La ventana fue, en su origen, un sol doméstico. La mujer que vierte la leche en el tazón. La que cose. La que aprende el orden y la naturaleza de los sonidos. La mujer que escribe. La que lee la carta recién recibida. La que escucha los galanteos del pretendiente. Y también la mujer que posa ante Johannes Vermeer, el pintor, que se contempla a sí mismo bajo la luz interior que combina colores. Lo que la ventana les entrega desde un exterior permite verlo casi todo, pero no se puede mirar. No da a ninguna parte.
Con el tiempo los pintores han descubierto otra ventana junto a la ventana que ilumina. Sentada, la mujer vestida de blanco; a la espalda, un piano de mesa; en el alféizar, tres macetas con flores blancas. Está cabizbaja. Ensimismada. En las manos, un libro menudo; los ojos, en la página. La pintó de perfil en 1909 Carl Holsøe (Læsende pige ved vinduet), pero también, la pintó de espaldas a la ventana, de cara al piano; con vestido oscuro o medio oculta por una puerta. O solo la silla vacía en espera de la mujer que se siente a leer. Toda la historia de la pintura está recorrida por imágenes de lectoras y lectores junto a una ventana con un libro en las manos. Es el crepúsculo del sol doméstico: ya nada importa lo que muestre. La realidad es la frase desconocida que la mujer de blanco lee en el libro que sostienen sus manos, desatenta por entero a la realidad. La visión se desdobla en las dos mitades que ensambla un símbolo. Lo que se ve no significa, el sentido prende en lo que no se desvela. La ventana da a un exterior que se identifica con el interior en su futilidad. Se puede ver, pero no significa.
Gran poeta de las ventanas fue el pintor Pierre Bonnard. La ventana divide la percepción, crea dos argumentos: los tejados rojos, las paredes blancas, arboledas, las montañas azules y distantes, una mujer que tiende ropa en el balcón de una habitación contigua, fuera; y dentro, sobre el hule cuadriculado de una mesa, láminas con dibujos ordenadas y sujetas con un libro, quizá para que no se las lleve el aire, una hoja en blanco, la pluma, el tintero, una caja abierta. Dos universo, interior y exterior, reunidos en la misma pintura, «La fenêtre», 1925. No se comprende del todo cómo se conjugan. ¿El título del libro, «Marie», es el nombre de la mujer que no mira el paisaje? ¿Es una carta de ausencia lo que está por escribir o una oda que cante la belleza del presente? El significado nunca es lo que se dice en un cuadro o en un poema, sino el debate entre lo que se entiende y lo incomprensible. Cuanto más intenso, mejor obra. Las ventanas alcanzan con Bonnard la mayoría de edad: tan significativo es lo que se mira como quien mira, aunque se desconozca el significado de ambos. O, dicho de otra manera, la ventana pone en relación realidades reconocibles con un nexo desconocido, que asume el protagonismo.
Con el tiempo los pintores han descubierto otra ventana junto a la ventana que ilumina. Sentada, la mujer vestida de blanco; a la espalda, un piano de mesa; en el alféizar, tres macetas con flores blancas. Está cabizbaja. Ensimismada. En las manos, un libro menudo; los ojos, en la página. La pintó de perfil en 1909 Carl Holsøe (Læsende pige ved vinduet), pero también, la pintó de espaldas a la ventana, de cara al piano; con vestido oscuro o medio oculta por una puerta. O solo la silla vacía en espera de la mujer que se siente a leer. Toda la historia de la pintura está recorrida por imágenes de lectoras y lectores junto a una ventana con un libro en las manos. Es el crepúsculo del sol doméstico: ya nada importa lo que muestre. La realidad es la frase desconocida que la mujer de blanco lee en el libro que sostienen sus manos, desatenta por entero a la realidad. La visión se desdobla en las dos mitades que ensambla un símbolo. Lo que se ve no significa, el sentido prende en lo que no se desvela. La ventana da a un exterior que se identifica con el interior en su futilidad. Se puede ver, pero no significa.
Gran poeta de las ventanas fue el pintor Pierre Bonnard. La ventana divide la percepción, crea dos argumentos: los tejados rojos, las paredes blancas, arboledas, las montañas azules y distantes, una mujer que tiende ropa en el balcón de una habitación contigua, fuera; y dentro, sobre el hule cuadriculado de una mesa, láminas con dibujos ordenadas y sujetas con un libro, quizá para que no se las lleve el aire, una hoja en blanco, la pluma, el tintero, una caja abierta. Dos universo, interior y exterior, reunidos en la misma pintura, «La fenêtre», 1925. No se comprende del todo cómo se conjugan. ¿El título del libro, «Marie», es el nombre de la mujer que no mira el paisaje? ¿Es una carta de ausencia lo que está por escribir o una oda que cante la belleza del presente? El significado nunca es lo que se dice en un cuadro o en un poema, sino el debate entre lo que se entiende y lo incomprensible. Cuanto más intenso, mejor obra. Las ventanas alcanzan con Bonnard la mayoría de edad: tan significativo es lo que se mira como quien mira, aunque se desconozca el significado de ambos. O, dicho de otra manera, la ventana pone en relación realidades reconocibles con un nexo desconocido, que asume el protagonismo.
El paso siguiente, tal vez el último figurativo, será aquella visión tan paradójica como el sol doméstico, pero opuesta a él; es decir, el oxímoron que dote con una identidad interior —desconocida— a lo exterior —visible—. No lo ofrece ya la pintura, sino la fotografía. El mago fue Saul Leiter. Sus placas de la vida neoyorquina están tomadas desde un interior que condiciona y altera en su esencia la percepción del exterior: el fragmento visible, el encuadre, la textura, los colores, la distancia, la definición o indefinición… No es la vista la que mira, sino la que se oculta mientras mira. No es el exterior el protagonista de las imágenes exteriores, sino un interior. La luz que les entrega realidad no llega de un afuera desconocido, como en Vermeer, sino de un adentro ignoto que moldea y condiciona lo visible fuera. La ventana con Leiter es la gran metáfora de su propia cámara: el objetivo a través del cual capta. La ventana es, de este modo, la encarnación de la mirada a la que uno se asoma para amputar la realidad y aislar lo que desea conocer. El deseo, un descubrimiento de Alfred Hitchcock como lector de Cornell Woolrich, la máquina secreta de la mirada. De las ventanas.