21 de junio, martes. Ontología tarifaria


Saco billetes por internet desde años. He visto cómo las tarifas han ido probando diversos modelos, pero últimamente se ha consolidado uno, idéntico para cualquier medio de transporte, que da qué pensar. Aunque se suele presentar en tres posibilidades para despistar sus intenciones, en el fondo consolida dos tipos muy diferentes de tarifa: una en la que desaparecen todos los derechos consolidados en décadas de consumo, y a la que se le añaden incluso condiciones impropias (como la de no poder llevar maleta en un viaje). No es que sea más barata, es que se renuncia explícitamente a cualquier derecho sobre el servicio adquirido (dudo incluso que sea legal ofrecer un servicio sin ninguna garantía y con tales restricciones).  Y otra tarifa que disfruta de los derechos normales y habituales de cualquier tarifa en el pasado. Se diría, sin exagerar demasiado, que una es la tarifa de esclavo y otra la tarifa de ciudadano (como las que debían de existir en las civilizaciones o en los países donde reinó la segregación social). La única diferencia que descubro entre aquellas sociedades infames y la nuestra es que aquí cada cual elige su condición, voluntariamente. El resto es lo mismo. 

[Libro V, Epigrama XV]

17 de junio, viernes. Un libro que no existía


Hace dos años este libro no existía. Guardaba las cartas, ahora sé que son 145 las que conservo, en tres carpetas dentro de una caja de archivo negra. En un lateral había escrito un rótulo, fijado con aironfix, con un nombre: «Rafael». Ha permanecido, en las tres casas donde he vivido, en un estante junto a la mesa de trabajo, siempre a mano. Cuando los editores de Mixtura, Elena Aguilar y Jesús Aguado, empezaron a imaginar su proyecto, el primer libro que soñaron publicar era una antología de cartas de Rafael Pérez Estrada. El propio Jesús tenía unas cuantas y era consciente del valor literario que esta correspondencia escondía. Me pidió ayuda para organizar la antología y lo primero que hicimos fue pedir la lista de corresponsales del poeta malagueño a su Fundación. La lista de escritores cuyas cartas se conservan en su legado nos impresionó. La dividimos por generaciones y aun así resultaba difícil abordar el proyecto por su magnitud. Nos sentíamos desbordados. Fue entonces cuando dije que lo mismo me ocurría a mí cuando tuviera que hacer la selección: ¿cómo elegir diez o doce cartas del centenar largo de las que guardaba, si todas eran, por unas razone u otras, magníficas? La respuesta a esta pregunta que me dieron aquel día los editores de Mixtura tuvo la virtud de generar este libro.

         Una cosa era publicar las cartas que Rafael Pérez Estrada había escrito a diversos corresponsales —lo que con el tiempo se acabará haciendo— y otra muy diferente dar a luz todas las cartas que me escribió a mí. No fue una decisión sencilla, porque, tanto en lo general como en lo personal, he defendido una literatura alejada lo más posible de lo biográfico. Y también esta fue siempre la opción estética de Rafael Pérez Estrada. Publicar su correspondencia parecía, cuando menos, una traición literaria. Con esta idea en la cabeza volví a leer las cartas, veinte años después de que me enviara la última. Lo que me sorprendió es que la biografía —tanto la suya como la mía— no se mostraba nunca como testimonio. Si aparecía, como era obvio que apareciese, lo hacía transformada por el lenguaje en algo muy parecido a una obra literaria de la imaginación. De hecho, Rafael no describía nunca situaciones biográficas, sino que jugaba literariamente con ellas. Y no solo eso, y esta fue la razón que me impulsó a dar a la imprenta este libro, sino que sus cartas conservan un Rafael que añoran quienes le conocieron y que parecía desaparecido para siempre: el Rafael oral, el extraordinario conversador que fue, el ingenioso interlocutor, incluso el brillo sonoro de su voz se puede oír al leer sus cartas.

         Una vez decidida la publicación de la correspondencia de Rafael, ya sabía que las mías no se podrían publicar a su lado, porque sobre todos los papeles personales del Legado pesa una cláusula de privacidad hasta pasados veinticinco años de su fallecimiento, en 2000. Solo sabía, por el cómputo de su archivo, que las mías eran 187 cartas. Ya con el libro mecanografiado y casi compuesto, un día se me ocurrió mirar viejos archivos del ordenador, que habían ido pasando de un aparato a otro a lo largo de los años sin que les diera ninguna importancia. Y allí encontré, sin recordar que existiesen, treinta y nueve borradores de cartas, escritos en la época en la que ya se usaban los ordenadores, pero aún no estaba extendida la conexión a la red. De hecho, estaban en un formato diferente y hubo casi que transcribir los signos que el actual no reconocía. Mis cartas no guardan ningún secreto de mi oralidad, y desde luego son bastante más biográficas de lo que me hubiera gustado. Pero me pareció injusto que desvelara las cartas de Pérez Estrada y ocultara o seleccionara las mías. A los editores la idea les pareció bien, y aquí está Práctica de la emoción.

         El título es una descripción literal del contenido. En el siglo XX la correspondencia había dejado de ser el medio principal de comunicación a distancia entre personas. De hecho, casi cada semana hablábamos por teléfono. Lo que hacíamos Rafael y yo, al continuar escribiéndonos por carta, era regalarnos mutuamente emoción. De esta práctica da cuenta este libro. 

CARTAS AL s XX | 6 de octubre de 1999, miércoles


En el otoño de 1999 me enviaron a cubrir la agonía del siglo XX. No se puede decir que fuera un periodista joven, tampoco uno experimentado. Estaba en el punto donde los que acaban de entrar necesitan poner un pie sobre mi espalda para ascender más rápido, y los que llevan más tiempo siguen mirándome por encima del hombro. Y desde luego ninguna de las dos facciones estaba dispuesta a pelearse por un encargo conceptual. Eso no atraía público a una firma. Así, que me fui rezongando con mi mochuelo a rastras.

         Salí a la calle con un par de ideas en la cabeza. La más concreta era el temor a que con el siglo acabara el tiempo. Me puse al tanto de las profecías, aquello en lo que nunca había creído, por si acaso. Pero lo que encontré fue un debate, digámoslo así, nominalista. Era lo único que interesaba. Unos, bajo el amparo de la imagen, decían que el siglo acababa con la ristra de nueves que no admiten discusión. Y los otros, los matemáticos, decían que, obviamente, el cien no llega en el 99, sino en el cien. Me metí en ese berenjenal y casi no salgo. Porque a nadie le interesaba realmente el fiambre del siglo XX, sino cuándo celebrar la llegada del nuevo. Lo nuevo inquieta, interesa. Lo vi claro, es de lo que tenía que hablar.

Cuando llamé al periódico para informar del renovado enfoque de mi artículo, me espetó el jefe de redacción que me atuviera a lo pactado. Que sobre el XXI ya había nombrado al efecto un equipo de redactores jóvenes —«como corresponde», apostilló—. Estaba al borde de la dimisión cuando oí en la radio, mientras buscaba al acaso una emisora solo con música, una noticia que me estremeció. Aquella misma mañana habían encontrado tendido en el cuarto de baño de su casa, en la calle São Bento número 193, de Lisboa, el cuerpo sin vida de Amália Rodrigues. No me entretuve ni en coger una muda, desde donde estaba me fui directo al aeropuerto y a las cinco de la tarde era uno más entre la multitud inquieta y compungida que frente a su casa aguardaba la salida de féretro de la cantante. A las cinco y media se abrió la puerta del garaje, y asomó el morro grisáceo del coche fúnebre. La multitud y yo mismo arrancamos un aplauso enfebrecido, como si en aquel mismo momento se hubiera despedido en el escenario tras dos horas de concierto.

Con ella se iba el siglo XX. Su voz doliente. Amália Rodrigues había visto desaparecer, en los años inmediatos, a sus amigos más íntimos, a conocidos y colaboradores, a su marido, y ya no tenía sentido llevar el tiempo más allá de la que había sido su centuria y a la que le había marcado el paso con tanta precisión. Había nacido en 1920, como el siglo verdadero, tras dos décadas de ajetreado espejismo, con tres intentos de suicidio, en 1934, en 1938, en 1942, los mismos que el propio siglo, alguna de sus canciones fue prohibida por el salazarismo en los años 60, como las ideas que rejuvenecían la época, y en 1974 publicó el cántico a la celebración de la juventud invertida del siglo que había nacido anciano: «Meu amor é marinheiro / E mora no alto mar / Coração que nasce libre / Não se pode acorrentar [amordazar]». Y aún le guardó el XX que encarnaba un último hito: el traslado de sus restos, con honores militares —como corresponde al siglo— desde el cementerio de los Prazeres hasta el Panteón Nacional de Lisboa, la primera mujer entre tanto prócer varonil.

Es lo que conté en mi artículo, pero ya compuesto el número, llegó en el último minuto un anuncio y el jefe de redacción decidió que la página que había que levantar era la mía. Se ha quedado el retrato del siglo XX en su voz más doliente agazapado para siempre en las hojas de este diario.

2 de junio, jueves. Al perder el sentido.


A veces percibo una profunda trivialización en el sentido de las palabras. En las conversaciones casuales que escucho al azar y, sobre todo, en los nuevos hábitos de los locutores en los medios de comunicación. Se ha puesto de moda una suerte de repetición rotatoria de las frases que desvirtúa su significado. Convierte los contenidos en estribillos de ninguna canción. Es curioso, lo que debería servir para construir pensamiento es cada vez más una pantomima en la que las palabras son marionetas de feria a las que se disparan significados, sin que ninguno acierte, con un rifle de cañón desviado.

[Libro V, Epigrama XIV]