Los
primeros encuentros, como es común que ocurra en los acontecimientos
excepcionales, tienen la virtud de fijar el evanescente contexto que los rodea.
Así, recuerdo con precisión cómo me llamó la atención el nombre de un escritor
que desconocía por completo. Fue en una librería de grandes cristaleros
integrada en la parte moderna del edificio de Roma Termini. Lo alcé del atril
donde se mostraba y busqué en la solapa saber algo más de Sándor Márai. Todo lo
que leí entonces me atrajo y lo recordaba cuando unos meses más tarde apareció
una traducción al español, que leí con sorpresa y creciente encanto. Debió de
ocurrir hacia 1999, cuando se publicó aquí El
último encuentro. Una reseña adversa, en El País, lo calificaba poco menos que de novela rosa. Las
consecuencias de ese conflicto de opiniones fueron inmediatas: dejé de leer su
suplemento de libros. Y fue para siempre.
En el párrafo anterior había escrito
«primera traducción» llevado por el entusiasmo de la evocación, pero enseguida
lo he borrado. Había oído que no era la primera, pero hoy por fin tengo la
certeza. En los Encantes descubro entre un montón de libros sin ningún interés A la luz de los candelabros, de Sándor
Márai, publicado por Destino en febrero de 1946. En el prólogo, que firma el
traductor de la novela, Ferenc Oliver Brachfeld (1908-1967), descubro también
que el protagonista de su primera novela, traducida aún antes, en los años 30,
era un profesor de instituto, subgénero narrativo que a mi interés le gusta
mimar. Algún día la encontraré en el laberinto de los cajones de libros viejos.
En la sobrecubierta en papel de A la luz de los candelabros aparece una
foto de Márai relativamente joven, con unos cuarenta años. No me ha costado
encontrar el original de la fotografía en Internet. Es impresionante. Tal vez
sea la persona más triste del mundo. Y cuando se la hizo aún vivía en Budapest,
era un escritor con reconocimiento internacional y no había ni siquiera
empezado la parte más desamparada de su vida, su exilio americano, cuyos
últimos años retrata con una escritura descarnada en sus Diarios 1984-1989, quizá el libro más desolado que he leído.
Junto a este volumen me llama la
atención otro. Firmado por Fernand Gigon, de quien ni Wikipedia ni yo sabemos
nada, y a quien Google atribuye una edad de 113 años, tal vez por no conocer la
fecha de su más que probable fallecimiento. El libro se titula Formosa, pero lo que me inquieta es el
subtítulo, entre paréntesis: (Las
tentaciones de la guerra). Hace días que le doy vueltas a esta misma idea
tras acumularse algunas circunstancias que sospechosamente empiezan a dejar de
ser circunstanciales.
El subtítulo de Gigon me lo susurró la
actualidad la mañana en la que oigo por la radio que una vicerrectora
universitaria acababa de colgar un tuit donde
se confesaba nostálgica de los contenedores ardiendo y los aeropuertos tomados.
Por casualidad dos días más tarde aparece la puerta de vidrio del edificio
donde vivo hecha añicos y la verja que rodea la entrada arrancada de cuajo y
abandonada en el jardín de la plaza. Al parecer un vecino del primero llamó la
atención a unos jóvenes que hacían ruido excesivo por la noche y la respuesta
del grupo salta a la vista. Este comportamiento tampoco me pareció insólito,
puesto que enseguida lo emparenté con el de un vecino de esta misma finca, que
avisado por otros vecinos de que el uso de su aire acondicionado excedía tanto
el ruido como los horarios permitidos, su respuesta fue someter a la vecindad a
sesiones ininterrumpidas de su insufrible aparato, 24 horas sobre 24. Y no es
un joven.
Parece como si cualquier situación en
la que se pida moderación a la radical individualidad de alguien, este lo
considere ya como un casus belli, y
el belli no como un elemento
figurativo, sino absolutamente literal. Literalmente: las tentaciones, como la
que le costó el puesto a la vicerrectora, de una auténtica guerra de todos
contra todos. El momento en el que lo anecdótico deje de serlo, esta es mi
preocupación.