Aquellos elementos cuya
naturaleza los distingue y clasifica a simple vista acostumbran a ser los más
complicados de definir. Una témpera y una fotografía, por ejemplo. Una de estas
parejas tan opuestas y, sin embargo, tan íntimamente entreveradas, me preocupa.
Es la que forman la prosa y el verso. Cualquier colegial sabe diferenciar un
texto en prosa de un poema sin ni siquiera haber leído una sola palabra de
ninguno de los dos escritos. Y ahí comienza el problema. En cuanto uno empieza
a leer, las desemejanzas se evaporan. En una época me interesaba la prosa que a
propósito anhelaba la tensión extrema del verso, y ahora me preocupa que
observe por todas partes lo opuesto, que la poesía se escriba con la misma
lógica sintáctica que la prosa.
En
una sala de las exposiciones temporales del museo Reina Sofía encuentro un
excelente motivo para comparar. La obra del pintor norteamericano, de origen
lituano, Ben Shahn (1898-1969) se ve siempre con simpatía. El parnaso artístico
del siglo XX tiene tantos dioses que la obra de un mortal siempre se acoge con
delicadeza de criterio. Molestan un poco, lo confieso, las explicaciones que se
leen en las salas sobre el pintor, cartelista y fotógrafo, cuyo único valor parece
ser el de haber sido un artista comprometido con su tiempo. Eso resulta
evidente, pero quizá merezca ver su obra en un museo por alguna, aunque sea
menor, razón artística. En este debate interno andaba, más aburrido que atento,
cuando me detuve ante una pintura al temple con el retrato de cuatro tipos
sentados en la valla de un parque neoyorquino. Resultó para mí una sorpresa
porque momentos antes había visto la misma imagen, al pasar por la sala
anterior, en una fotografía que no me había contado nada. La pintura, sin
embargo, me pareció de repente extraordinaria, pero no en sí misma, como imagen
de una realidad, sino como interpretación artística de una placa fotográfica.
Fue
la primera que vi, pero no la única. Ben Shahn como fotógrafo fue un cronista
de su tiempo. Tuvo talento como retratista y es cierto también que su interés
por los sectores más depauperados o marginales de la sociedad norteamericana ha
legado ásperas deflagraciones en forma de imagen. No fue un gran fotógrafo.
Tampoco un gran pintor. Sin embargo, toda su actividad reunida ofrece no pocos
atractivos. Uno es el hecho de que utilizara la fotografía como fuente de
inspiración para sus cuadros, en especial tras el final de la guerra mundial,
que le sume en una especie de depresión social en la que su pintura, siempre
tan extrovertida, dio un giro radical hacia la introspección.
La
pieza que atrajo mi interés se titula «Carnival
[Parque de atracciones]» y es una obra al temple pintada en 1946. En primer
plano se observa un hombre de mediana edad que duerme tumbado sobre un banco de
madera. En segundo plano una pareja abrazada, de espaldas, observa una
atracción de feria denominada comúnmente como rana o saltamontes de la que la
pintura recoge el giro en altura de uno solo de sus múltiples brazos. Ambos
planos conviven en el fondo neutro y atemporal de un cielo con nubes. El
significado introspectivo del cuadro deriva de la tensión que se establece
entre ambas imágenes, el durmiente y los que se divierten. Y en esa sintaxis ilógica encuentra su propia lógica
artística. Lo que más me interesó, sin embargo, es que esta pintura nace de la
mezcla de dos fotografías previas. Una donde un comerciante de un mercadillo
popular echa una cabezada sobre alféizar de su puesto; otra donde una pareja se
abraza en la cesta giratoria de una rana de feria, en el marco de un parque de
atracciones. Ambas fotografías —con su propia imagen encuadrada desde la
realidad, con una conjunción espacio-temporal concreta y con una sintaxis de
elementos visibles lógica— me parecieron el equivalente a lo que en la
escritura exige la prosa: una trama semántica diáfana y una sintaxis congruente,
ambas coherentes con el asunto que se desarrolla. Y la témpera, cuyo tema se
nombra en el título, «Carnival», de
repente ofrece una unión de elementos que evocan significados diferentes, paradójicos,
incoherentes. Cualidades que si definen algo es la escritura poética, que
escarba en la lógica expresiva para enterrarla con la arena que ha extraído.
Como
basta pensar en un asunto para que los ejemplos acudan raudos a las manos de
quien los busca, leo estos días un libro donde una misma historia se cuenta dos
veces. Una, primera, en verso; otra, después, en prosa. Se trata de Decir (Árdora Ed., Madrid, 2023), un extenso poema de Marina Oroza,
donde la autora cuenta dos veces una misma vicisitud biográfica. Es importante
leer primero el poema y después la narración para descubrir que el recuerdo de
los hechos en la forma poética (donde la lógica emocional y evocativa desplaza
a la concatenación espacio-temporal y donde la sintaxis expresiva entierra el
orden que exige la coherencia) no solo no oculta ningún significado de los
hechos que de manera ordenada expresa la narración en las páginas finales, sino
que los potencia hacia una vivencia interior e individual, lírica, y los
multiplica exponencialmente en el lector. Un libro ejemplar, como también lo
son los cuadros de Ben Shahn inspirados en sus fotografías, para un debate en
profundidad sobre cómo actúa un poema (ahora que ha perdido rima e incluso
métrica) para mantener su identidad frente a las depredaciones contemporáneas de
la prosa.