Leo en la
red un artículo titulado «Las clases de literatura no sirven para nada»,
escrito por Alberto Torres Blandina y publicado en un periódico digital
valenciano el 14 de octubre pasado. El título, en un arranque propio de la
escolástica —«Dios no existe, eso es lo que dicen los ateos»—, alude a la
opinión del alumnado en el instituto del autor. La respuesta de su profesor es
que «la literatura es una forma de mirar el mundo». Es una buena frase: no
admite discusión. De todas formas, a la pregunta inicial de su alumnado —«¿Pues
para qué sirve estudiar literatura?»— quizá se le pueda sacar más punta.
Cursé el bachillerato antiguo, quinto y
sexto, y de la asignatura de literatura veo que tengo el mismo recuerdo que los
estudiantes de ahora: «Las clases de literatura no sirven para nada, solo para
acumular nombres y fechas que olvidaremos en una semana». Con la diferencia de
que aquellas sí eran solo listas de nombre y fechas que memorizar. No recuerdo
que nos leyeran ni siquiera un mal poema. Luego llegó COU, cambió el programa,
y en mí se abrió una perspectiva distinta: empezamos a leer literatura en
clase. De todas formas, con el tiempo, creo que aquellas primitivas clases con listas de autores no resultaron en absoluto triviales. Suponen la primera
respuesta a la pregunta que se formula: ¿Para qué sirve estudiar literatura? Pues,
para obtener un mapa de referencias sobre un asunto que la sociedad estima como un conocimiento
valioso. Es posible que la sociedad, influida por una agresiva publicidad que
prefiere convertir la literatura exclusivamente en un negocio, cada día esté
menos interesada en el conocimiento literario, pero ese es asunto distinto. De
momento, si se parte de la idea de que la literatura (como la historia, la
filosofía, el arte, la ciencia) son herencias valiosas del pasado común, lo
primero es ofrecer las referencias consensuadas.
Las referencias tienen mala prensa,
pero su uso es intensivo. Trataré de mejorar su fama. Desde mis quince años,
gracias a las listas que tuve que memorizar, ya tenía en mi cabeza un cajón que
se llamaba Jorge Manrique y otro Garcilaso de la Vega. Estaban vacíos, claro,
pero bastaba que alguien los nombrara para que la ficha no se perdiese en mi
cabeza. Existía un lugar donde ser guardada. Sin referencias no existe conocimiento.
A veces, en los programas deportivos, por ejemplo, locutores y colaboradores se
retan a cantar de memoria la alineación de los grandes clubes en el pasado, o
discuten sobre qué lateral izquierdo es mejor en las ligas europeas. Y sueltan
un chorro de referencias que los oyentes, aunque no las pesquen, calificarán sin
dudarlo como conocimiento futbolístico. Otro ejemplo, si de repente nos
presentan a una persona como vinculada a la misma parcela de saber que
cultivamos nosotros, lo primero que haremos es un cruce de referencias (¿Qué te
parece tal?, ¿conoces a cuál?), un interrogatorio disimulado para averiguar si
el interés del interlocutor por nuestro tema es real o ficticio y si coincide
con nuestra manera de abordarlo o pertenece a otra escuela. Esas referencias,
en literatura, se aprenden en sus clases, y a partir de ellas, se amplían luego
a voluntad. «Qué gran poeta es Quevedo, dice uno. ¿Y le gusta a usted también
Juan de Tassis? pregunta el otro. ¿Quién dice?, responde el entusiasta convencional
del Siglo de Oro». Esta es la primera función de una clase de literatura.
La segunda, sin ser etérea como la que
propone Torres Blandina, es algo menos concreta. Se enseña a leer en la
primaria: a juntar letras y a saber pronunciarlas. A partir de aquí se da por
hecho que uno sabe leer. La experiencia, más frecuente de lo que se cree, de no
haber comprendido nada de un texto que se ha leído es el secreto mejor guardado
del ser humano. Nadie admite no saber leer. La de contratos leoninos que se firman
después de haberlos leído y no haber entendido ni la mitad de lo que exigen.
Pero ¿quién levanta la vista y pide: explíquemelo, que no lo comprendo? Se aprieta
el bolígrafo y se firma.
Un texto literario, sobre todo si es de
siglos pasados, por regla general no se entiende cuando se lee por primera vez.
Como mucho se sabe de qué va, pero no qué expresa. Ni el alumnado, ni el
profesorado. Este, porque le corresponde, lo vuelve a leer, lo estudia, lo
reflexiona y como tiene que enseñarlo, lo descifra. Y consigue que en la clase
el significado vaya cobrando corporeidad como esos cuerpos que los trucos
cinematográficos hacen aparecer en pantalla desde la nada. Leer es un arduo
aprendizaje. La literatura es, con la filosofía, uno de los lenguajes más
opacos, también de los más feraces. Trabajar su lectura aumenta la capacidad de
comprensión de textos de otra índole, aquella que cada cual prefiera. Como no
existe una materia denominada «Aprender a leer», ni existe otra igualmente
esencial que es «Aprender a pensar», las clases de literatura son una vía
imprescindible para aumentar la ductilidad
lectora, es decir, la capacidad para adaptar la comprensión ante cualquier
texto que se lea, y no solo en el nivel literal, sino también en el simbólico e
interpretativo. Es decir, en las implicaciones que no dice lo leído.
La tercera razón para cursar clases de
literatura, vinculada con la anterior, es la escritura. Tampoco existe la
asignatura de «Aprender a escribir». La escritura tiene su propio secreto:
nadie confiesa lo difícil que le resulta a cualquiera escribir una mera carta
personal con sentido. La escritura crece apoyándose en modelos. Cuanto mejores
sean los modelos de escritura a los que se acceda, antes se aprenderá a
desenvolver un pensamiento, de la índole que sea, por escrito. Creo que los
ejemplos son obvios, pero a diferencia de la lectura, cuya competencia no
parece que pueda acompañar el éxito social de nadie, la escritura tengo la
sensación de que cada día es más importante para conseguir algo en la sociedad
del presente, desde un buen puesto de trabajo hasta el alquiler de un buen piso
pretendido por varios posibles inquilinos. Cada vez más, en un mundo de datos
objetivos, la diferencia se busca en lo personal, y nada parece más personal
que una carta de motivación. La piden hasta para obtener una beca.
Estas son las tres razones fundamentales para asistir con interés a clases de literatura, pero existe una cuarta, más pragmática, pero no menos importante. Para sacar buena nota. Para compensar con una nota alta, tal vez, alguna que otra materia mucho más exigente. Y para ese fin hay que tener en cuenta que en las clases de literatura no se estudia literatura, sino el discurso que la explica. Si fuera ponente de los tribunales EBAU propondría como enunciado del examen: «Escriba usted un soneto de estilo lopesco», que sería una buena pregunta literaria. En su lugar los exámenes suelen preguntar: «Innovaciones del teatro de Lope de Vega». Leyendo en casa por las noches los poemas de Lope se podría responder a la primera cuestión sin problemas, pero la respuesta a la segunda solo se obtiene en las clases de literatura. Que imparten una disciplina que tampoco es baladí, la exégesis: cómo se puede sintetizar el conocimiento obtenido tras una lectura. Una técnica que no está lejos, por cierto, de la usada por la criminología en las series que tanto alumnado como profesorado disfrutan viendo una vez concluido el horario escolar.
A esta lista le faltan, claro, las múltiples razones inherentes a la literatura, pues las que anoto se refieren solo a las «clases». Pero es cierto que quizá me ha faltado contemplar una quinta, la que fue esencial para mí: una clase de literatura a veces descubre la oblicua puerta que da acceso a la literatura. En mi caso aún más sesgada, a la poesía.