Es creencia común que los antiguos vivían en la ignorancia mientras nosotros, los modernos, sabemos porque hemos inventado la ciencia. Aprovecho la llegada del mes de los Portales, que es el tiempo del regreso al hogar huyendo del invierno, para poner algunos ejemplos. Es frecuente, en mi ciudad, acudir en los días festivos a la Plaza Cataluña, cuyo pavimento está decorado con una enorme rosa de los vientos. Como se sabe, los vientos se ordenan conforme a los puntos cardinales, pero el norte que señala la rosa de los vientos de la Plaza de Cataluña indica el noreste —se puede comprobar fácilmente en la aplicación «satélite» de Google Maps—. No he oído que nadie se quejara nunca —ahí sigue, en las fotos de millones de turistas— por un error de orientación que le hubiera costado el puesto —o algo más valioso para la vida— a cualquier centurión romano.
Y puestos a repasar las celebraciones de estos días, la fiesta del solsticio de inverno la veneramos cuatro días más tarde y habiendo dividido el año en doce meses, lo empezamos la otra noche por el undécimo, tras el séptimo (septiembre), el octavo (octubre), el noveno (noviembre) y el décimo (diciembre). La secuencia no admite dudas. Es decir, modernos amantes de la ciencia que se pierden antes de que acabe la decena. En fin.
A mí me gusta en estas fechas acordarme de la ignorancia de los antiguos. Pondré otro ejemplo, paralelo a la rosa de los vientos barcelonesa. En Irlanda, a unos cincuenta kilómetros al norte de Dublín, se conserva un complejo funerario fascinante. El monumento principal, conocido como Newgrange Tumulus, es un círculo de algo más de cien metros de perímetro, una formidable construcción —4.500 m2— de enormes piedras, que deja en su interior una estrecha y larga galería, 19 metros, por las que hay que caminar casi a rastras, que finaliza en un pequeño ábside cruciforme, el lugar donde depositaban los muertos. Cada año, la mañana del solsticio de invierno —poco antes de las 9— los rayos de sol entran por un pequeño vano sobre la puerta e iluminan el corredor hasta la cámara mortuoria durante algunos minutos.
Es decir, nuestros antepasados del 3.200 antes de nuestra era, más o menos, sabían algo que nosotros hemos olvidado por completo. Que no se celebra el tiempo, por más que se chille o se repita Feliz Año Nuevo. Que el tiempo cronológico no es más que el movimiento del espacio. Que lo «Nuevo» no puede nunca ser el tiempo, un mero cómputo que no admite novedad alguna, sino el lugar, que es lo único que cambia en nuestras vidas. Nuestra ventana ya no es hoy, en relación al sol, lo que era ayer. Que sea Newgrange un palacio mortuorio es lo que le da el sentido definitivo al peregrinar humano a través de sus espacios. No es el cálculo del movimiento, sino su significado, algo que a veces se confunde cuando se eleva el tiempo a la categoría de tema. El que se emprende para seguir el camino de los muertos, sea este el que cada cual crea que es. Acercarnos a este «camino» no nos «renueva» a nosotros ni a nuestro «tiempo», pero sí a la vida. La que renacerá en el lugar cuando hayan pasado los doce meses cabales. En marzo. Cuando se haya fundido la nieve, hayan florecido los almendros y el espacio recobrado sea nuevamente, y de verdad, Nuevo.
A nosotros, los modernos, nos engañan con cualquier superchería luminosa. Si conociéramos el cielo —el de verdad, es que está por encima de las farolas—, al menos conservaríamos algo del saber de los antiguos.