No
tendría más de dieciséis años cuando acudía cada tarde a una biblioteca en los
bajos del edificio más alto de la plaza, que estaba a veinte minutos a paso
rápido desde la casa familiar. Parece mucho, pero no era tanto porque entonces la
parada de metro más cercana estaba allí y durante años fue la ruta de salida
del barrio. Años después ampliaron otra línea, la que ahora pasa por debajo de
la casa de mi madre, que es la que tomo para ir a verla. Visité aquella
biblioteca de la Caixa por primera vez para hacer un trabajo escolar, pero enseguida
intuí que en las estanterías existía un universo incógnito. Por ejemplo, ahí conocí
la revista El Ciervo, en la que décadas después escribiría durante veinte años.
Y entre los descubrimientos, lo recuerdo bien, estuvo la poesía de Vicente
Aleixandre. Lo que aprendí a leer en sus libros no fueron los temas, como me
habían enseñado en el colegio, sino el lenguaje. Casi no entendía nada, pero el
idioma brillaba como el sol cegador del mediodía, y tampoco hay que ver nada en
concreto para sentirlo pletórico. Y estoy convencido de que uno de los poemas
que más me gustaba entonces era «En la plaza», quizá porque en él había referencias
que comprendía mejor e incluso ciertas expresiones podía identificarlas al otro
lado de la pared acristalada de la biblioteca: «Era una gran plaza abierta, y
había olor de existencia». La época —1976— está entera dentro de este verso.
Guardo un recorte de periódico de 1999
que empieza así: «Cuando dentro de 10 meses finalicen las obras de reforma de
la plaza de Virrey Amat, en Barcelona, no quedará ni rastro de su antigua
fisonomía». No estoy seguro de si está hablando de la plaza o de la época. De
todas formas, el eufórico vaticinio tampoco es del todo cierto. El «antiguo»
aspecto de plaza de extrarradio, redonda, con arena llena de socavones,
columpios, un círculo de árboles de copa esférica y fatigada, bancos de
listones verdes despintados donde de vez en cuando me sentaba con un amigo a
ver pasar la tarde, todo ello pervive en mi memoria. Pese a la nostalgia, más
de la edad que del urbanismo, no diré nada en contra la nueva plaza cuya reforma quería aproximarla a la plaza Cataluña —en
extensión— y que los arquitectos que la diseñaron continúan presentándola como
¡una playa! Traduzco del inglés: «Los volúmenes del estanque, la
"playa", la pérgola, las zonas de vegetación y las terrazas se
organizan, orientando el acceso, los caminos y las vistas en relación con el
paisaje inmediato». La verdad es que es una plaza urbanísticamente atractiva, llena
de elementos hiperbólicos (las pérgolas gigantes, el estanque monumental), que
son donde más luce la modernidad, pero no sé si este simbolismo arquitectónico
coincide con el poético de Aleixandre cuando el poeta se decía a sí mismo: «Entra
despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua, / introduce
primero sus pies en la espuma, / y siente el agua subirle, y ya se atreve, y
casi ya se decide». El «agua» que entonces significaba la lucha por la
libertad, ahora se ha quedado en emblema de la aspiración a un mes de
vacaciones en la playa. Las épocas.
Cuando estudiaba filología, iba y venía
cada día varias veces desde la plaza Virrey Amat a la casa de mis padres. Y no
fueron pocas las ocasiones en las que me encontraba apoyada en la jamba de
alguna tienda, frente a la boca del metro, a una compañera de curso. Que
esperaba. A su novio, que también era un colega de la facultad. Quedaban en el
metro, sobre todo los fines de semana; ella llegaba puntual a la hora, pero él
podía tardar quince minutos, treinta, una hora. O no presentarse. Ya había
decidido ella no esperarle más de dos horas. A la segunda hora llegaba, muchas
veces, con lágrimas en los ojos. Al principio solo la saludaba, pero con el
tiempo me acostumbré a acompañar su espera, sobre todo si yo volvía a casa. Me
quedaba charlando con ella de las cosas del curso, de lecturas, qué sé yo,
trivialidades. A veces, llegaba el novio, me saludaba y se iban felices los
dos. Otras, me decía: «Ya han pasado las dos horas, pero podemos esperar un
poco más». Y nos quedábamos allí, en la acera de la plaza —aún arenal con
socavones, todavía no playa—,
conversando.