialista me
enseñara a contemplar especies, orden, cuidado… y también léxico, para saber lo
que uno mira, porque si «el de jardinero quizá sea, ante todo, un trabajo de la
mirada», el de paseante es «ante todo» un humilde aprendizaje «de la mirada».
Era, repito, lo que esperaba de un cronista de jardines.
La mejor lectura es la que deshace lo
previsto. En uno de los capitulillos del libro, titulado «Semillas», descubro
el sentido del secreto de mi padre. Martella cuenta en él la historia de Miguel
Cordeiro, un estudiante portugués, activista en París y, por una de esos giros
inesperados que da la vida, hortelano en Normandía. Acomodó en el invernadero
de su huerto los armarios inservibles de la casa para albergar una colección de
semillas autóctonas, «el único acto verdaderamente político que ahora conocía
era hacer lo que él hacía: conservar las semillas. “No vale la pena pensar en
el mañana, ¿entiendes? Tenemos que pensar en el pasado mañana…”». Eso es,
pienso ahora, lo que hacía mi padre. Su herencia, unos sobres con las semillas
de los mejores productos del huerto, cuando él ya no podía cultivarlos, para
esa abstracción que es el futuro.
Un
pequeño mundo, un mundo perfecto no es, como esperaba, una crónica de
jardines, sino de jardineros y amantes de los jardines. «Desde siempre,
—escribe Martela en su poética— un vínculo indisociable une al hombre y al
jardín, un vínculo creado y recreado en función de las preguntas que los seres
humanos han hecho a la naturaleza», y de ese vínculo trata su libro. Las
visitas del paisajista italiano a los jardines no son para catalogar especies,
sino para descubrir el pensamiento humanista que sobrevive entre las plantas y
árboles. El de, entre otros jardineros o amantes de los jardines, Arthur Conan
Doyle, Philippe Jaccottet, Chateaubriand, Hermann Hesse, Vita Sackville-West o
Pia Pera. No es este, sin embargo, el único propósito de Martela escritor.
Dolido por la actual desacralización de la naturaleza, rastrea en los viejos
jardines la poesía que estos tuvieron
y conservan a espaldas de una época que se la niega para abarrotarlos con las
funciones pragmáticas del ocio, opuestas a lo que siempre fueron, objetos de
mera, y trabajosa, contemplación.