Que los virus poseen una naturaleza enigmática uno lo descubre en cuanto sale de la consulta del doctor con un cuadro de síntomas complejo y sin ninguna receta en la mano. Buenas palabras sí, recomendaciones, pero cero medicamentos, cuando los hay a cientos para todo. Menos para el virus que le afecta. Que recuerde, en dos ocasiones he padecido un virus de cierta importancia y no diré que es la peor enfermedad, en absoluto, pero suele manifestarse de una forma caótica y asilvestrada que desorienta.
Existe otro tipo de enfermedades sobre el que me da la impresión que tampoco se sabe demasiado. Las autoinmunes. De repente el propio organismo empieza a destruir elementos esenciales para su funcionamiento. En cierta ocasión padecí un episodio autoinmune, felizmente no patológico, y cuando pregunté por el origen del problema el especialista me indicó una extensa lista de posibles causantes. Entre los cuales, cómo no, estaba el haber estado en contacto con ciertos virus. Y ahí aparece la conexión más irracional que se pueda imaginar: el cuerpo enloquece persiguiendo un intruso, lo confunde con cualquier elemento, a veces vital, y lo destruye pensando que así se salva del virus cuando en realidad aumenta los trastornos a sí mismo e incluso pone en riesgo su vida.
Recuerdo ahora los episodios médicos porque estos días he escuchado atentamente los noticiarios y me he paseado por mi ciudad, que sin estar en la lista de las más atacadas por el coronavirus, languidece fruto del daño que se infringe a sí misma. Calle, cafés, comercios vacíos. Escuelas, institutos, universidades cerradas. Parques infantiles, sin embargo, con algún que otro niño, pero alejados entre sí. Actos de todo tipo, desconvocados. Gente evitando a la gente. Mascarillas en boca y nariz. Una pasmosa ausencia de turistas en las puertas de la Sagrada Familia —que ha sido lo que más me ha impresionado—. Los supermercados sin papel higiénico, arroz, pasta o carne. La bolsa desplomándose. Las visitas médicas por otros motivos, anuladas. Suspendidas las visitas domiciliarias de los servicios asistenciales. Cerrados los comedores sociales. Y las autoridades aumentando la puja. Estado de Alarma. Hay quien pide ya el de Sitio. El cierre de fronteras. La anulación total de la vida social.
Cada día se diagnostican cientos de cánceres, algunos todavía letales, se asiste a pacientes con crisis cardiovasculares, se recogen heridos en el asfalto de las carreteras, incluso miles de personas se contagian a diario de virus domésticos, como el de la gripe, que también puede ser mortal… sin que la vida social y económica se vea afectada en absolutamente nada.
¿No parecen todas estas medidas antipandemia una reacción autoinmune? Si se piensa la sociedad como un cuerpo (a los dos se les llama también «organismos»), en ocasiones ambos, sociedad o cuerpo, sufren violentas agresiones. La reacción es idéntica. Las plaquetas corren al unísono para suturar la hemorragia, y las manifestaciones de solidaridad y duelo se suceden uniendo a la gente en un único sentimiento de repulsa. El ataque de un virus de extraño origen, sin embargo, ha logrado en poquísimo tiempo desintegrar los resortes sociales, individualizar las respuestas, suspender los motores económicos, confinar las voluntades, desmovilizar la economía, despertar el odio al semejante… igual que un cuerpo que destruye las plaquetas de la sangre —pensando que ese es el virus— mientras se desangra.