26 de diciembre, lunes. 162: el último número de «Clarín, revista de nueva literatura»



Antonio Rabinad, que fue novelista y librero de viejo, montaba su parada junto a una de las puertas laterales del antiguo mercado de San Antonio. Detrás de los libros, a su lado, pasé las mañanas de domingo de mi juventud. No había tiempo de aburrirse en aquel palco ante el que desfilaban las diferentes especies de interesados por los libros. Nunca he olvidado a uno. Venía cada tres o cuatro semanas, y en cada ocasión Rabinad le guardaba dos o tres ejemplares. Le cobraba cantidades significativas por el producto, que quien lo recibía pagaba sin siquiera un mohín de regateo. Aquel aficionado habitual buscaba solo el primer número de cualquier publicación periódica, sin que importara el asunto tratado, ni el lugar o lengua. Era un coleccionista de números uno. A veces, cuando se iba, hacíamos algún chiste sobre el origen de la neurosis que le llevaba a esa obsesión extraña por poseer el primer ejemplar. Nos reíamos. Como más o menos eso ocurría en la misma época que empezó a publicarse Clarín, hace ahora veintisiete años, imagino que el coleccionista no se perdería su número inaugural. Aunque puestos a coleccionar, quizá mejor hacerlo de los últimos números de una revista. El que acaba de salir, el 162, sería una excelente pieza. Lo que se inicia apenas posee realidad, aunque es cierto que admite más fantasía. En lo que acaba la realidad desborda: es el final del espejismo. El cliente de Rabinad prefería acumular futuros de cuyo futuro luego se desentendía. Impregnado de realidad, al parecer, un ejemplar de revista carece de valor. Su potencia está en el sueño. No creo que haya compartido este pensamiento nunca. De haber sido coleccionista, hubiera elegido almacenar los últimos números, donde lo que existe acusa el tiempo, el cansancio, pero también la lucidez y la historia de lo que desaparece. Hoy, una revista, Clarín, cuyo último ejemplar acaba de llegar a mis manos. En sus páginas, entre otras cosas, copio una entrada del diario escrita el día en el que me enteré de que la única revista en papel en la que colaboraba tenía fecha de cierre. Es la nota que reproduzco a continuación. De ser coleccionista, preferiría los textos, no los sueños. Así me ha ido siempre: nadie que me coleccione.  

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[10 de agosto, miércoles. Despedida y declaración de ignorancia]

En la tertulia de los miércoles, que coordina el director de Clarín, me entero de que la revista concluye con el 22. No es un mal año para desaparecer. Los escritores que hayan nacido en estas fechas no se conocerán hasta dentro de unas décadas, pero los que cumplen centenario, como Fonollosa, sin ninguna duda prestigian el dígito. Los recuerdo, por orden de nacimiento: Pier Paolo Pasolini, Jack Kerouac, José Hierro, Gabriel Ferrater, Philip Larkin, Alain Robbe-Grillet, Agustina Bessa Luís y José Saramago. Entre otros, claro. Sobre algunos he escrito en las páginas de Clarín. Y ahora lo hago, en mi diario, de la revista que cumplirá aniversarios con ellos, aunque en sentido opuesto.

         El primer número de Clarín apareció en febrero de 1996. Correspondía a los dos primeros meses del año, como pauta su frecuencia bimensual. En sus veintiséis años de vida literaria no he llegado a comprender la razón por la que cada número se publicaba siempre al filo del periodo de vigencia. Es decir, si correspondía a mayo-junio, solo se imprimía en la segunda quincena de junio. Tal vez sea un ritmo académico, en el que todo se deja para el último día. En aquel número inaugural colaboré con una reseña titulada «A punto de nieve». Creo recordar que fue sobre un libro que me sugirió su director; a partir de este, los títulos ya los elegía el crítico. En otra ocasión me pidió que hablara de José Bento, al poco de fallecer, y en ambos casos lo agradecí.

         De sus 162 números, he escrito reseñas o artículos en 79, que es casi la mitad, por lo que puedo considerarme como un colaborador moderadamente asiduo. Y desde este punto de vista, redacto la presente elegía. En la tertulia donde me entero del final de Clarín escucho opiniones contrastadas. Unas, lo lamentan; otras, se dan la vuelta para mirar las décadas que ha transitado la revista y no pueden lamentar nada.  En 1996 escribía recensiones críticas para múltiples revistas y periódicos de todo el país. Cuando salga este número habré dejado ya de publicar reseñas en papel. En estos últimos años ha sido la única publicación tangible donde lo hacía. Clarín era una de las pocas revistas literarias que resistía. La migración del papel a las esferas digitales no es asunto de debate en este momento, sino de constatación. Reconozco, sin embargo, que mi generación continúa buscando un destino de papel para cuanto escribe, aunque luego, para divulgarlo, lo lance a la red sin ninguna precaución.

         Con Clarín desaparece otro testigo de una manera de concebir lo literario que ha entrado en una profunda crisis. Y no me refiero a los libros, cuyo sector, si se hace caso de sus dirigentes, supera las ventas año a año en su nuevo enfoque como parte de la industria del entretenimiento, sino a algo más sutil. Los editores (los antiguos, no los actuales empleados), los críticos (no los cómplices de las promociones), los estudiosos (con criterio) habían amparado durante décadas y algún siglo las obras que merecía la pena leer, en ocasiones a la contra de los gustos mayoritarios de la época. En el futuro, aunque es posible vislumbrarlo ya, se consolidará otra manera de ordenar la creatividad literaria, posiblemente refrendada por el cómputo de lo cuantitativo. Quizá sea este método el que establezca la lista de escritores nacidos en el 2022 cuyos nombres recopile alguien dentro de cien años. Será interesante contrastarla con la que aquí se ha realizado de nacidos en 1922, cuya legitimación como autores de obra relevantes ha sido ajena a ese fenómeno del sector que se denomina best seller, y en casi todos los casos lo cuantitativo ha sido posterior al descubrimiento de lo cualitativo. Ignoro cómo se las apañará el futuro para encontrar sus semejantes en este siglo si el único valor son los números y las ventas. Cómo se las verá la posteridad sin revistas como Clarín. 

[Clarín nº 162. Oviedo. Noviembre-diciembre, 2022]
 

18 de diciembre, domingo. El partido


No puedo negar que me sorprende ver cómo disfruta con ese ambiente que se crea alrededor de un partido de fútbol. Algo que, si soy sincero, le ha importado un comino en el pasado. En el presente tengo la impresión de que se siente cansado frente a la necesidad de continuar oponiéndose al fenómeno. La inquietud que percibo alrededor le hace comprender su propia ansiedad. La enorme excitación que produce el malestar.

El fútbol le parece ahora una escenificación de la vida; mistificada, claro, porque la vida no se resuelve en un único encuentro. Las recreaciones rara vez se dedican a describir parajes, prefieren los deseos. Y en su puesta en escena hay elementos que se suelen despreciar, pero que ahora valora como una nueva fuente de estímulos. Quizá sea este el único proyecto común que tiene un pueblo o una ciudad, incluso un país: la victoria un domingo. En el silencio tan atroz de la época, el espíritu colectivo —un ambiente de cánticos y tambores que reclama la victoria no solo a los futbolistas, sino que la convierte en una responsabilidad compartida— parece aflorar en las vísperas de los partidos. Por eso dice que ha cambiado de opinión cuando me lo encuentro delante, decorado con una camiseta de su equipo y una bufanda conmemorativa de no recuerdo qué éxito, en el espejo de cuerpo entero que hay junto al escaparate de la sastrería.

No lo hubiera reconocido, aunque estuviéramos frente a frente, de no haber encarado sus ojos. La tristeza de su mirada. Ya antigua, casi adolescente. Es lo que llama la atención en su indumentaria. Una efervescencia de colores rituales, adiestrados en la ideología de la esperanza marmórea, y la luz marchita con la que me mira mirarle. Y, aun así, me dice: «No soy el de siempre, no te equivoques, soy el de ahora». «Esa incertidumbre es solo por el resultado de esta tarde, ¿verdad?», respondo. Da un paso y se aleja del espejo. Dándome la espalda, parte hacia el campo rodeado de identidades idénticas. Y a mí me deja en la duda de si quedarme a solas con la desazón o salir corriendo hasta alcanzarle.

[Cuaderno de ficciones, página 5]

12 de diciembre, lunes. Bagatelas


Una dirección de internet con diccionarios multilingües que uso de vez en cuando ha liberado todas sus aplicaciones para uso público y, claro, ha llenado cada página de publicidad. Es el trato: uno no paga, pero soporta anuncios. De acuerdo, está bien. Es el mundo que nos toca vivir. Hoy, mientras buscaba algunas palabras en otra lengua que he olvidado o que no conozco aún, ha llamado mi atención, al lado de la información que necesitaba, un enorme anuncio de bragas. Bragas estilo tanga, de las que cuesta incluso ver sus dimensiones en la pantalla. Como no tiene pinta de ser un producto precisamente barato, no concibo que solo se pague la tela de la pieza, una cantidad ínfima de materia. Imagino que se incluye en el precio la parte que no cubre. Hay de comprar, compruebo, hasta la desnudez. Aunque no sé de qué me asombro si delante de mis narices se alza el inmenso negocio del fútbol, que solo se basa en vender el producto que fabrica el propio consumidor, sus emociones. 

[Libro V, Epigrama XXVII]

4 de diciembre, domingo. El Fausto de Marlowe


Hace unas semanas encontré en los Encantes un ejemplar con las cuatro obras firmadas en solitario por Christopher Marlowe (1564-1593), un volumen publicado en 1952 por la colección «El Mensaje», de José Janes Editor, con una traducción que me ha parecido espléndida de Juan G. de Luaces. La edición exhala ese rigor, conocimiento y elegancia con la que se trabajaba en los años cincuenta, un modelo que la década siguiente dilapidaría en favor de la soberbia ignorante, el oportunismo y los juegos de artificio, una dinámica devastadora que a la posteridad no se le ha ocurrido otra cosa que mitificar.  Hoy leo una de las piezas dramáticas, La trágica historia del doctor Fausto.

La vida de Marlowe es harto extraña. Creo que uno no se acostumbra nunca a que haya ocurrido tal como la cuentan. Según sus biógrafos oficiales, murió a los veintinueve años en el barrio portuario de Deptford, cuya visita resultaba poco recomendable, al parecer tras una pelea de taberna entre proxenetas. Marlowe había estudiado en Cambridge con una beca del arzobispado, quizá con más conflicto que gloria. Ya en Londres, frecuenta los ambientes intelectuales y de teatro. Es una época de alteraciones y persecuciones religiosas, y Marlowe no se ahorra enemigos en la aún frágil y sobreactuada Iglesia de Inglaterra. De hecho, su muerte violenta se produjo al poco de que se dictara contra él orden de encarcelamiento por ateo. Nada en su escasa vida revela un sentido coherente. Estudios, viajes, relaciones, inquietudes. Solo las seis obras que escribió entre 1587 y 1593, dos de ellas escritas en colaboración, le proporcionan alguna consistencia.

La trágica historia del doctor Fausto pudo haberse representado hacia 1588, pero solo se publicó unos años más tarde, ya con carácter póstumo. Es una obra en cinco actos, aunque solo cuente con catorce escenas, es decir, no alcanza a la media las tres escenas por acto. Y la mayor parte están yuxtapuesta unas con otra, sin ramificaciones vertebradoras, como meros sketch. Con tan simple ejecución no resulta raro que el traje estructural le cuelgue por todas partes a la pieza, incapaz de articular la historia con la complejidad de los cinco actos. Es una obra de aprendizaje. Su autor la debió de escribir con veintitrés años. La inmadurez afecta, sin embargo, únicamente a los aspectos técnicos. La escritura es brillante, la plasticidad dramática resulta atractiva, pero lo más impactante de la lectura es, en contraste con la incapacidad para crear con la historia un desarrollo argumental entrelazado, la madurez conceptual de la obra.

El Fausto de Marlowe sigue los pasos de la leyenda medieval en la cual un sabio doctor pide la mediación de Mefistóteles para realizar un pacto con el diablo. Pero lo más sorprendente son las aspiraciones del doctor Fausto a la hora de vender su alma. Básicamente son tres, una vida de veinticinco años, el conocimiento de los secretos de las estrellas celestes y viajes para conocer a los grandes personajes de la época. No se deja engañar el joven dramaturgo por los ardides artificiosos de la leyenda, los grandes placeres y la vía libre a la lujuria. Lo que Marlowe exige para Fausto no es una vida superlativa, sino una simple existencia desligada del antojo divino, causante de las muertes a edades tempranas, la ignorancia de los secretos del mundo y la falta de conexión con los otros sabios.  El programa de Fausto es el del materialismo filosófico. Poseer un cuerpo y ser el dueño de sus designios. Ni siquiera la edad pactada es hiperbólica; al contrario, veinticinco años, más los veintitrés que había cumplido, trazan un marco de cuarenta y ocho años, un umbral de vida coherente con las expectativas del siglo XVI. El pacto diabólico del Fausto de Marlowe no plantea un ateísmo combatiente o antirreligioso, sino una idea del ser humano tan sensata que se acerca mucho a las aspiraciones de cualquier contemporáneo actual: cumplir un ciclo vital íntegro, un desarrollo profesional completo y conocer otros paisajes donde descansar de los habituales. Un programa de vida sensato y consistente, incluso algo conservador para ser formulado por un joven radical como fue Marlowe. Sorprende esta capacidad para conceptualizar las aspiraciones humanas con tanta lucidez, anticipación y permanencia.

En La trágica historia del doctor Fausto llaman la atención también ciertas características shakespearianas avant la lettre. Una vez esbozada la esencia de la historia que va a contar en las tres primera escenas del primer acto, dedica una cuarta a una discusión callejera entre dos personajes secundarios, Wagner y el Payaso, donde Marlowe da rienda suelta al sibaritismo lingüístico en materia de insultos y procacidades que tan genialmente caracterizan las obras de su amigo y estricto coetáneo William Shakespeare (1564-1616), quien, por cierto, a diferencia de Marlowe, esperó a dominar una madurez técnica completa para dar a conocer sus obras —la genial Romeo y Julieta, donde los cinco actos dotan de una asombrosa complejidad a una historia de enorme simplicidad, se estrenó dos años después de fallecido el autor del Fausto—. Por curiosidad, y para concluir, quisiera recordar que la última obra del enigmático Shakespeare se escribió hacia 1612, varios años antes de la muerte de su autor oficial; fecha en la que Marlowe hubiera cumplido los cuarenta y ocho años, exactamente los mismos que Fausto, si se le atribuye la edad de su autor, le había pedido vivir a Mefistóteles.

[Cao Cultura / 2 de diciembre de 2022]

2 de diciembre, viernes. Christian Bobin


Supe que había fallecido Christian Bobin (1951-2022) la tarde del viernes pasado por una foto y una frase que colgó José Mateos en su corcho digital y me entretuvo al pasar por el pasillo de las virtualidades.  El martes vi que había colocado, ajustado con cuatro chinchetas, un recorte de periódico de Enrique García-Máiquez donde evocaba sus lecturas del escritor francés. Nunca he sabido muy bien qué rito seguir en estos casos. Siento a Bobin, de quien tengo quince libros en mi memoria (apenas un cuarto de los que publicó), tan próximo como siempre ha estado lejos. Tal vez valga la pena evocar cómo encontré su nombre. Es una anécdota trivial, que sin duda habría olvidado, pero que recuerdo con la exactitud que conservan de sí mismos los acontecimientos.

         Fue en el otoño de 2009. Al final de la mañana, casi a mediodía. Solía ir a esa hora, una vez al mes, a la redacción de El Ciervo para recoger las novedades de poesía sobre las que hablaría en el número siguiente. Me despedía ya cuando Eugenia, la jefa de redacción, me dijo que los libros que ningún crítico había reclamado durante los últimos meses estaban en un montón para retirarlos, que si quería echarles un vistazo. Efectivamente, en un pasillo había pegadas a la pared varias columnas de libros de casi un metro de altura. Desganado, fui pasando volúmenes, con la práctica que a uno le ha dado ser visitante habitual de las librerías de viejo, sin que nada despertara mi interés. Aparté cuatro o cinco, solo para echarles un vistazo más detenido. Entre estos, uno pequeño titulado Las ruinas del cielo, de un autor para mí completamente desconocido, Christian Bobin. Publicado en Zaragoza por un editor denominado Sibirana del que tampoco conocía otras publicaciones. Estaba a punto de despreciarlo, como a los otros que había retirado, cuando se me ocurrió leer la primera frase. Abrí por la página 11 y leí: «Angélique Arnauld, abadesa de Port-Royal, muerta el seis de agosto de 1661, pasa por delante de la ventana del despacho donde escribo». Punto y aparte. Sigo, pero antes busco un volumen grande, lo pongo en el suelo, me siento sobre su grosor y continúo leyendo, allí mismo, en el pasillo, bajo la luz de fluorescente. A la tercera página ya no podía dejarlo. Cuando llevaba una veintena apareció Eugenia, con gesto de hora de irse a comer, y tuve que interrumpir la lectura, pero aquella misma tarde ya había acabado el primer acercamiento a Christian Bobin. Las ruinas del cielo me pareció un libro extraordinario.

         En la red comprobé que de Bobin se había traducido otro libro: Autorretrato con radiador (2006), en ediciones Árdora, colección que seguía con interés, pero este título se me había pasado por alto. Al día siguiente fui a La Central y allí estaba, en la sección de autores franceses, alfabetizado por su letra. García-Máiquez, en el recorte del Diario de Cádiz, califica la lectura de Autorretrato con radiador como un «deslumbramiento». Es curioso, la palabra que utiliza es exacta en su radical inexactitud, porque, como dice el propio Bobin en estas páginas: «es la palabra la que nos hace ver, no son los ojos, nunca son los ojos». A partir de esta lectura, tuve que desenterrar mi francés escolar para seguir leyéndole. Pero la lengua de Bobin es transparente, carece de opacidades. Así he leído la mayor parte de sus libros, sobre todo los más poéticos —libros de poemas en prosa, sin ningún género de dudas—, como Un assassin blanc comme neige (2011), L’homme-joie (2012), La grande vie (2014), Noireclaire (2015).

En las páginas de este último libro veo ahora que he subrayado una frase (¿un verso?): «Quand je lis um poème, c’est la mort des horloges», que bien pudiera equivaler a un endecasílabo nuestro: «Cuando leo un poema el tiempo cede». La muerte fue la compañera que el devenir eligió para su vida. El propio Bobin lo contó, entre temblores que se perciben en cada párrafo de su escritura, en La más que viva, cuya traducción editó en 2016 José Mateos. A los lectores de Bobin solo nos queda como consuelo pronunciar un postrer verso: Y que descanse en paz El más que vivo.