28 de marzo, martes. Lección de poética nocturna


Lo fascinante de la pintura de Turner es que lo circunstancial de la escena era más importante que el tema. Le gustaba más pintar el paisaje de fondo que los personajes que daban nombre al cuadro. Lo que los pintores dejan para que lo acaben sus discípulos o aprendices fue lo que pintó Turner, y dejó expresiones, rostros, pliegues en las ropas para el empleado que había en él. Poco a poco se olvidó de que los cuadros tenían una historia que contar, un asunto que desarrollar, una narración, y solo se entregaba a las partes insustanciales del cuadro. Solo pintaba poesía.

[Libro V, Epigrama XXI]

20 de marzo, lunes. Jardín de aforismos: enramada



Un charco de luz que declina, la tarde. Salto encima y los últimos brillos me salpican las piernas.

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El día se sienta en el suelo, cansado, con la mirada fija en el fuego, que, indiferente, no deja de bailar.

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El misterio lo es porque cuanto más se conoce resulta más misterioso. Cuantas más veces se entra, más se tiembla al entrar. Cuanto más se piensa, más se descubre uno a sí mismo.

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Converso con el panadero, que me cuenta lo que le oyó decir a su padre, también panadero, que se lo había oído decir a su padre, el abuelo del panadero, que era también panadero. Un saber elaborado durante tanto tiempo al calor del horno. Un pensamiento crujiente.

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Incongruencias del tiempo: me reconoce y saluda un antiguo alumno por la calle y compruebo que tiene bastante más edad que la mía cuando le daba clase.

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Fotografío las mañanas grises y gélidas de enero para refrescarme durante las olas de calor del verano. Las imágenes no consumen electricidad. 

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El escritor que escucha el canto de sus lectores es un marinero, acercándose a la isla de las sirenas, que no se llama Ulises. 

9 de marzo, jueves. Cuestión de tilde



[Por la actualidad que tiene la reflexión el día de hoy, en el que se va a debatir en la sede de la  RAE si tilde sí o tilde no en el adverbio «solo», adelanto una entrada del volumen Azada de jardín (Diario) que en estos momentos se encuentra en imprenta.]

 11 de mayo de 2021, martes

Durante décadas he tenido que explicar —y preguntar y corregir y calificar— como correcto un galimatías ortográfico que la Real Academia Española daba por norma. No era solo uno, sino varios, pero uno era el más doliente. Escribir así la palabra «sólo» me parecía una aberración. Las llanas acabadas en vocal, dice la ley ortográfica superior, no llevan tilde. Pues a esta se lo obliga. Tilde diacrítica, me responde el manual. Ya, le digo yo. Ahí está el problema. La tilde diacrítica sirve para distinguir un monosílabo tónico (él, qué…) de otro átono (el, que…) porque la tilde es un signo gráfico de la prosodia, es decir, una señal de que se han de pronunciar de manera diferente monosílabos formados por las mismas letras. Porque la tilde solo muestra cómo se ha de pronunciar cualquier palabra. Por ejemplo, los términos: público / publico / publicó necesitan la concurrencia de una tilde sobre su tónica (o su ausencia, en el caso de las llanas) para saber cuál es su sonido correcto, dado que en principio cualquiera de las tres sílabas que la forman admiten tonicidad. Esta es la norma general que opera en la acentuación.

         «Sólo», decía la RAE, lleva acento cuando es adverbio, pero no cuando es adjetivo, «solo». La primera aberración de la norma es que la tilde ha de distinguir dos palabras con idéntica prosodia, lo que va absolutamente en contra de su esencia. Las dos palabras poseen sílaba tónica en posición llana. Que la tilde diacrítica no distinga sonido, sino formas, categorías morfológicas, es la cara B de la misma aberración. Similar a usar un cuchillo para comer un plato de sopa. Como si bajo, el adjetivo se escribiera así, pero bajo, el sustantivo que nombra un instrumento musical, tuviera que ir por ello acentuado: bájo*.

         No creo que valga la pena adentrarse en más explicaciones, pero no puedo callarme dos implicaciones de esta norma que suponen sendas aberraciones más. Una, exigir al hablante conocimientos filológicos para escribir con corrección su propia lengua, es decir, que sepa distinguir un adverbio de un adjetivo. La morfología es una parte de una teoría lingüística, y hay varias. Es bueno que los hablantes tengan ligeras ideas de cómo se organiza su lengua, pero no me imagino a un cirujano examinando de anatomía al paciente que espera ser operado, ni al expendedor de billetes de autobús preguntando a quien desea viajar los rudimentos básicos de la mecánica. Otra aberración semejante es desconocer que la propia lengua tiene recursos propios para evitar la posible ambigüedad de una homonimia (de la que hay cientos en la lengua), de forma que si alguien desea expresar que no va a aparecer nadie esa noche a acompañarle escribirá «Ceno solo» y el lector no tendrá ningún problema en entenderlo, porque si hubiera deseado decir que no realiza en ese momento ninguna otra acción, esté solo o acompañado, dirá: «Solo ceno». Y también se le entenderá. Entonces, ¿qué necesidad hay de tildar una de esas dos expresiones? Una palabra llana acabada en vocal con tilde es una falta de ortografía: «sólo», tan aberrante como sería «cára» (que puede ser sustantivo o adjetivo) o «bánco» (que puede ser el ámbito natural de los ricos o de los pobres, según se use), o cientos de palabras homónimas que son el embeleso de los poetas vanguardistas.

         Esta discusión que emprendo, la redacto con once años de retraso. En noviembre de 2010, una nueva Ortografía de la RAE aconsejaba prescindir de la tilde en el adverbio solo. Por fin, me dije, pero apenas pude disfrutar del cambio porque, por suerte para mí, en mi último período de profesor acumulé las materias de literatura que ningún otro profesor del departamento quería impartir.

         Vivía en ese limbo ortográfico feliz, escribiendo cientos de solo maravillosamente con la cabeza descubierta, cuando recibo las pruebas de unas traducciones. Les echo un vistazo y me quedo de piedra. Alguien ha corregido todos mis solos, en el texto de presentación y en el texto traducido, y los ha convertido en sólo. Los cuento. En todo el libro hay veintiséis. Veo erratas hasta en el título del libro que nadie ha tocado, solo los sólo. Hablo con el editor, once años después de que la RAE decidiera ser consecuente con sus propias normas ortográficas, y me lo confirma. Ha sido él. En su editorial, todos los libros acentúan «sólo» si es adverbio. Reviso el libro y no existe ningún «solo» adjetivo del que deban distinguirse los adverbios. Veintiséis a cero. Una tilde realmente necesaria. Una tilde que regresa como una pesadilla recurrente, un mal que uno ve reaparecer cuando ya estaba curado. Un agobio: tener que discutir obviedades. Recordé, entonces, que cuando empecé a dar clase una parte del alumnado aún acentuaba sistemáticamente fué y fuí, tilde que había sido suprimida en 1956, treinta años antes de que empezara yo a trabajar.  Descuelgo el teléfono para decir que siento todos los problemas ocasionados, y que retiro las traducciones.

CARTAS AL s XX | Un día de enero de 1961. Paul Celan en Tubinga


Aún recibe visitas el poeta. Las dos ventanas que durante años dieron hacia el río ahora miran a un interior sin muebles, de planta circular y vieja tarima en el suelo. Las gaviotas revolotean alrededor. Enero agita las ramas secas de los árboles de ribera como lo harían los ancianos del lugar durante una visita histórica con sus banderas infantiles de apolillada tela.

El río olvida cuanto sabe. El señor del que te he hablado se ha quedado largo rato contemplando la superficie. Como si tratara de leer una página sumergida en la corriente. No era alto, ni tampoco bajo. Una frente amplía, eso sí, despejada, era lo único que le recuerdo. El cabello peinado hacia atrás. Vestía un abrigo pardo, de solapas anchas, que le ocupaban todo el pecho. De paño. El corte un poco amanerado, no lo ha comprado por aquí. Al referirse a él, su acompañante le llamaba Paul. No dice casi nada un nombre. Ni sé por qué lo recuerdo.

En Tubinga nos conocemos todos. Cada ventana tiene una mirada que, en invierno, se acostumbra a discernir el grado de la oscuridad. El día transita fugaz por ella. Hay quien desde su cuarto reconoce las personas que han pasado por las huellas que dejan sobre el hielo. Los zapatos de ciudad que llevaba el forastero darán qué pensar a más de uno, pero si advierte que se dirige hacia la torre del poeta dejará de calentarse la cabeza.

Dicen que recibía visitas. En su tiempo nadie daba nada por lo que sacarían en claro de su conversación, es lo que dicen los mayores que lo escucharon de sus mayores. Hoy, cuando vuelve alguien a mirar las ventanas desde la orilla del Neckar, me parece que aún ha de sacar menos. El señor Paul da la impresión de que mire con ceguera. Ha anotado algo a lápiz en un pequeño cuaderno, que después guarda en el bolsillo interior del abrigo.

Hablaban entre ellos en alemán. Me he acercado, haciéndome el tonto, por oírles. No reconozco el acento y menos interpreto sus cuchicheos. No sé por qué razón me ha impresionado esta pareja que ha venido a visitar a nadie, que ya era nadie cuando estaba vivo. Dicen de Hölderlin que fue también un profundo pensador. Yo me lo creo todo. No tengo paciencia para los libros. Solo las revistas y en las revistas no salen los poetas. Tampoco sé si los visitantes lo son. De hecho, no sé nada.

Si me acercase a hablar con los dos, confieso que tentaciones he tenido, creo que la conversación no nos conduciría a ninguna parte. Como mucho a saber de dónde vienen o cuándo piensan partir. Le preguntaría al señor Paul por las raíces del mundo y qué me iba a responder. Nada. Lo mismo que sacaban quienes acudían a visitar a la eminencia encerrada saco yo de los que ahora vienen a visitar la torre. Un balbuceo de trivialidades. Un responso como los del cura cuando alguien se muere, que a todos despide con idénticos elogios. 

2 de marzo, jueves. Lo que no dicen las estadísticas


La llegada a la adolescencia de niñas y de niños siempre ha sido diferente. Las niñas despiertan mucho antes, claro. Pero tal vez haya en el presente aspectos que no siempre se han tenido en cuenta. Oí el otro día en la radio el resultado de una encuesta que parecía seria en el que los chicos daban una respuesta por encima del 75% a la pregunta de si están satisfechos con su vida; mientras que las chicas no llegan al 50%. La distancia entre un dato y otro es un abismo. Me dio qué pensar.

No es la típica diferencia entre chicas y chicos. Creo que tiene que ver con el modo de relacionarse con la sociedad. En los chicos, por hábito general, su socialización se cumple casi exclusivamente a través del deporte, y el deporte es una fuente inagotable de euforia. Aun cuando su equipo pierda, siempre está la posibilidad de que gane el siguiente partido. Pero entre las chicas se ha extendido una socialización a través de la concienciación social, en especial, en relación al cambio climático, a la destrucción del planeta, a las crisis económicas y a los desastres migratorios.

En ocasiones, sin embargo, la adolescencia carece de herramientas para distanciar la preocupación seria por estas cuestiones de la propia conciencia individual, de modo que resulta fácil caer en una situación de malestar, de hondo pesimismo existencial, incluso de depresión. Creo que esa es la razón de la infelicidad de muchas adolescentes. Cuando la preocupación social invade la esfera personal se presenta una incómoda paradoja, porque el propósito es encomiable, pero la consecuencia negativa de no saber cómo encauzar esa energía, tan positiva, creo que ya se refleja en las estadísticas.