Escribir en la piel del amante posee
una antigua tradición libertina. A los heterodoxos del siglo XVIII les gustaba redactar
cartas sobre una persona desnuda. Les parecía el hecho más sacrílego ante la
sociedad puritana e intransigente que detestaban. Lo que me atrae de esta idea
no es la parte erótica, sino la literaria. En aquella época aún se pensaba que
la escritura formaba parte de lo trascendente. Y era capaz también de proporcionar
al sexo, la gran aspiración, una dimensión mayor que la fisiológica, casi una
filosofía de vida combinado con la palabra. El sexo trivial que practicaban dejaba
así de serlo y se convertía en un rito iniciático gracias a la tinta.
La
escritura sobre la piel, ahora un hecho trivial si se tiene noticia de su
existencia, sigue el sentido contrario al que emprendieron los libertinos del
XVIII. Devuelve a la piel —no leída por no publicada— el misterio que ha
perdido con la trivialización de la intimidad. Si en épocas de ocultación lo
explícito goza de un sentido; en las explícitas ha de tener significado por
lógica solo lo implícito, aquello que permanece callado. El pudor, la opción
clandestina.