CARTAS AL s XX | 24 de marzo de 1905, viernes. Retrato conmemorativo de Julio Verne


No me hizo ninguna gracia que me reclamaran para un trabajo así. Un fotógrafo de fiambres es lo último que me dejaría llamar antes de soltar un mamporro al que lo pronunciara delante de mí. Pero también es verdad que si se lo pidieran a otro, aún me lo hubiese tomado peor. Y no solo porque lo cobrara en mi lugar, sino porque en este caso el difunto era renombrado y eso se transmite como la pólvora a todo cuanto se relaciona con él. Ahora sobre todo, cuando el célebre ya no va a poder disfrutar de otro privilegio que no sea el descanso eterno. Vaya, que me presenté en el 44 del bulevar Longueville, aquí en Amiens, más que dividido, peleado conmigo mismo. Como siempre, de hecho.

Me había avisado, con un billete garabateado que me trajo un muchacho, el hijo, el señor Michel Verne. Él mismo fue quien me abrió la puerta. Lo conocía de vista. Un tipo de mi edad. Elegante. De mundo. Con un buen retrato. Esta posibilidad y sus maneras cosmopolitas diluyeron el vinagre con el que había recibido el encargo. Enseguida se da cuenta uno de que no le han llamado por la rancia costumbre, sino por respeto al arte de atrapar lo que la vida de sopetón se ha llevado por delante como hace siempre, sin preguntar a nadie si el momento era el adecuado.

Dejo la cámara y los instrumentos de trabajo en el recibidor, al cuidado del chico que me ayuda a transportarlos, y paso con el hijo a la estancia del padre. El afamado escritor reposa. Se diría, como se conjetura de todos los finados, que duerme. El pelo revuelto sobre la oreja por haber estado tumbado de un costado. La barba blanquecina. El pobrecito había penado una triste enfermedad durante los últimos días. Le digo al señor Verne que no es menester cuando propone enviar al ama de llaves por un peine. Contemplo sus dedos en las manos entrelazadas sobre el pecho. Sosegado ante el tránsito. Sugiero que le alcen un poco la cabeza con otra almohada debajo de la almohada. El encuadre, perfecto. Voy a decirle que ni se mueva al padre, pero me retengo a tiempo y le pido al hijo que no toque nada. Y salgo del cuarto a buscar mis bártulos con la fotografía que quiero hacer ya hecha en el pensamiento sin siquiera haber montado la cámara sobre el trípode.

No veo, la verdad, una diferencia entre fotografiar personas en vida o ya idos. Quiero decir, la diferencia está en la realidad, pero no en la imagen. Ocurre igual que con los relojes. Puede que haya uno que no funciona hace años. El fotógrafo obra con él el milagro de devolverle a la cronología. La hora que señala ya no será la antigua en la que se detuvo o la presente siempre inverosímil, sino la real de la escena captada. Lo mismo ocurre al contrario. Aquel reloj que trabaja corrientemente, la estampa lo detiene para siempre. Vida y muerte se confunden en la fotografía. Los vivos quedan atrapados en idéntico hieratismo al de quien perece; los muertos permanecen iguales a sí mismos en el papel mucho más allá de lo que el tiempo está dispuesto a respetarlos.

Y en cuanto extraigo la placa de la cámara ya huelo la pólvora de la fama contagiándome y encendiendo mi nombre. Quién habrá captado este estremecedor instante, se preguntará aquel que en el futuro admire las obras del genio. Los dos, fiambre y fotógrafo, de la mano, eternos. Como manillas de un reloj estropeado, pero siempre en hora.

20 de mayo, sábado. Jardín de aforismos: seto


Con una simple tela sobre el cuerpo, a los griegos antiguos les gustaba ir al mismo tiempo vestidos y desnudos, sin que se supiera en qué momento se vestían y en cuál se desnudaban. De lo que se infiere que también conocían los principios de la física cuántica.

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Cuando el tiempo desaparece antes de haber comparecido: se envejece.

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Los trabajos que exige ser alguien en esta época obligan con frecuencia a descuidar el ser uno mismo.

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Lo admirable que tiene el metro es que el final de la línea coincide con el inicio del trayecto y apenas median unos minutos entre concluir y comenzar. No siempre ocurre así.

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Buscar piedras con carácter en una playa abierta a las mareas es un gesto parecido al de la escritura, donde también el poema descubre sus significados en el pedregal de la lengua

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Soñar y viajar en tren guardan parecidos. En ambos existe una identidad entre movimiento y quietud, una quietud dentro del movimiento. También comparten una realidad delante que les resulta tan inaccesible como huidiza. Y finalmente sueño y viaje concluyen en una parecida epifanía: han partido de un punto y sin haber caminado aparecen en otro lugar. 

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El sol de tarde extiende una alfombra dorada sobre el suelo del porche. 

10 de mayo, miércoles. Luciérnagas


La luz transita los días, pero por las noches persigo luciérnagas. En la oscuridad, un poema se ilumina como aquellos insectos brillantes que ya es tan difícil encontrar. Pier Paolo Pasolini escribió un famoso artículo donde atribuía a su extinción la metáfora de la desaparición de la cultura popular, saqueada por el mercantilismo salvaje. Llevó a las luciérnagas al terreno de la política. Tal vez toque ahora regresar. Busco luciérnagas verbales para recuperar universos significativos en la ceguera de la época. Vuelos de luz en la tiniebla. Breves partículas luminosas sobre las palabras que leo. Uno mismo, luciérnaga que batalla con la oscuridad que le rodea.

[Libro V, Epigrama & XXXIII]

1 de mayo, lunes. Una versión para la memoria


Los jueves por la tarde ensayan en un local próximo. No les he visto salir con bultos nunca, así que imagino que el reunirse y tocar es solo una afición. Antigua, porque visten tejanos rotos y cazadoras de cuero con chinchetas y mensajes en inglés cosidos a la espalda, pero en la dispersa melena disimulan entradas generosas. El batería suele llegar antes que los demás y se dedica a practicar redobles hasta que, algo más tarde, el bajista conecta su instrumento. Hacia las seis, con las manos en los bolsillos, entra el cantante y en seguida, de fondo, mientras realizo mis tareas, escucho sus versiones de viejas canciones de los años sesenta y setenta, que tal vez oyeron por primera vez antes de cumplir los veinte años. Lo sé porque también miro detrás de unas gafas y hace tiempo que las canas le han ganado la partida al color oscuro de mi cabello. A veces recuerdo, al oírles interpretar alguna pieza emblemática, con quién la estuve bailando hace cincuenta años.

La frase me ha quedado tan redonda que no he sido capaz de rectificarla para que se acercara un poco más a la realidad. Así que he puesto un punto y aparte y lo que tenga que corregir ya será solo un añadido. Porque en verdad de quien mejor me acuerdo, las más de las veces, no es de la persona que bailó conmigo, sino de aquella con quién, deseándolo, no lo hice. No importa si eso no ocurrió nunca o solo una tarde en concreto, el caso es que mi memoria conserva intactos el nombre que no pronuncié al conversar y el rostro que tampoco acaricié. De los momentos de baile en la pista, en compañía y reales, ya fuera música rápida y agitada o los melosos lentos de la época, solo sería capaz de evocar ahora generalizaciones. Y si proporcionara algún detalle, seguro que era inventado.

Algo parecido me sucede con los lugares a donde acudía. La mayoría eran comedores de colegio mayor mal acondicionados como baile. Oscurecidas las ventanas con papel de embalar, dos tocadiscos en una mesa y una bola de espejos más o menos en el centro. Y sudor, ríos de secreciones por la piel que algún color desvaído en las tenues luces perlaba. ¿Dónde estaban esas salas perdidas a las que iba con tanta frecuencia? No tengo ni la menor idea. Creo que acudía con los conocidos de la época por pura inercia. Por ir a alguna parte a borrar los domingos del calendario. Porque hacerlo para oír música es algo que no podría defender ahora, tal como retumbaban las paredes y el vocerío del ambiente. Toda mi juventud alenté el deseo de un día bailar en Bocaccio. No ocurrió, pero no importa. Mis dedos conservan la delicadeza del terciopelo de los sillones y mis oídos la fidelidad de su equipo de sonido de cuando alguien, que había estado, me lo estuvo contando.

Nunca pude ir tampoco, unas veces por el precio, otras por la desgana, a ninguno de los conciertos que trajo las grandes figuras del rock de entonces a los estadios de mi ciudad. Oí en directo esas canciones que tantos recuerdos me despertaban en bandas de barrio cuando actuaban en la plaza mayor, en verano, durante las fiestas patronales de los pueblos. El inglés de los cantantes no parecía nada del otro mundo, pero como tampoco entendía a los originales, no era un problema. Las voces siempre se daban un aire a las que sonaban en los discos, y con ello me bastaba para disfrutar de lo que, en aquella época, era para mí lo más importante, el baile y la buena música.

Me ha pasado como en el primer párrafo. Su remate ha quedado tan perfecto que no he sido capaz de contrariarlo con matices. Lo cierto es que en aquella época lo que me obsesionaba no era el continente de la vida, sino su contenido. Es decir. Con quién ir. A un sitio o a otro, que eso daba igual. Y, lo esencial, con quién bailar. Iba siempre en grupo, aunque dentro había parejas, que se hacían y deshacían como las modas en cada temporada. Algo parecido me debió de pasar a mí. Unas veces me arrimaba a alguien, otras a nadie. Porque con quien hubiera deseado ir, los dos solos, claro, al fin del mundo, siempre andaba con ligues casuales. No me importó, sin embargo. Porque en cierta ocasión alguien me tradujo una canción de la época que decía: si a quien amas no está contigo, ama a quien esté contigo. Lo tomé como un lema, porque en la vida, al cabo de la edad, el único privilegio es estar vivo. El resto son aderezos. Con el tiempo lo que no pudo ocurrir resulta más valioso en la conciencia que la trivialidad de lo que aconteció.

[Cuaderno de ficciones, página 7]