29 de mayo, domingo. El regalo del regalo


La puerta continúa abierta en un extremo del atrio acristalado que se mantiene impecable, ni siquiera veo un vidrio astillado por un golpe. En el interior, los estantes de lo que fue una tienda de complementos están vacíos, pero donde aún permanece algún objeto, guarda el equilibrio de lo que está ahí para mostrarse. No hay ningún destrozo a la vista. Hace una década que el dueño salió una mañana de domingo en ropa deportiva y no regresó a mediodía, ni por la tarde, ni al día siguiente. Solo semanas después, alguien que necesitaba una pajarita para la boda de su hija se acercó al comercio, empujó la puerta y esta cedió gratamente. Encontró la que le gustaba en un extremo del cajón de las corbatas y dejo un billete pequeño en su lugar. No era el precio que indicaba la etiqueta, aprovechó el autoservicio para ofrecerse a sí mismo un generoso descuento.

         En la trastienda, donde había vivido el dueño desde que llegó a la isla, todo continuaba igual que el día en el que desapareció. La cama sin hacer, el pijama sobre una silla, la cafetera en la mesa y la taza con un culo de café en el fondo. Una capa de polvo recubre la escena con la precisión del filtro que aplica el fotógrafo nostálgico a sus imágenes.

         Las personas de la población siguieron entrando de vez en cuando. Es cierto que al principio dejaban unas monedas en el lugar ocupado por el objeto que elegían, pero el dinero se evaporaba demasiado rápido y pronto dejó de ser costumbre. Quien entraba, seleccionaba alguna prenda o pieza, y salía por la puerta satisfecho. Nadie se preguntaba por el dueño, ni por su ausencia, ni por la situación de puertas abiertas. Tampoco nadie abusaba. Una década después, aún quedan restos en estantes y cajones. Los espejos están en su lugar, la caja registradora permanece cerrada y sobre el sillón descansa el tiempo transcurrido en forma de polvo.

         Me explicas que encontraste la Leika M3 encima de una mesa donde por la noche completaba el libro de cuentas y la tomaste prestada. Con ella has captado durante estos diez años los rincones de la isla, en verano, cuando es posible recorrer sus caminos, y los del poblado cubierto de nieve, en invierno. Son las fotografías que disparaba el dueño de la tienda los domingos, aquellos en los que había regresado de su paseo por los acantilados. Pero consideras que ya no le queda al objetivo nada por encarar aquí. Por eso me la regalas. En su nombre. Para que continúe, lejos de esta latitud septentrional, enriqueciendo la colección de quien fuera su dueño. Porque las imágenes no pertenecen a quien las encuadra y dispara, sino al tiempo, el que siempre se está ausentando.  

[Cuaderno de ficciones, página 1]

24 de mayo, martes. Idilio de espacio y tiempo


El pueblo de mis padres es conocido por el asado de corderos lechales. Mi madre los hacía muy bien. En mi infancia, había un hombre que asaba lechazos solo los domingos, y se podían comer en una sala que estaba encima del cine, que no era exactamente un restaurante. Había mesas y sillas desiguales. Se colocaba en la mesa una servilleta, un plato de barro, los cubiertos… y listo. Era plato único. Salía del horno, en un recipiente de barro, después de haber pasado muchas horas dorándose. Algún domingo de verano, en mi adolescencia, comí con mi familia. Mi abuelo Clemente y la mayor de sus hijas, mi tía, ayudaba en el asador. La gente venía de todas partes solo para comer sus lechazos. Llevará ya muchos años muerto, pero nadie lo olvida su mote, el Nazareno, ni siquiera yo, a cientos de kilómetros y a décadas de ausencia. Creo que fue la persona más importante del pueblo en el siglo XX. El asador de corderos aficionado. 

[Libro V, Epigrama XIII]

CARTAS AL s XX | 16 de diciembre de 1927, viernes


A mediados de diciembre, en 1927, estaba de paso, no recuerdo con qué motivo, en Sevilla. Durante años hubiera jurado que una de aquellas tardes, ya solventados los compromisos, me había acercado a la calle Orfila para asistir en el salón de actos a la celebración del tricentenario de don Luis de Góngora, que había nacido en Córdoba. Creo que por entonces quizá hubiera leído como mucho un par de soneto en alguna antología del siglo de Oro, poco más. Pero alguien me citó el elenco de poetas jóvenes que lo protagonizaban —Alberti, Lorca, Guillén, Bergamín, Dámaso y otros que no recuerdo— y me animé a acudir al Ateneo. A alguno lo conocía, claro; de los demás había oído hablar más que haberlos leído. Diría incluso que recordaba perfectamente la incomodidad de la butaca durante toda la tarde, pero en ningún momento se me ocurrió pensar que podría abandonar la sala y dedicar el viernes a otra cosa.

         Pero creo que eso es lo que hice, según leo ahora en el cuaderno de mi diario, por llamarle de alguna manera. Eran solo anotaciones apresuradas, nombres, datos, palabras sueltas, pero no hay duda de que el viernes 16 de aquel mes y de aquel año no estaba en el Ateneo. Tal como certifica la página dedicada a ese día, pasé la tarde en un café de la calle Sierpes donde había quedado, por indicación de un periódico, con Manuel Pérez. No era poeta, sino mecánico, pero aquella tarde en Sevilla me pareció un soñador de la estirpe de Bécquer. A una bicicleta le había añadido dos flotadores de aluminio sujetos al bastidor, una hélice y un timón, y el pedaleo hacía avanzar el velocípedo sobre las aguas del Guadalquivir como en un milagro bíblico actualizado a los tiempos modernos. Y algo de poeta es posible que tuviera, porque hasta le puso nombre: bici-flotante. Aquel fin de semana estuve transcribiendo la entrevista a Manuel Pérez, y en el cuaderno anoté incluso el título, para que no se me olvidara: «1927 ha entrado en la historia: el año en el que las bicicletas han aprendido a nadar».

12 de mayo, jueves. Filosofía práctica del incunable


Esta noche he soñado que compraba una primera edición de Gil de Biedma por 24€. Era en un mercadillo de libros. El volumen estaba, con pinta de anónimo, en una caja de cartón llena de libros que había leído. El precio me parecía excesivo, pero era un libro que no tenía, ni siquiera dentro de sus poemas reunidos, así que saqué dos billetes de veinte y el vendedor me dijo si no tenía uno más pequeño. Miré en el monedero y busqué monedas hasta alcanzar lo solicitado. Al despertarme estaba contentísimo: menuda suerte, un libro que no está incluido en ninguna de sus bibliografías y que nadie sabe que existe por solo 24€. Me ha tocado la lotería que nunca podré cobrar, porque, ¿quién se desprende del ejemplar único  de un libro?

[Libro V, Epigrama XII]

2 de mayo, lunes. Martín Chambi, un juglar en los Andes


Un mito occidental es el tópico de soñarse el primero en verlo.  Qué visitante de Petra no se ha imaginado en la piel de Johann Ludwig Burckhardt, en 1812, vestido de beduino, recorriendo la trocha en el desierto para ver asomar, entre las rocas, la enormidad clásica del Tesoro. Quizá ahora la fantasía sea incluso más concreta: ser el primero en fotografiarlo.  Solo un siglo más tarde, en 1911, cuando Hiram Bingham (1875-1956), siguiendo informaciones de otros exploradores y de labradores de la zona, llega hasta las ruinas de Machu Picchu por primera vez ya lo hace con una cámara en las manos —una Kodak nº3 A con fuelle— y comparte el mismo sentido de irrealidad de las ensoñaciones actuales: «Encontré brillantes templos, casas reales, una gran plaza y miles de casas. Parecía estar en un sueño». Bingham soñaba que descubría Machu Picchu y los turistas actuales se sienten pioneros como Bingham. Sus fotografías del sueño, por cierto, las publicaría la revista de The National Geographic dos años más tarde. No es la inmediatez de las redes sociales actuales, pero para la época no se puede decir que se hubiera entretenido.

         Aunque puestos a recrear pasados míticos, seguro que no son pocos los viajeros avisados que sueñan en la cordillera andina con el fotógrafo que mejor ha captado paisajes, ruinas, ciudades, costumbres y personas, es decir, con Martín Chambi (1891-1973), un gigante detrás de una cámara, como lo calificó Mario Vargas Llosa. Tras la importante exposición de la Fundación Telefónica en 2006, ahora es la sala Colectania la que presenta una muestra sobre el genio del peruano y su relación con otros fotógrafos —unos americanos, del sur y del norte, alguno europeo— que recorrieron parecidos caminos, no siempre fáciles, con su cámara a cuestas en la primera mitad del siglo XX. Detrás se advierte la mano experta y el espíritu atento del coleccionista Jan Mulder, que ofrece al visitante, además, el encanto añadido de las copias de época. El diálogo que la exposición establece entre fotógrafos vinculados a la atracción por paisajes semejantes —la cordillera andina, el altiplano, las antiguas ciudades incas— y por la cultura indígena resulta un cursillo acelerado de personalidad fotográfica ante una misma realidad. Y como el protagonista es Chambi me detengo a anotar lo que he aprendido al visitarla.

         En 1924, cuando accede por vez primera a las ruinas de Machu Picchu, Martín Chambi tiene treinta y tres años, una excelente formación al lado de fotógrafos europeos profesionales, un momento propicio para el auge del arte fotográfico, y, sobre todo, una conciencia despierta: «Siento que soy un representante de mi raza; mi gente habla a través de mis fotografías». Pero la vida nunca es tan rotunda como aparece en los ideales, y Chambi también necesita ganársela haciendo retratos por encargo o vendiendo panorámicas de la zona andina en láminas viradas a colores pictóricos y postales de recuerdo. Y esta es la enseñanza inicial: en ninguna toma pretende reproducir la visión asentada de lo admirable, sino dejar fluir la complejidad de su propia mirada. Resulta elocuente contemplar una placa de la Catedral de Cuzco de un fotógrafo coetáneo con la visión consolidada de la plaza, animada por los transeúntes, y en escorzo la gran mole de la iglesia. Una panorámica que se reproduce ante cualquier iglesia del planeta situada frente una gran plaza. Los encuadres de Chambi continúan siendo hoy un prodigio de la imaginación. O bien se sube a uno de los dos campanarios gemelos de la iglesia de la Compañía de Jesús, encuadra el otro solo en su mitad superior y a lo lejos, en perspectiva, perfila la Catedral que parece entretenida conversando con dos grandes nubarrones blancos; o bien la dibuja en sombra desde la luz natural que cuela uno de los arcos de la gran plaza porticada. No le preocupa en absoluto lo admirable, aunque sea lo que le asegure los ingresos, sino la fidelidad a su manera de mirar; que es, para el fotógrafo, su identidad, aunque no siempre coincida con la mirada de los coetáneos que han de adquirir sus imágenes. Y entonces, ¿qué hacer? En todas las piezas expuestas se advierte que Chambi no parece haber dudado nunca.

         Uno de los fotógrafos más interesantes que también se vio seducido por los aires andinos fue Robert Frank (1924-2019), un europeo de cultura norteamericana que se convirtió en un portentoso narrador de historias. A finales de los años 40 viaja a Perú y con su cámara escribe una trepidante novela de la vida indígena en sus ya célebres cuadernos de espiral. El trabajo, las fiestas, las costumbres, los rostros. En sus fotografías nada permanece quieto, nada guarda silencio, ni siquiera las planicies infinitas cortadas por la línea del ferrocarril, cuyo traqueteo de oye siempre a lo lejos. Sus imágenes transpiran el sudor, muerden el polvo y habitan el caos. Resulta ilustrativo compararlas, desde la excelencia de ambos artistas, con las de Chambi. En algunos encuadres el peruano no oculta el movimiento, incluso el desorden espontáneo de las figuras que aparecen, ni siquiera en estos casos hay narración. Chambi no cuenta historias. Su género fotográfico es otro. Exalta, sublima, desatiende los movimientos de los mortales, atento solo a los dioses del lugar. Su punto de vista es épico. Por más autorretratos que cuele en todos sus paisajes, tampoco existe una razón lírica implícita. Sus placas muestran en todo momento la convicción de contemplar un paisaje y un tiempo heroicos. Chambi es el juglar que llega a un pueblo para cantar, ensimismado, las grandezas de una edad perdida, pero, casi por milagro, aún presente, de ahí la necesidad de su mirada: el fotógrafo es el intermediario entre épocas. La voz de lo oculto desvelada. Segunda lección.

         La tercera tiene que ver con los retratos. Y se hace evidente en la muestra ante el contraste con otros fotógrafos de la época. Carece del ojo de antropólogo de las placas de Pierre Verger (1902-1996), en las que se advierte siempre el interés por algún aspecto concreto de la morfología humana de los retratados o por alguna peculiaridad de su vestuario. Y lo que no posee en absoluto es la sofisticación de Irving Penn (1917-2009), quien en 1948 pasó unas vacaciones en Perú y regresó a Nueva York con un reportaje etnográfico que publicó la revista Vogue. En Cuzco instaló el estudio en un viejo almacén, con entrada lateral de luz matizada por una cristalera. Atavió el suelo de ladrillos de barro con una historiada alfombra y cubrió el fondo con colores melifluos y flores en jarrones de estilo clásico dibujadas en el decorado. Hizo pasar por su estudio a infinidad de indígenas de todas las edades y, posiblemente, condición. Pero forzó en ellos poses extravagantes y gestos en el rostro demasiado explícitos y tan alejados de la naturalidad de la vida andina como próximos a ella los fotografió Martín Chambi en sus retratos de estudio, que se sitúan en el lado opuesto del refinamiento que tanto sedujo al norteamericano Penn. El retrato de estudio más famoso de Chambi es el del «Gigante de Paruro, Juan de la Cruz Sihuana», fotografiado en Cuzco, en 1925, y aún hoy emociona la humanidad con la que Chambi recoge el gesto apesadumbrado de aquel hombre imposible, al que le hace casi sonreír cuando lo acompaña, en otra pieza, frente a la cámara, a su lado, vestido con pajarita de fotógrafo profesional, con la cabeza inclinada al máximo hacia arriba admirándole con devoción.

         Tres clases magistrales de Martín Chambi, pero la definitiva la imparten sus autorretratos. Algunos son solemnes y casi escultóricos, como el espléndido «Autorretrato con poncho en ventana trapezoidal de Machu Picchu», de 1928, pero en la mayoría aparece con un gesto desinhibido, cotidiano, como colándose a escondidas, en el último momento, dentro sus propias fotos, pero sin su permiso. Los suele hacer después de haber conseguido la foto que quería, posiblemente orgulloso del encuadre. Una nueva copia, pero con su figura, generalmente de perfil, en una esquina, creando con la vista un fuera de campo que el objetivo no ve. Mientras él no lo encuadre.

El Comisariado de la muestra señala en las informaciones una explicación que no admite añadidos: sus autorretratos declaran «su pertenencia a un mundo andino tan complejo en su presente y tan misterioso en la revelación de su pasado». Aunque quizá acepte un mínimo reparo: ¿no resulta redundante subrayar así esta pertenencia a un espacio y a una cultura cuyas imágenes lo proclaman desde la primera hasta la última toma que hizo? Ninguno de sus autorretratos, sin embargo, resulta redundante. Ni siquiera el que practica junto al Gigante de Paruro, o el realizado ante la panorámica de las ruinas incas, que tan excelsamente supo captar, o el que repite el encuadre logrado con su figura en medio. Es cierto que subraya su pertenencia a ese «mundo andino», pero también que se siente protagonista, pionero quizá, de la gesta que está cantando. Cuando llega a Cuzco la primera motocicleta, propiedad de un vecino, se autorretrata montado en ella, con gorro de motorista y las manos en el manillar, como si fuera él mismo quien hubiera cumplido el sueño de poseer la moto («Autorretrato en la moto de Mario Pérez Yáñez, primera moto en Cusco», de 1934). El fotógrafo no solo sueña con ser el primero en verlo: ofrece ese sueño a los demás. Se siente mediador entre los «misterios» que capta y el espectador, pero esta mediación va más allá de la mera firma en huecograbado sobre la copia en papel. Es el protagonista de las imágenes que entrega. Y al final del arduo trabajo del día, toma la palabra para decirnos: prestadme al menos un ápice de vuestra atención por estas revelaciones. De igual modo que al final del Cantar de Mio Cid, en su explicit, quien habla es el juglar y les pide a los oyentes «Se ha leído el Poema, dadnos vino, y si no tenéis monedas, echad / allá algunas prendas por las que a cambio seréis recompensados». Miradme, soy quien ha registrado estos paisajes sublimes que habéis visto por primera vez: echadme un vistazo también a mí y os recompensaré mañana con otro tortuoso ascenso a aquella cumbre desde la que nadie nunca ha mirado. Porque yo soy el juglar, el médium, el fotógrafo.