Vi por primera vez a mi añorado amigo Rafael Pérez Estrada (1934-2000) cuando se sentó a mi lado, por casualidad, en el comedor de un hotel en la isla de Troia, frente a Setúbal, al sur de Lisboa. Posiblemente ocurriera a finales del invierno de 1984. En aquel momento no tenía ni idea de quién era, ni siquiera de cuál era su nombre, aunque sí había leído a todos los que le acompañaban.
España y Portugal, que celebraban el reencuentro amistoso dentro de la OTAN, multiplicaban en aquella época los actos de buena vecindad. Amparado por un mecenas portugués, dueño del complejo hotelero de la isla de Troia —que en realidad es una península a la que se accede desde Setúbal en barco, como a las ínsulas—, se organizó un encuentro entre escritores españoles y portugueses. La nómina de participantes de ambos países era enorme. Y al acto de inauguración asistieron ambos ministros de cultura y en medio estuvo sentado António Ramalho Eanes, entonces Presidente de la República Portuguesa.
A aquel encuentro había sido invitado el poeta e hispanista José Bento (1932-2019), que por cierto falleció en octubre pasado. En ese invierno lo trataba con frecuencia y un día me dijo que había recibido una invitación para dos personas, pero como su mujer no podía acompañarle, me propuso que fuéramos juntos. Por mi parte, me acababa de licenciar en filología y para ese curso 83-84 había conseguido una beca de estudios en la Universidad de Lisboa en el Curso para Extranjeros, que así se llamaba. Cuando leí la lista de participantes en el Encuentro le dije inmediatamente que sí. Era como asistir a una fiesta donde están todos los escritores que uno ha leído.
En el barco desde Setúbal ya coincidimos con una parte de los invitados. Me recuerdo cohibido en un rincón de la cubierta mientras Bento saludaba a unos y otros. Yo, en persona, no conocía a nadie, ni nadie me conocía a mí. El viento de la travesía despeinaba los cabellos de media literatura española de entonces. Al desembarcar, nos dirigimos al hotel que alojaba a los participantes y nos pusimos, Bento y yo, en la cola de recepción. Delante estaba Alfonso Grosso (1928-1995), hablando a voces con todos menos conmigo, que sin embargo había leído con gusto cuatro o cinco novelas suyas, pero ¿quién se atrevía a decirle algo? Cuando llegó su turno para inscribirse, el empleado del hotel no lo encontró en la lista y así se lo dijo. Entonces Grosso, a grito pelado, empezó a denunciar un complot en su contra, para que no se hablara de sus libros, para que no le dieran los premios, yo qué sé las barbaridades que pudo decir. El responsable de la comitiva portuguesa se acercó al oír el escándalo y le sugirió al empleado que se olvidara de las listas y que tomara el nombre de quienes había allí. «Alfonso Grosso», gritó ufano mi precedente, y «José Ángel García» dije yo con humildad —los portugueses sitúan primero el apellido materno y luego el paterno, pero a uno le llaman siempre por el segundo apellido, lo que aprovechaba entonces para eludir las complicaciones fonéticas del mío—. Así que me dieron habitación propia y evité darle la lata a José Bento.
Luego nos fuimos los dos a comer. La sala estaba vacía cuando entramos. En la carta de vinos, Bento, que los conocía bien, eligió uno de la Cooperativa de un pueblo minúsculo en no sé qué sierra, en aquel momento me ofreció cuantiosos datos, pero como él después escribiría en un verso: «hubo palabras, gestos, astillas hoy ya ni ceniza». El caso es que el vino era espectacular. A media comida llegó un grupo de escritores españoles, no menos de diez. Juntaron varias mesas y la última se quedó a un palmo de la nuestra. En un extremo se sentó Rafael Pérez Estrada, aunque yo aquel día no sabía aún quién era. De hecho, posiblemente fuera el único escritor de la mesa contigua al que no había leído. Aún.
El camarero ofreció al grupo español la misma carta de vinos en la que Bento había elegido el que estábamos tomando nosotros. No habría menos de cien nombres. El dictamen de los comensales vecinos fue unánime: «Manolo, tú eres quien sabe de esto». Y le pasaron la carta a Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), quien posiblemente se marearía ante tanta referencia desconocida y decidió una inteligente salida hacia delante: «Pediremos el vino de la casa, que en estos lugares suele ser bueno». El resto asintió ante el adagio. Bento y yo comíamos en silencio mientras los escritores españoles bromeaban entre sí. Llegó el vino. Se sirvieron todos, pero cuando alguien quiso llenar la copa de Rafael, se lo impidió. Se dio la vuelta hacia nosotros dos y nos preguntó, con suma elegancia, si no nos importaba servirle del nuestro. Nada más beber un sorbo clamó: «Manolo, así que el bueno era el de la casa, ¿eh?, pues prueba este y verás». A partir de este momento, compartido el vino, Rafael nos integró en el grupo de españoles. Y en los cuatro o cinco días que duró el Encuentro ya no me separé de él. A su alrededor se formó un pequeño grupo de escritores que asistía a los actos, comía y cenaba juntos, y en el que me sentí, desde el primer instante, como un colega más, olvidándome de que en realidad no era más que un intruso.
Este tipo de eventos, como los llaman ahora, se caracterizan por una relación muy intensa y absorbente durante pocos días y después cada cual regresa a su vida sin apenas dejar rastro. Del Encuentro me llevé, sin embargo, un nombre que no conocía. No podía olvidar la gracia, el ingenio, la espontaneidad y también la generosidad del escritor malagueño Rafael Pérez Estrada, de quien, por cierto, no encontré ningún título en las librerías barcelonesas. El primero que leí fue el que publicó unos años después, en 1986, Conspiraciones y conjuras. Me lo envió la poeta Mercedes Escolano, con una extensa dedicatoria de la que copio una frase: «Por Rafael conspiraría el resto de mi vida». A ella le debo que me acompañara una tarde de 1987 a su casa, en el paseo marítimo, con vistas al Mediterráneo. Enseguida nos acordamos los dos de los días de Troia y no costó nada recuperar las anécdotas vividas allí. A mi regreso le escribí una larga carta y empezó una extendida relación epistolar con Rafael Pérez Estrada que llegó hasta sus últimos días. Leí los libros de su autoría que me fue enviando a partir de entonces y los que encontré por mi cuenta en las librerías de viejo de Málaga, y se convirtió, durante los años que siguieron, en el escritor vivo que más he admirado. Una buena parte de los libros que empecé a leer a partir de 1986 están recogidos en el volumen Poesía (1985-2000) que acaba de publicarse en Renacimiento. 1.080 páginas. 1,8 kilos de peso. Rafael hubiera adorado la publicación de un libro tan enorme.
El miércoles pasado, día 4, lo presentó en el Salón de los Espejos del Ayuntamiento de Málaga la Fundación que lleva su nombre. Rodeado de quienes fueron sus amigos y hoy lo añoran igual que yo. No ha sido una publicación sencilla. Francisco Ruiz Noguera, editor del volumen, recordó cómo empezó a gestarse en 2004. Las vicisitudes por las que el proyecto de estas «Obras Reunidas» ha pasado han sido de diversa y controvertida naturaleza; todas, sin embargo, se olvidan en el momento de abrir por cualquier página un libro mágico. Sea cual sea la que aparezca, el lector ve aflorar en ella el resplandor del genio verbal y del universo fantástico de su autor, el añorado Rafael Pérez Estrada.