21 de septiembre, martes. Plaza Carmen Laforet

A veces paso en autobús por la antigua avenida Borbón, desde 2019 convertida en república de las apelaciones populares como Avinguda dels Quinze en recuerdo de los quince céntimos que costaba el billete de tranvía desde el centro de la ciudad hasta esta zona fronteriza entre los antiguos municipios de Horta y de San Andrés del Palomar. Al paisaje urbano actual aún sobrepongo el largo trazado de paneles de pared idénticos, con ventanas iguales que no servían para ver desde dentro ni relajaba contemplarlas, y el enorme portón por donde entraban y salían autobuses vacíos. Las cocheras de los Quince. Me pregunto si Carmen Laforet pasaría alguna vez en tranvía por delante y si al mirar hacia la enorme techumbre ondulada de la instalación se le ocurriría ni siquiera delirar que ahí en medio, algún día, le dedicaría una plaza la ciudad que con tanta exactitud describió, con la lucidez que le otorgó quizá el escaso tiempo que vivió en ella.

         La ciudad es el ámbito natural de las paradojas. El nombre que perdió la avenida lo perpetúa un gran letrero en la instalación municipal Cocheras Borbón, que no cuida en su interior vehículos de motor como parece anunciar, sino vecinos que quieren hacer deporte. La historia de las Cocheras en el paraje de Torre Llobeta arraiga desde el inicio mismo de los transportes colectivos. A finales del siglo XIX, un tranvía tirado por caballos lo eligió como lugar para el descanso nocturno de los animales que realizaban el trayecto. Cuando en 1901 se electrificó el recorrido, también se necesitaba dónde alojar los convoyes y se reestructuraron las cuadras. Incluso construyeron una capilla, lo que indica lo lejos que se encontraba de cualquier zona habitada. El monótono paredón de las Cocheras que contemplaba en los autobuses de mi adolescencia era una obra de los años cincuenta.  En los pasados años noventa, la empresa fue liberando poco a poco terrenos, hasta que desapareció por completo del barrio, ya urbanizado por los cuatro costados. Su existencia ha sido un buen emblema del siglo XX, una época que la tecnología ha dejado prematuramente anticuada. En su lugar hoy queda un hermoso parque donde los dueños pasean a sus perros, unas instalaciones sanitarias de enigmático uso, un pabellón deportivo y un hueco entre construcciones al que han denominado plaza Carmen Laforet.

         La plaza es un corredor alargado entre tipos contrapuestos de arquitectura. Por una parte, el piso de David, los bloques de viviendas de protección oficial de los años cincuenta, con la humilde y cálida fábrica de color ambarino del ladrillo visto, con ventanas pequeñas alineadas en forma de muestrario de chapuzas en aluminio y diferentes generaciones de toldos. Enfrente, el presupuesto de Goliat, el despliegue horizontal y amurallado del hormigón, disfrazado con una afable vestimenta de listones de madera. Y en medio, entre exóticas palmeras, una hilera de bancos para contemplar el vacío alrededor del cual los monopatinadores, únicos amantes de las plazas duras, realizan carreras que recuerdan a las que los romanos organizaban en sus circos. Nada que evoque, salvo la placa de mármol con su nombre, a Carmen Laforet. Ni siquiera se aventuró por las inmediaciones Andrea, su personaje novelesco, quien sí dejó noticia del tipo de plaza que le gustaba: «Santa María del Mar apareció a mis ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas enfrente. (...) Estuvimos allí un rato y luego salimos por una puerta lateral junto a la que había vendedoras de claveles y de retama. Pons compró para mí pequeños manojos de claveles bien olientes, rojos y blancos». Si hay una plaza opuesta a la que le gustaba a Andrea es la de su creadora, en la que hoy Pons no podría ni siquiera regalarle el periódico del día o invitarla a tomar un café. 

15 de septiembre, miércoles. Alegato contra el individualismo

Leo un libro de poemas que publicó en 1966 un poeta cuyo nombre no aparece en ningún recuento panorámico y menos en las antologías. Para mí, también desconocido. La colección, sin embargo, publicó libros de los que aún se habla. Lo encuentro en San Antonio y lo compro por un euro. El ejemplar está sucio y maltrecho. Lo limpio con un trapo, lo cuido como haría un veterinario con un cachorro extraviado en el bosque. El papel es bueno y la tipografía se lee con gusto. Curiosidades de la época, en la página de crédito aparece impresa la dirección personal del poeta. En 1966, claro. Y una extraña mención sobre este dato: «Edición del autor». Repaso los libros de la misma colección que tengo y no aparece nada parecido. ¿Sería un signo de lo que hoy se conoce como «autoedición»?

En todo caso, es un elemento singular de este libro. En cierta ocasión, de paseo por el Paralelo con el novelista Antonio Rabinad, me hizo entrar en un bar para que viera la hora. Miré el reloj y le dije: «Las cinco y cuarto». ¿Dónde está el reloj?, me preguntó. Y caí en la cuenta: toda la pared del bar era una cristalera y el reloj se veía reflejado en ella. Así que me puse a buscarlo, y no tardé en descubrir el hallazgo. El reloj estaba en el tramo de pared sobre el alféizar de entrada, pero no era un reloj cualquiera, los números estaban puesto al revés y las manillas corrían en sentido inverso, para que lo pudiera reflejar el cristal de manera convencional. Como Rabinad era un clásico, sentenció la experiencia con un adagio: «Cada bar tiene siempre algo que no tiene ningún otro, y hay que descubrirlo». No he olvidado la lección, y aunque visite pocos bares nuevos, porque lo único que me gusta es volver a los bares donde ya he estado, aplico la enseñanza sistemáticamente a los libros. Y aun en el más humilde encuentro algo que le es propio.

La lectura del libro resulta agradecida. El autor perteneció al círculo de Miguel Labordeta, según descubro en Internet, y se le nota. De todas formas, a los aciertos que disfruto me encantaría quitarle mucha retórica de la época que hoy suena a chatarra. Quedarían unos versos estupendos para leerlos en el siglo XXI. Los poemas tendrían que poder ser remodelados por las generaciones posteriores con naturalidad, como ocurría en las civilizaciones y períodos que carecían de escritura. La poesía era un corpus único que se iba adecuando a las sensibilidades de cada época. En lugar de aumentar desproporcionadamente el volumen de la poesía existente, con libros y libros que desaparecen igual que aparecen, la lírica debería crecer desde un reducido número de poemas modificados por cada generación, a la manera de los cantares épicos.

Se me dirá que ya ocurre algo así con la tendencia a la clonicidad de tantos escritores; hay una diferencia esencial, los copistas actuales deterioran el modelo, pero el propósito de la panlírica generacional sería, claro, mejorarlo.



8 de septiembre, miércoles. «El ausente»

El ausente fue un libro soñado. Ocurrió una mañana de julio de 2018, en la librería Walther Köing, en el Barrio de los Museos de Viena, en la mesa de arte contemporáneo. El libro que empecé a hojear, 100 Selbstbildnisse (Köln, 2018) —una edición de los cien autorretratos que Gerhard Richter había dibujado entre septiembre y octubre de 1993—, de repente se convirtió en una epifanía. Imaginé los dibujos a lápiz de Richter convertidos en cien poemas. Cien textos alrededor de un ente inasible, yo. Vi el libro ya escrito. Casualmente el libro que soñé estaba impreso en octavo y cada poema ocupaba la mitad de la página en un rectángulo semejante al que Richter trazaba para inscribir dentro el dibujo. En el rectángulo tipográfico vi inscritas mis palabras.

         No conseguí que la idea se me fuera de la cabeza hasta que no empecé a escribirlo. El primer autorretrato fue redactado a los pocos días de regresar de Viena, el día 13 de julio. Mi intención era comprobar lo imposible del propósito y olvidarlo. Pero el segundo lo escribí al día siguiente, y el tercero el día 15, y así en días consecutivos agoté el mes de julio. El libro soñado era imparable, algo en él se empeñaba en brotar. A borbotones. Ninguno de los poemas partía de una idea previa, pero las palabras se cosían a la hoja con una seguridad y una certeza que no dejaron de sorprenderme hasta el final. Cien autorretratos que tuvieron en mí solo el albañil que con paciencia los fue colocando en el mosaico del suelo por donde pisaba. El último lo escribí el día 13 de noviembre de aquel año, a las 13:19, según señala mi cuaderno. Era el 99. El 100, poema guía, o índice, del conjunto, lo había escrito el mismo día que el primero.

         El dibujo de cubierta es de Rafael Pérez Estrada. Es un dibujo extrañamente no concluido. Se conserva junto a otros de 1990. En cuanto consideraba acabado un dibujo, aunque solo fuera una mera caricatura, lo primero que hacía era firmarlo y fecharlo. Recibí muchas recriminaciones suyas, orales y escritas, por mi fea costumbre de no ponerle fecha a nada. Hoy, la de vueltas que da la vida, poseo anotación del día en el que redacté cada uno de los cien poemas, incluida la hora en la que acabé la escritura, y el dibujo de Rafael, paradójicamente, carece de fecha. La mañana vienesa en la que soñé este libro no se me apareció este dibujo, pero cuando revisaba obras de Rafael con el propósito de encontrar alguna que pudiera ilustrarlo, nada más verlo supe que aparecía ya en la cubierta que había soñado.

7 de septiembre, martes. Plaza del Diamante

La calle que desemboca en la plaza del Diamante se llama Topacio; la que cierra por debajo, Oro; su paralela, Perla; por encima queda la calle del Rubí. Parecen las dependencias de una joyería, y al parecer es lo que ocurrió. La finca rústica donde están ubicados los alrededores de la plaza pertenecía a un joyero de Barcelona que, conforme la urbanizaba, iba dándole nombre a las travesías con sus piedras y metales preferidos. Es, quizá, la plaza más literaria de Barcelona, gracias a que la genial escritora Mercè Rodoreda (1908-1983) la eligió como título de su mejor novela: La plaça del Diamant (1962). No solo como título, en la carpa que se monta cada año durante las fiestas de Gracia arranca la vida de su protagonista, y en el vacío de la plaza, muchos años después, una madrugada, contempla el extraño dibujo que los acontecimientos han trazado con sus días. Este símbolo de angustia existencial de la Colometa, protagonista de la novela, parece haber descendido hasta sus entrañas: en 1992 se descubrió y restauró un refugio antiaéreo de la Guerra Civil, el número 232. Esto es lo que hay que contar de la plaza cuando se la presenta.

         La atravieso casi a diario, desde la calle Asturias, antes calle Esmeralda, hasta Verdi, por la que suelo subir o bajar en los paseos por el barrio. La sensación que tengo es siempre paradójica. Posee una hermosa y equilibrada planta de aspecto cuadrado. Espaciosa. Todo parece respirar en su enlosado de plaza dura, casi siempre desierto. O, con suerte, ocupado por un músico o artista callejero que entretiene a la gente, que solo se arremolina y la utiliza en el flanco norte. Ahí, unos arbolillos de escasa altura, pero frondosos, cobijan la terraza de un bar frecuentada a cualquier hora. Un parque infantil con cerca, en el otro extremo, atrae a las parejas jóvenes de la zona, que intiman mientras sus descendientes se liberan del control familiar. Existe también, entre terraza y parque, un banco de piedra corrido, en el que es fácil ver turistas comiendo, adolescentes de charla, ancianos de descanso y contempladores de ciudad de diversa especie. Un banco de plaza comunitario, algo insólito en una ciudad donde la conciencia de propiedad privada se extiende hasta la baldosa que se pisa cuando se camina.

         Vida al norte, desierto al sur. La distribución de la plaza parece un vaticinio. No hay nada habitable, ni bancos ni terrazas, entre los dos accesos al refugio antiaéreo, que los niños usan como porterías para sus partidos de media tarde. A veces, cuando cruzo por aquí rememoro la visita a este espacio que realizó Natàlia (a quien la vida rebautizó como Colometa) en las últimas páginas de la novela de su vida: «y entré en la plaza del Diamante: una caja vacía hecha con casas viejas y el cielo como tapadera». Da la impresión de que la realidad se esmere por estar a la altura del arte literario. Unas páginas antes, la protagonista confesaba que había «sentido repentinamente el paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia… sino el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos amasa». Mercè Rodoreda dejó esta plaza impregnada para siempre con su melancolía existencial. 

4 de septiembre, sábado. Amores de valquiria y corneta

Hace unos días compré en los Encantes por dos euros una biografía de Chopin, de 1952, bien editada en octavo con tapa dura, excelente papel y mejor tipografía. Me llamó la atención que en un anexo se incluyeran las cartas que el músico envió a George Sand —que el traductor de la época, con una lógica que aplasta, traduce en el texto como «Jorge Sand»—. La mayor parte de las misivas tiene escaso interés para el curioso. Ni siquiera son cartas, sino notas que se dejaban en lugares públicos o se encargaba llevar a los criados para concertar citas o avisarse de asuntos particulares de la vida cotidiana. El grueso de la relación epistolar lo forman las que se escribieron tras la ruptura, donde resulta interesante apreciar cómo la pérdida de intimidad va fosilizando la expresión.

Qué extraña pareja. Chopin, casi un niño, frágil, músico obsesivo, con la melancolía por único horizonte; Sand, mayor, a rebosar de experiencias mundanas, dominante, impenetrable tras lo adusto de sus trajes varoniles. Pasaron ocho años juntos, entre los cuales dos meses invernales en Mallorca a los que el biógrafo dedica cuatro páginas llenas de padecimientos. El autor, André Maurois (1885-1967), fue un polígrafo todoterreno.  A mediados del siglo pasado se puso de moda traducir sus libros variopintos y hoy es el rey de los mercadillos de libros viejos. Su biografía, que con acierto se salta cronologías o datos concretos y tiende a la redacción expresiva, se lee como un cuento de hadas vuelto del revés.

En las escasas cartas donde media una separación temporal, la distancia le da alas descriptivas a Chopin y el lector aburrido despierta. En 1844, durante el despiadado diciembre de Nohant, se compara con el hijo de Sand: «sonrosado, fresco, caliente y llevaba las piernas desnudas. Yo estaba amarillo, ajado, frío, y tres franelas bajo el pantalón». Un poco más adelante, una confesión de Chopin le encoje el corazón al lector: «no he ido tampoco a casa de Madame Doribeaux, porque no tengo ropa buena, lo cual hará que no haga visitas inútiles». Aunque al final de la carta, otra referencia al vestuario se lo dilata: «Imagino que es por la mañana, y está usted en ropa interior con sus queridos fanti que le ruego bese de mi parte».