CARTAS AL s XX | 25 de abril de 1974, jueves. Grândola, Vila Morena


No digas tonterías. Si ni siquiera ha salido el sol. Es de noche ciega. Qué alucinación es esa de que has oído pasar camiones que hacían al avanzar un estrépito de cadenas. Como si hubiera nevado. En abril. Que estamos en primavera, chiquilla. Ah, o igual te has imaginado que has oído pasar tanques. Tanques que traen de vuelta a los soldados. De una juega. Como no tenían coche para ir, se llevaron un tanque de los hangares. Esa sí que es buena. No sé por qué me despiertas y menos sé por qué tienes esa cara despavorida. Tranquilízate, muchacha. Los tanques no pueden salir a la calle. Solo faltaría eso. Lo tienen prohibido. No quedaría un empedrado en su sitio en toda Lisboa.  ¿No has visto con tus propios ojos cómo los montan en camiones cuando se los llevan de maniobras? Lo vemos continuamente. El cuartel está ahí a la vuelta, ¿o es que no te acuerdas? Pero bueno, de ahí a que los hayas oído pasar por la calle va un sueño. Profundo. Como el que disfrutaba yo cuando me has despertado. Y qué dices que cuenta la radio. Si son las cuatro de la mañana. Qué va a decir la radio. Tonterías. Pondrán fados para los taxistas de servicio. Qué ocurrencia es esa de un comunicado de las fuerzas armadas para que la gente se recoja en sus casas con la máxima calma. Es surrealista. A las cuatro de la mañana todo el mundo está recogido en su casa y durmiendo, menos yo, porque tú te has asustado al oír algún borracho pasar por la calle dándole golpes a los coches aparcados y lo ha empeorado el fado con el que un locutor tristísimo ha recordado una novia que tuvo cuando era soldado y hacía la mili en el Alentejo. ¡Despertarme por una nimiedad así! Venga, por dios. ¿No sabes hacer otra cosa? Que si está pasando algo, que si los militares han salido a la calle y piden para que no se les ataque porque no quieren hacer daño a nadie. Qué despropósito. Sí, ahora invéntate que están dando un golpe de estado. ¡Los militares! Pero si ya mandan. ¿Para qué van a dar un golpe de estado? Si son el ojo bonito del doctor Caetano. Nadie se tira piedras sobre su propio tejado. Ah, que no son los militares, sino los soldados los que han salido. Acabáramos, mientras los mandos duermen, como estaba yo hace un momento, con los angelitos. Así deben de estar ellos ahora. Ay, pequeña. Qué imaginación tienes. Los soldados no son nadie. No son nada. Quien manda son los galones no las garitas. Déjame dormir. Que mañana tengo una jornada de diez horas por delante y esa no hay tanque que me la quite. Ni soldados ni puñetas. No te preocupes, está todo atado y bien atado. El doctor Caetano sabe lo que hace. Es un sabio. Y en las comisarías nos tienen fichados a todos. Aquí no se mueve nadie. Ni que el mundo hubiera nacido esta mañana.

20 de abril, jueves. Jardín de aforismos: césped


El sol de invierno surfea sobre las olas que rompen en la playa con su neopreno plateado.

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Las mañanas de helada avanzo por el borde, en el límite de la maleza, para no estropear con mis huellas la espléndida blancura del camino.

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Al oscurecer, las ventanas de los edificios les envían mensajes de respuesta a las estrellas del cielo en lenguaje de destellos.

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Todos los niños quieren ser futbolistas, pero dudo que sea un deseo suyo, más bien parece fruto de la ciega voluntad que se manifiesta en la infancia por cumplir los deseos paternos. Menos, los de las madres.

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Mis palabras preferidas son aquellas que además de sentido manifiestan en su sonido alguna imprudencia.

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Se podría decir que disfruto equivocándome, aunque solo en los errores que comete quien aprende. Y que echaré de menos cuando haya aprendido.

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En el suelo los pájaros avanzan dando saltitos, frágiles e inseguros. Se muestran curiosos y precavidos, pero cantan y su canto es señal de confianza. En el aire son certeza, potencia y silencio.

11 de abril, martes. El entierro


Para la mentalidad tradicional la muerte representa un momento más sagrado que la vida. La vida es un pasar donde ocurren acontecimientos. La muerte es un acto que detiene este transcurrir. Para ir a ver a un familiar existe el tiempo, pero tras su fallecimiento, la desaparición de esta posibilidad obliga a asistir al funeral. Para la despedida, que se celebra como acto único e irrepetible, a diferencia de los que caracterizan a la vida. Desde que salió de su pueblo, muy joven, mi padre solo vio a su madre unas pocas veces, algún que otro verano, pero cuando llegó la noticia de su muerte, corrió a coger un taxi a última hora de la tarde y a emprender el camino durante la noche. Este fue el primer viaje iniciático de mi vida. Debía de tener unos diez años. Mis hermanas se quedaron en la ciudad con unos parientes, pero a mí me permitieron ir, era el mayor. Recuerdo con precisión los detalles de aquel viaje. El restaurante de Zaragoza, a medio camino, donde cenamos con el taxista, que después se tomó un café. El entierro de la abuela Albina, la reunión nocturna de la familia, la visita a casa de mi abuela al día siguiente y su desván. De un baúl lleno de prodigios me traje la montura de unas gafas de nariz, sin varillas, con funda de madera, un termómetro de horno y otros objetos igualmente antiguos e inútiles. El significado sagrado para mi padre de despedirse de su madre coincidió con el significado sagrado del niño que, al abandonar el círculo de sus hábitos, descubría nuevas facetas inesperadas de la vida. No es una casualidad. Las alteraciones a los que obliga la muerte reúnen a personas que tampoco se ven muy a menudo y propician hechos que dejan muescas sobre la piedra. 

[Libro V, Epigrama XXXII]

2 de abril, domingo. Un tebano en el ágora de Ereso.


Las zarzas que invaden los caminos de Ereso arañan sin piedad el terciopelo de los botines bordados. Los pedruscos doblegan las delicadas suelas. El polvo desvirtúa los dorados decorativos de la túnica.  Ninguna casa se parece ni siquiera a la más humilde de Tebas. El día que se vio obligado a partir no dejó fuera de los arcones que le acompañaron ni un solo símbolo de cuantos habían brillado en su vida pública. Altivo, displicente, pletórico de arrogancia, se mantuvo firme entre los poderosos, que le usaron como escuadrón de combate, hasta que se revolvió para blandir la espada contra el pecho de un general propio y supo entonces la dirección que conduce al destierro. Sigue usando el acento tebano entre los isleños, aún más marcado si cabe, que solo con dificultad lo entienden mientras el recién llegado mantiene el porte marcial entre cabreros y pescadores.

         No ha dejado tampoco de escribir discursos. La oratoria le había abierto los altos portones del recinto real. A su paso, la guardia postraba las lanzas, pero el escritor ni siquiera desviaba la mirada de un punto que relumbraba en el interior del palacio al que accedía. Nadie en Ereso aguarda sus discursos, de los que no comprenden ni las pausas, pero el tebano sigue componiéndolos con los mismos artificios que habían deslumbrado a la corte que lo agasajaba. En el miserable foro de la población reúne a los hombres, que acuden a regañadientes por verse obligados a transigir ante tales pamplinas, y delante de su malhumor, que le resulta del todo ajeno, declama sus escritos tocado por un himatión de lana que hace que suden hasta los vocablos.

         Entre los varones que le escuchan, mal barbados y con las greñas al antojo del viento, se sienta sobre una piedra, en lugar de permanecer en pie, el aeda de Ereso. Aunque la memoria le juegue de vez en cuando malas pasadas y mude de una historia a otra sin darse cuenta, sus vecinos le aprecian. Nunca han entendido tampoco qué cuanta al narrar sus intrincados episodios, pero si oyen en la melodía el entrechocar de espadas ya sienten vibrar algo en la parte del pecho de donde emergen las palabras. Les habla en la misma lengua que ellos practican con ovejas y cabras, la que somete a los perros y asusta a las aves que amenazan con mal agüero. Nunca llegará a declamar ni siquiera en Mitilene, pero eso al aeda no le ha importado nunca. Le enorgullece ahora que hayan enviado un personaje tan ilustre y elegante para sustituirle, aunque ese mismo honor le impide manifestar lo que le duele que le hayan sustituido.  

[Cuaderno de ficciones, página 6]