29 de agosto, lunes. Apunte de cronista de tribunales


En los anales procesales del boca a boca se recuerda en los corrillos, con frecuencia, la disputa que mantuvieron en su tiempo el fiscal J.P.S. y el defensor M.M.P. en el juicio del estafador Histórico García Comunal. Las pruebas que la policía había reunido para la resolución del caso se resumen bien en el término circunstanciales. Unos se refirieron a ellas como prometedoras, otros como faltas de consistencia, dado rienda suelta a la inventiva personal en el ámbito de la sinonimia, tan propia de la dedicación.

         Ante la escasa enjundia factual, que incluso hacía bostezar al juez, cuyas canas avisaban más de la proximidad de una jubilación que de la cimentación de una carrera, fiscal y defensor se enredaron en una trifulca dialéctica que acabó arrastrando a los presentes, incluidos el magistrado, los miembros del jurado popular y hasta los bedeles; a todos, menos al acusado, a quien se le contagiaron los iniciales bostezos jurídicos.

         Abrió el melón el fiscal, consciente tal vez de la debilidad de sus argumentos probatorios, cuando espetó ante el tribunal una aseveración inusualmente construida con seriaciones negativas: «Nada se deja de saber nunca. Resulta imposible pensar que Histórico pueda evitar el hecho de que no se conozca su implicación en los sucesos que se le atribuyen y también en los que no se le atribuyen aún, por desconocidos». «¿Y…?», alcanzó a musitar el juez despertado de repente por el alegato de la fiscalía. Que continuó: «De lo que se deriva la conclusión de que en ningún caso puede resultar plausible un veredicto de inocencia, aunque no se haya demostrado el de culpabilidad». Tres o cuatro canas volaron de la cabeza judicial cuando este se la rascó en el tránsito de activarla.

         Como ocurre en los partidos de tenis cuando un jugador saca desde su campo, el turno pasó a la defensa. Se levantó para hablar el abogado, M.M.P., un tipo elegante, con frente amplia y mejillas enjutas, fibroso, pausado. Tardó unos segundos en hacerlo, como quien encaja todos los matices del discurso que le han lanzado. «De hecho», empezó diciendo, «lo habitual es que solo por casualidad se alcance a saber algo certero sobre lo que en realidad ocurrió en la realidad inconfesada de Histórico, y no hay más que echar un vistazo por encima a las pruebas aducidas por el fiscal para descubrir que lo que sabemos es más bien poco y no como excepción, sino como el hábito que mantiene lo real a la hora de manifestarse». Y se dejó caer en el asiento.

La polémica estaba servida junto a cada cerveza con una tapa que pidiera en la barra de un bar un miembro de cualquier escalafón de la judicatura. Y así hasta esta mañana, en la que he asistido a una nueva réplica del debate entre un repartidor de paquetería a domicilio y otro de comida por encargo. Mientras el primero negaba la imposibilidad de no querer conocer el contenido de los paquetes que repartía, el segundo afirmaba que siempre había tenido mal olfato, que ahora su trabajo acentuaba, y que las pizzas le olían a burritos. 

[Cuaderno de ficciones, página 3]


15 de agosto, lunes. ¿Quién reconoce los méritos?


Escribe —diré mejor: desvela— Enrique Lista, en un ensayo sobre fotografía, que son «Otros fotógrafos con posición ya reconocida en ese campo, comisarios, editores, críticos o coleccionistas, [quienes] tendrán más papel en la legitimación que el que pueda tener un supuesto público indiferenciado». Y me pregunto a continuación quiénes serán los lectores diferenciados capaces de legitimar a los poetas del presente. Los poetas con posición militan solo en la mediocridad de sus discípulos, los antólogos andan despistados, los editores cuando no publican premios parece que lo hagan al tuntún, los críticos no existen —los mejores reseñistas parecen asalariados de alguna editorial; los demás, ecos de ecos—, los coleccionistas (o mejor, compradores de libros) tan desorientados como el consumo en general. Pero sí existe una voluntad legitimadora en la poesía. La ejerce cada poeta sobre sí mismo. Se autoedita, se elogia, se publicita, se organiza actos y cuando hace todas estas cosas, el público, indiferente, le considera un gran poeta sin ninguna objeción. 

[Libro V, Epigrama XX]

8 de agosto, lunes. Fonollosa


En 1922, el día 8 de agosto cayó en martes. Hoy es lunes y se cumplen cien años del nacimiento en Barcelona de José María Fonollosa. Quizá sea el poeta más insólito de la poesía española del siglo XX, no solo por lo solitario de su escritura, sino por la extrañeza que causa su biografía como escritor. Ausente del país en la década central de la madurez de un poeta, entre los veintinueve y los cuarenta años, escribió en Cuba la parte esencial de una obra que, a su regreso no consiguió atraer el interés de ningún editor ni crítico hasta unos meses antes de su fallecimiento en octubre de 1991. Entonces, cuando cumplía con el más convencional de los hábitos poéticos, publicar un libro, arrancó la rareza. Aquel volumen agotó innumerables ediciones, unas tras otra, y ha sido leído ávidamente por sucesivas generaciones de jóvenes poetas, al mismo tiempo que una absurda leyenda de autoría apócrifa se divulgaba sin ningún interés por las certezas. Por otra parte, el volumen de 1990 era una parte de una obra no solo de mayor extensión, sino también de dimensiones poéticas más profundas, libro que no vio la luz íntegro hasta 2016 (y que este año ha sido reeditado en edición de bolsillo).

         Para celebrar el centenario, una tertulia de jóvenes poetas me ha invitado a charlar con ellos sobre Fonollosa, y al final de la conversación me pide, según el gusto de la época, un lema que invite a su poesía. No dudo un instante: «Enfréntate al otro que no eres tú». Creo que ese es el epicentro de Ciudad del Hombre: el atrevimiento a situar el yo poético en el lugar más extremo al yo que escribe y, por lo tanto, también al yo que lee.

La de Fonollosa, esta poética de la alteridad, es una clara opción de vanguardia, aunque de una estirpe que no siempre se reconoce como tal. Para empezar, parece paradójico denominar «vanguardista» a un poeta que escribió toda su obra madura en impecables endecasílabos —aunque ninguno sonara a endecasílabo—. No pertenece, por lo tanto, a las vanguardias de ruptura formalista que, con el Futurismo a la cabeza, dinamitaron las convenciones del verso tradicional. Y escribió además en un lenguaje inteligible, figurativo, realista, en el polo opuesto de las vanguardias irracionalistas que guiadas por el Surrealismo parecen agotar el crédito de las opciones innovadoras.

Existe, sin embargo, una escritura vanguardista cuya ruptura no afectó a las formas ni a la inteligibilidad de los textos, sino a la raíz del sujeto que escribía. Quizá el autor más emblemático de esta tercer vía fue Fernando Pessoa (1888-1935), cuya dimensión de vanguardia no emerge de la escritura futurista de Álvaro de Campos, sino de la disgregación del autor de su obra en diversas personalidades poéticas, sus heterónimos, alguno de los cuales escribió en rigurosa métrica y entre todos afianzaron una escritura diáfana y racional. La actitud renovadora de Pessoa no está solo en los poemas, sino en la disolución del yo lírico en diversos yoes. Más o menos en la misma época T. S. Eliot (1888-1965) ahondó en la despersonalización del sujeto poético, y ambos abrieron el cauce a una nueva forma radical de escritura en la que el yo se disgregaba o se desvanecía. A esta Vanguardia, que bien podría denominarse Existencialista por destruir el significado unitario, universal y trascendente del ente lírico, pertenece la obra de José María Fonollosa. Este es el ámbito poético con el que dialoga, la cultura literaria con la que su obra entra en relación. En su conjunto Ciudad del hombre representa la dispersión máxima aplicable a la idea de un yo poético, aquel que encarna el de todos los coetáneos que habitan una metrópolis moderna, caracterizada ya en sí misma por la dispersión máxima de quehaceres, intereses, personalidades y aspiraciones entre sus habitantes. 

Tal como han defendido las filosofías materialistas de la época, en la existencia solo hay cuerpos y lenguajes. Ciudad del hombre es el ejemplo poético más rotundo de esta idea: cada poema es la encarnación de un cuerpo atravesado por la inmanencia del lenguaje que le da sentido.  Y es al cabo, también fruto de la visión existencialista, una seriación de aullidos de angustia que ensombrece este lenguaje desde su raíz. Habla a través de los poemas de Fonollosa una ciudad entera de condenados a la finitud, entonando cada cual su propio cántico desacompasado, ensimismado, insensible a los demás, ebrio de su propia derrota vital. La misma imagen que durante la segunda mitad del siglo XX europeo ofrecía la sensibilidad poética —anti-sentimental, anti-lírica y anti-optimista— más atenta. No se olvide que Fonollosa celebraba cada año la misma edad que Gabriel Ferrater, Pier Paolo Pasolini y Philip Larkin. Los cuatro centenarios de 2022.

3 de agosto, miércoles. Fábula dominical


En Lisboa, los domingos iba a comer al Tronco, un pequeño restaurante en una calle paralela a la Avenida Liberdade. Una familia de gallegos trabajaba allí. El padre, en el mostrador. Nunca hablaba con nadie, respondía con monosílabos, pero dirigía los movimientos de todos con precisión de escenógrafo. Los dos hijos atendían a las mesas, y madre e hija cocinaban.  Como cerraba la cantina universitaria, íbamos Gianluca y yo sin falta todos los domingos. Solíamos instalarnos en la última mesa, al fondo, donde nadie quería ponerse, frente a la puerta de la cocina. La hija, que tendría nuestra edad, de vez en cuando se asomaba, nos miraba y nos sonreía. Tal vez más a Gianluca, porque como buen italiano vestía con más elegancia que yo. Pedíamos siempre un filete de la casa con patatas, y el plato era una enormidad de carne y un salirse por todas partes de patatas. Comíamos proteínas para una semana de sopa de cantina. Un domingo, acudimos con dos amigas, ni siquiera recuerdo quiénes eran, tal vez dos compañeras de curso. Los platos aparecieron puntuales, pero en ellos se moría de soledad el filete más breve que había visto y patatas cuyo número se podía establecer con los dedos de una única mano. Nos dimos cuenta del error de inmediato. Nunca más nos presentamos acompañados. La comida era más importante que la compañía. Tuvimos que pasar dos o tres domingos de purgatorio, con platos reducidos, hasta que regresó el tamaño XL al que nos habíamos acostumbrado antes de la traición.

[Libro V, Epigrama XIX]