28, martes. Mayo. Presentación de «Pródromo» de Aurelio Major en La Central



Ya no existe o existe un tiempo en el que las escaleras se retorcían sobre sí mismas y el retumbar de las botas anunciaba que el poeta leía para ciertos. O existe aún el tiempo en el que los abrigos se quedan en la percha y el manuscrito reposa sobre la silla de quien anda ahora saludando a los pocos. O ya no existe la casa en la Traviesa de la calle del Niño a la de las Huertas, donde solo sabían llegar los afines, o existe el tiempo que no se ha ido de donde dicen que ya no está. O porque nunca existió la cita ni se leyó para unos pocos la Tercera Soledad, que quedó por ser escrita, y no acudieron ni aquellos a los que hubiera invitado ni nosotros, invitados a través de alguno que lo hubiere contado. O existen, solo porque en este momento Aurelio Major anuncia que va a leer su poema «Ilapso», todos los tiempos que no han existido para conjugar la lectura del poema secreto, cuya claridad crece conforme lo oscuro se intensifica.
      Hay un ir «a lo moderno para desde allí caminar al pasado» en el poema extenso. Hay una «larga historia de la sombra» en el poema que no ha sentido vértigo al asomarse al abisal cantil de lo ilegible. De «bordearlo», precisa Aurelio Major. «Su lectura ocupa doce minutos», añade. Así se aprieta el tiempo a veces, y luego se le ve salir igual que el gentío en los andenes cuando el convoy se va. Pero sin que en los doce minutos de la lectura de «Ilapso» haya salida señalada alguna, ni puertas batientes que abatir, ni escalinata por donde dispersar el humo de la lengua que ha ardido. Doce minutos encerrados en sí mismos. Un hoyo negro, el poema.
     No se escribe para comunicar nada porque «Las palabras no tienen absolutamente / ninguna posibilidad de expresar nada». O acaso se escriba para llenar de sinsentido el vacío que deja todo cuanto se comprende. O quizá no se escriba nada cuando se esté escribiendo algo, quién sabe. Se lee en voz alta por devolverle al rito el tiempo que le han arrebatado. Es, la de esta tarde, una restitución. Sentados en torno al poeta, la voz entrega a cada uno lo ignoto que aún existe en lo que es él mismo: su lengua. La voz entrelaza los sonidos tantas veces emitidos de una forma que quien oye no consigue desentrañar. Después de tan peinada la melena, descubrir la cabellera enteramente enmarañada. Es esa felicidad del «¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? Nada». Lo que los místicos llamaban mística. Lo que los niños siguen llamando juego. Lo que despeina a los filósofos de tanto rascarse el cuero cabelludo. Lo que peina las muñecas mientras las niñas les hablan. Aurelio Major está leyendo «Ilapso». Lo propio, tan ajeno. O como concluye otro de sus poemas: «tenue luz / inmensidad sin más decorado que ella misma». Poema sin más sentido que él mismo. 

25, sábado. Mayo. Homenaje a Bruno Götzens (1990-2019) en el Colegio Alemán.



La tarde en la que le conocimos, Bruno cursaba primero de bachillerato en el Colegio Alemán; Gustavo, quinto de primaria en La Sedeta y yo hacía los cuartos y la literatura en Santa Perpetua. Los tres aquella tarde teníamos la misma edad, aunque no idéntica categoría. Bruno era magister, nosotros apenas alcanzamos el grado de discípulos. Era un día de mayo o junio. Caluroso. Hay pocos días de 2007 que podría evocar ahora. Tal vez solo uno. Nos veo a los tres inclinados sobre una mesa, la mesa de trabajo de Bruno. Hay algo que nos quiere enseñar. Algo que no se mueve, ni es peludo, ni palpita. Inmediatamente después estamos frente a las jaulas de conejos. A mí lo que me impresionan son las balas de paja amontonadas en la terraza de un piso. Luego, ante el terrario de los insectos palo. Recogió para nosotros unos cuantos huevos y durante años criamos en casa nuevas generaciones de los insectos palo de Bruno. Nos abrió el congelador de la nevera. El tesoro del naturalista. Aquella tarde nos enseñó el lenguaje secreto que hablaba con las hormigas y lo entendían hasta las truchas. 
     Esta tarde de sábado, indecisa, a veces caen unas gotas, luego sale el sol, luego el cielo se cubre, nos despedimos de Bruno. No dejo de pensar que nos ha abandonado a la misma edad en la que falleció Novalis. Es un signo, pero ignoro qué significa. Los amigos de Bruno nos cuentan lo que ya sabíamos desde la tarde en la que le conocimos, pero da la impresión de que jamás nos cansaríamos de oír hablar de él. Shakespeare coleccionaba metáforas sobre la vida, imágenes descarnadas y crueles. La crueldad con la que la vida se nos ha llevado a Bruno solo se puede comprender con ternura. Pienso en aquel poema de Coleridge en el que comparaba su vida con la cinta atada a la verja y que el viento mecía en las noches de invierno. El día en el que la cinta se desata y el aire se la lleva.


24, viernes. Mayo. Lectura de los poemas de «Desprendimiento» por Ada Salas en la librería Animal Sospechoso



Una pantalla y se verá dentro una imagen de la tabla de Rogier van de Weyden. Sonará un oratorio barroco, el modo que los poemas tienen de construir su decorado. Cuando aparezca la voz dándoles cuerpo, se quedará la pantalla en blanco, el altavoz sin sonido, que no lo necesitan. Ahora la poeta habla de cómo empezó a escribir su libro. No se propuso en ningún momento, dice, evocar con los versos la pintura. Solo, al escribir, trazaba lo escrito un cuerpo inerte. No pretendía tampoco ahondar en su sentido religioso. En las manos de quienes lo descendían era un cadáver sin lugar donde ser sepultado. Un pesar que quiere que lo entierren en palabras. La imagen dibuja, de súbito, una diagonal en el recuerdo. La poeta se levanta, habla, y en los estantes encuentra un volumen grande, papel satinado, brillo en los colores. «El descendimiento. Óleo sobre tabla». Le va a acompañar en la ardua travesía de la escritura. A veces el cuadro aparece, desaparece. En ocasiones hablan los personajes: José de Arimatea, María Magdalena… Oír estos nombres es destapar un tarro para oler en las lecciones de la infancia la lección de poética que Ada Salas imparte antes de leer los poemas que la han escrito.
      La primera vez que vi este cuadro, dice, tenía diez, once años. Una profesora nos proyectaba en clase imágenes de cuadros famosos del Prado. No nos explicaba nada, dice, solo decía: «El descendimiento. Van de Weyden». Fue mi primer contacto con la pintura, sigue, también con la música. Venía a clase con un tocadiscos portátil. Ponía una pieza, decía: «Beethoven. Cuarta sinfonía» y en silencio la clase escuchaba el fragmento que elegía. Fue el primer contacto que tuve con «El descendimiento», cuenta, y en aquel momento me impresionó. Una impresión que recordaba, dice, cuando años más tarde lo vi en el Prado.
     Con esta reminiscencia me gustaría escribir ahora un texto nada elíptico sobre la deserción en la enseñanza de la alta cultura, bien por indebido exceso de información, bien por voluntaria sustitución trivializadora en aras de la facilidad, pero creo que ya todo queda dicho en el recuerdo.


21, martes. Mayo. Palau de la Músca. Works for piano. Philip Glass.



El pianista de las manos grandes. Dedos de leñador, arqueados como para sostener el hacha del sonido. Un meticuloso astillar las notas, desmenuzarlas. Ha salido vestido de gris al escenario. Un chaleco de punto grueso y cuatro bolsillos, dos sobre el pecho, dos sobre la cadera. Nada más aparecer se conoce que es el pianista, pese a que el tiempo lo muestra, como es su costumbre, en el presente. Hay que descontar años hasta 1937. Gafas de metal, dos círculos de la dimensión de una moneda de escaso valor. Sonríe con timidez. Se sienta en la banqueta que ha ocupado antes otro pianista de menor estatura, durante un preámbulo coral que parecía una orgía de brujas de tan despeinadas las voces. Algo para olvidar. Se ha sentado en la banqueta e inmediatamente la ha impulsado a la máxima altura. Sentado tú a tú con el teclado, lejos de él, el pianista de las piernas y de los brazos extensos. Ha dejado que los dedos de leñador empezaran a caracolear sobre las notas, no acertando ni una de las que había escrito hace cuarenta años: Mad Rush (1979). Pies descalzos que caminan sobre vidrios triturados: la música de la vigilia. Philip Glass. Los caballos del Palau, volátiles.
            Manos casi de adolescente las de Maki Namekawa. Uñas enmarcadas en carne, dedos breves, redondeados. Se extienden sobre el teclado como terratenientes que se lo reparten con generosidad. Abre las páginas de la partitura de Mishima (1984) sobre el atril y al hacerlo las mangas del kimono amarillo despliegan sus japoneserías. La pianista de cristal. Es Philip Glass desde la primera nota, dulcificado. Una Carole King que interpretara el Satisfaction de los Rollings. Es Philip Glass multiplicando sus dedos minuciosos, roedores, sobre las notas desmenuzadas por el leñador. Y cuando el paroxismo dulce alcanza sus cumbres, y la melena salta la valla del pasador, el charol de la caja del piano refleja una pícara sonrisa de niña que se sale con la suya.
         El pianista con dedos de neurocirujano deja su mano con la suavidad de una tarántula que se acercara paso a paso a su presa. Cada movimiento es un alfiler que fija tresillos de corcheas. Dedos que interpretan la música hacia dentro. Un sonido introvertido, espiritual, tolstoiano. El pianista Anton Batagov escribe un Philip Glass congelado en la perfección de la nevada de impulsos precisos como copos. La música como exactitud y oración.  
         Regresa el pianista de las manos grandes para cerrar el concierto con «Closing» (1981). Está fatigado. El tiempo arrastra sus fardos por la tarde de mayo. Cuando salga a saludar, el público se pondrá en pie. Lo hace siempre. Se encenderán las luces y seguirá aplaudiendo. Y las notas que se queden en el pabellón del oído, un retumbar de botas de filósofo que camina por la sala mientras piensa. 

13, sábado. Abril. Un día en no lugares



El aeropuerto de Múnich tiene una línea de metro propia para conectar las dos terminales y sus múltiples puertas. Hay techos de cristal y paredes diáfanas donde la luz juega con la fotogénica arquitectura. Lo sé porque en una ocasión hice un transbordo entre aviones y anduve fotografiándolo. Donde llega hoy mi avión se parece más a una estación de autobuses. Pasillos estrechos, iluminación sucia y cierta aglomeración caótica, mediterránea. Se me ocurre pensar que en el aeropuerto de Múnich cada cual llega al destino al que le predestina su origen.
    El tren que me acerca a la ciudad se detiene en una estación. Los minutos siguen su camino. No me impaciento, al principio, porque nadie me espera en ninguna parte aquí, pero la situación se alarga. Aprovecho el tiempo para fijarme en los detalles. Leo las informaciones que la compañía ofrece sobre normas y servicios. Están en alemán, inglés, francés e italiano. Por aburrimiento, recorro los vagones de punta a punta. Solo oigo dos lenguas de potenciales informados, alemán y español, hablado este con una estimulante variedad de acentos. Algo más de media hora después, el tren se pone en marcha como si nada. Apunto el retraso en la agenda para el día del regreso, por si aquí tienen también los trenes costumbres meridionales.
     Tal vez por el retraso, no sé, el tren se sale del circuito de cercanías y va a morir a la Estación Central, a uno de sus laterales, una parada antes de la mía. Me choca arrastrar la maleta por un pavimento de hormigón desmigajado. Paredes desconchadas, aire de dejadez, sombras, sordidez. El ambiente cambia al atravesar la zona céntrica, una estación de largo recorrido engastada en un centro comercial. Ahora el pavimento es marmóreo y las paredes de cristal. Ha de quedar muy claro en la mente del transeúnte, me digo, la diferencia entre lo público y lo privado. Lo sórdido y el lujo.
      Por la noche, en el hotel, me entretengo antes de dormir frente al televisor con el mando en la mano. Hay doscientos cincuenta y nueve canales, no todos diferentes, porque algunos se desdoblan en emisoras regionales que tienen franjas de emisión comunes. En todo caso, más de doscientos distintos sí hay. Entretenimiento asegurado para el dedo índice inquieto. La mayoría hablan alemán. Bastantes en inglés, algunos en francés. Hay también canales en múltiples lenguas, además de las obvias, descubro cinco argelinos, uno ucraniano, uno griego, uno donde hablan y rotulan en hindi… El único que aparece con nombre español, «Telesur», no está conectado o no tiene programación. Busco el canal 24 horas de TVE infructuosamente. De los doscientos cincuenta y nueve ni uno solo habla en español, lengua en la que, felizmente, me han atendido al llegar al hotel.
      Ni un solo canal en español, pero al azar de la revisión nocturna descubro dos emisoras alemanas que programan sendos reportajes sobre España. En el primer recorrido ya me doy cuenta de que en las televisiones alemanas abundan los reportajes. Llama la atención. En cualquier país europeo, al pasar de un canal a otro se transita de una película a otra; en Alemania paso de un asunto a otro. La de reportajes que veo, porque en cada uno me detengo un rato. La mayoría son muy sencillos: una sola cámara, un periodista, es decir, toda la logística que cabe en un coche con tres personas. En seguida me doy cuenta de la razón por la que me entretienen los reportajes. No es posible seguir una película —o tal vez solo las persecuciones de las películas— sin conocer la lengua en la que hablan los personajes. Aburre. Pero un reportaje se entiende perfectamente sin comprender la voz que lo narra. Quizá este sea el motivo por el que en la televisión propia me aburre verlos y aquí descubro que me fascina. Cuando se conoce la lengua del reportaje, cansa porque se repiten, en la voz y en la imagen; pero, si no se entiende a quien habla, maravilla comprobar que se comprende todo a través de las imágenes.
      Uno de los dos reportajes es el anuncio de un programa. Lo veo un par de veces. En el título aparece la palabra Mallorca, pero en el clip me parece que son imágenes de Ibiza, de esa zona de Sant Antoni donde van hordas de jóvenes a liberarse del futuro convencional que les aguarda bebiendo hasta la extenuación. Eso es lo que veo, tipos beodos, que balbucean, que vomitan, que se desnudan crudamente, en fin, un buen reportaje para prestigiar la isla de Mallorca, donde por cierto viven miles de alemanes.
      El segundo reportaje lo pillo desde el principio y me quedo hasta el final. Sin dar crédito. Empieza a las puertas de un supermercado en Alemania. Un tipo pregunta a las señoras, y también a algún caballero, si han comprado fruta o verdura. Todos dicen que sí. Les pregunta si saben de dónde procede. Todos dicen que no. Pues mírelo interpreto que se dice en el gesto del periodista micrófono en mano. Los preguntados sacan a la primera algo, unos pimientos, unas nectarinas, no sé, comprueban la etiqueta y cuando dicen «Spanien» el montador corta en este instante para que el televidente se quede con la palabra. Hasta yo, que no sé alemán, me quedo con la copla.
      No hace falta entender la lengua para comprender el giro de guion: ¿dónde se cultivan esas frutas? ¡En Almería! Suena el topónimo y un plano cenital de los invernaderos. Un plano que no dura más de dos segundos. Cuando estudiaba cine me explicaron que un plano general necesita más tiempo que uno de detalle. Creo que uno de los dos, el realizador o yo, lo entendimos mal, porque el plano siguiente encuadra la puerta descerrajada de una barraca. Durante un buen rato. A mí los invernaderos de Almería me fascinan. Los he visto desde el avión y forman un paisaje singular. Dos segundos. El rato largo lo es para el objeto del reportaje que veo: ¿dónde viven los temporeros de los invernaderos? ¡En campamentos de «chabolas»! Hacía años que no oía esa palabra, que en el reportaje se pronuncia en español, con un leve acento alemán. La cámara recorre las callejas infectas, en efecto, de un campamento… ¡abandonado! Los signos de abandono son evidentes: techos hundidos, puertas arrancadas, escombros en los interiores y exteriores. Imagino que les contarán a los telespectadores que ahí viven los temporeros. Donde no vive nadie.
     La infografía me va ilustrando. Resulta que a los trabajadores sin papeles, objeto del reportaje, les pagan diez euros menos al día que a los trabajadores con papeles. Van a visitar a uno de los trabajadores sin papeles. Pero las imágenes cambian: ahora la cámara avanza por unos prefabricados no muy consistentes, pero limpios, ordenados, con calles llanas y cuidadas. Un campamento de reducidas dimensiones, porque desde cualquier plano se ve el final. Entran en una de las «chabolas» que está decorada igual que un piso de protección oficial de cualquier ciudad europea. La habita, o dice habitarla, un marroquí que se viste para la ocasión: una camisa de seda —preciosa, por cierto—, pantalón perfectamente combinado y planchado, babuchas repujadas de piel. ¡Para salir en la tele! La verdad es que no se nota mucho si cobra un sueldo de miseria. Durante todo el reportaje solo se ha entrevistado a un único español. Un sindicalista de un sindicato que no reconozco. Enjuto, perilla larga, camiseta reivindicativa descolorida. Será una autoridad en la región, pero me parece que los manuales periodísticos hablan de contrastar las fuentes. Creo que el ingente cultivo de frutas y verduras en la provincia de Almería implica, tal vez, aspectos algo más complejos. Y el problema de los trabajadores no reconocidos es algo menos simple que diez euros.
      La verdad es que me quedo perplejo. No sé qué les pasa a los alemanes con España. O tal vez será mejor preguntarse qué les pasa a los alemanes con Europa.