Al tiempo que recojo platos y cacharros de la cocina, escucho por la radio, en un programa de variedades, una entrevista al escultor Jaume Plensa (1955). Hablan de cine. Una figura con relieve cultural elige sus diez mejores películas, los locutores las comentan y el reportaje acaba con una pequeña entrevista. La que escucho. En ella cuenta Plensa que ahora prefiere ver cine en el salón de su casa, en soledad y silencio y añade algunas obviedades más, y enfatiza a continuación cómo le gusta ver películas en los aviones. Explica que las pantallas pequeñas exigen un esfuerzo para seguir la trama y resultan una experiencia especial, llena de encanto. El cine se ve ya en cualquier sitio, incluso en la pantalla del móvil, pero esta penalidad de lo contemporáneo, ¿admite alguna trascendencia? Lo dudo, aunque de repente, agradezco haber escuchado por casualidad esta conversación, que me ha proporcionado una clave en la interpretación artística. Las esculturas de Plensa siempre me habían parecido manieristas. Figuras pensantes repetitivas y esféricas, tamaños descomunales para imágenes débiles, letras conjuntadas como para ilustrar un cuento infantil. Pensaba que su obra era manierista. Pero me equivocaba. Sus piezas son absolutamente inocentes, el manierismo no es culpa suya, sino del escultor, capaz de sublimar cualquier trivialidad solo por ser él quien la realiza. Y, de paso, la entrevista me regala una preciosa definición de manierismo: quien da trascendencia a lo que en esencia carece de valor. ¡Ver películas en los aviones un prodigio, lo que me faltaba oír!